Tomo I
XV.- Gracias de la policía
«Era Otero uno de esos infinitos jóvenes que
hay en todas las capitales, cuyos medios de existencia son un misterio para
todo el mundo; de esos que se unen a todos los grupos y que inspiran universal
desconfianza; que saben las noticias reservadas de los diferentes bandos y que
hablan al oído de los conspiradores y de los ministros; que critican mucho y
encomian poco; que pasan por temerarios cuando tal vez están ejerciendo actos
de servilismo; que gastan como potentados y nada poseen, que juegan, que fuman,
que beben, que conspiran, y en suma, que encubren la fealdad de todos los
vicios con una especie de barniz elegante y de buen tono. Sabíalo harto don
Félix, que estaba acostumbrado a verlo en todas partes, aunque jamás lo había
tratado con franqueza.
-Buenos días, Félix –dijo el joven Ricardo al
entrar, sin quitarse siquiera el sombrero y como si fuese un hermano o íntimo
amigo-. Vengo molido, no extrañará usted que me siente sin ceremonia –y al
decir esto se dejó caer en un muelle sofá.
-Señor don Ricardo –contestó Félix
jovialmente, conociendo cómo debía tratar a aquel personaje-. ¿Usted molido y a
las nueve de la mañana? No se maraville usted que me asombre. Grandes novedades
debe de haber.
-¡Y tanto, querido Félix! Pero mayores las
habrá. Deje usted correr la bola. Esto no puede durar. Más vale la Inquisición
que lo que tenemos.
Tan lejos estaba Montelirio de pensamientos
políticos como asimismo de sospechar que se ocupase aquel joven casquivano de
tales cuestiones, que apenas entendió lo que decir quería.
-Nosotros, querido –dijo Ricardo
resueltamente, quitándose el sombrero y los guantes-, contamos con usted.
-¡Conmigo! ¿Y para qué? ¿Se puede saber?
-Para dar al traste con esta gente que nos
manda. Es preciso que cambie el ministerio; sin eso no hay ni quietud ni
prosperidad.
-Tal creo yo, por lo cual, si usted lee mi
periódico, verá que no desmayo en mi propósito de conseguir ese fin.
-Amigo mío, no bastan ya artículos que se
escriben con cañones de aves; es preciso conquistar nuestros derechos con
cañones de bronce.
-¡Diantres! –respondió en tono de broma
Félix-. ¡Qué guerrero viene usted! Es lástima que no haya nacido usted en
tiempo de Carlos V para asistir a la toma de Túnez.
-Todos los tiempos son buenos para derramar su
sangre por la patria, y yo, amigo Félix, estoy resuelto a jugar mi vida por la
libertad. ¿Podemos contar con la de usted por tan santa empresa?
-Pero ¿quiénes son ustedes, a todo esto?
-Somos los Amigos
del pueblo, que estamos cansados de sufrir, y que hartos de trabajar en las
tinieblas, queremos vencer o morir. Mañana es el día señalado para lanzar el
grito y yo he venido aquí, en nombre de la sociedad, que conoce sus compromisos
de usted y sus buenas ideas, a rogarle que se una a nosotros.
-Eso quiere decir, en castellano puro, que son
ustedes conspiradores, ni más ni menos.
-Semejante nombre conviene más bien a los
protervos que encadenan la voluntad del pueblo y que chupan nuestra sangre con
sus leyes vandálicas.
-Pero, en resumen, ustedes tratan de
trastornar el gobierno por medio de una revolución.
-Supongo que no será usted de esos tímidos a
quienes asusta la palabra revolución,
la más santa de cuantas los hombres han inventado.
-No, señor; lejos de eso, soy de la misma
opinión de usted; pero la revolución, para ser santa, como usted dice, debe ser
hecha por la voluntad y con la cooperación de todos.
-En ese caso, ¿contamos con usted?
-¿Y son ustedes todos los españoles, por ventura?
-Sí, señor, todos.
-Entonces no me necesitan ustedes a mí para
nada y no llevarán a mal que me quede en mi casa, escribiendo artículos para mi
periódico.
-Eso sería egoísmo y no más, por parte de
usted.
-¿Por qué egoísmo? Generosidad más bien; pues,
no habiendo hecho nada, a nada me consideraría con derecho, y podrían ustedes
tener un destino más con que contar.
-¿Abandonará usted en la hora del peligro a
sus amigos y correligionarios?
-¡Qué peligro! Si son ustedes todos, ¿quién se opone?
-Somos todos… los buenos, se entiende.
-¡Ah, eso es distinto! –exclamó haciéndose el
tonto Félix.
-Y en prueba de ello, vea usted la lista; aquí
la traigo precisamente. Su nombre de usted figura ya en ella; no nos desairará
usted borrándole.
Al decir esto sacó del bolsillo una hoja de
papel envuelta misteriosamente en un sobre de carta y la dio a Félix. Recurrió
éste los mil nombres allí estampados, de los cuales apenas conocía más que el
suyo, sin poder adivinar cómo hay en España tantos López, tantos Pérez, tantos
Gómez, cuando vio entrar en su despacho a dos jóvenes con largas melenas y no
menores barbas, quienes, sin saludarlo siquiera, cerraron la puerta por dentro
y sacaron de los bolsillos del gabán dos pistolas de arzón, un puñal y una
daga.
-Señor de Montelirio –dijo uno en voz baja, haciendo en tanto que
decía-, tome usted las armas que le envía la sociedad de los Amigos del pueblo, para defensa y
protección de los derechos del hombre. Tengo encargo de añadir a usted, al
propio tiempo, en nombre de los hermanos que, atendiendo a su mérito singular,
se le dispensa las formalidades de la recepción, en vista de la cual, aquí
traigo el diploma ya extendido. Entre nosotros se llama usted Temístocles. ¡Y
quiera el cielo que, como el general ateniense, cuyo nombre le damos venza
usted a los nuevos persas que nos oprimen!
-Caballeros –contestó Félix, sin querer tomar
las armas que el de las barbas había dejado sobre el bufete-, yo agradezco esa
prueba de amistad que me dan ustedes; pero contra españoles no sé esgrimir más
armas que la pluma.
-¡Traidor también! –exclamaron los dos recién
llegados, mirando a don Ricardo Otero-. ¿No saliste tú fiador de este hombre?
Si nos han vendido, prepárate a morir.
Y al decir tan terribles palabras, sacaron
nuevos puñales que agitaron como en señal de amenaza.
Sonó entonces pausadamente y de modo que
parecía estudiado la campanilla, y Otero, aparentando una inquietud extraña,
puso el dedo ante los labios como si recomendase el silencio.
-Señores, puede venir alguien, no es bien que
nos encuentren en esta posición. Amigos, esconded los puñales; aquí no hay
necesidad más que de palabras y aun ésas pocas.
Oyéronse pasos en la antesala, y Ricardo, con
pasmosa velocidad, abrió un cajón del bufete en que estaba puesta la llave y en
él echó precipitadamente las armas, cerrando enseguida. Mientras abrían por
fuera la puerta del despacho, sentáronse todos, levantándose solamente
Montelirio, a quien cuanto pasaba le parecía un fatídico sueño. Varias personas
entraron precipitadamente, y al frente de ellas una con bastón de puño blanco y
una placa en la levita.
-¿Quién es el señor de este cuarto? –preguntó
con mal gesto.
-Soy yo, Félix de Montelirio.
El celador de policía, que no era otra la
categoría del personaje, se volvió a los esbirros que le acompañaban, y les
hizo seña de que se apoderasen del joven. Mas él los rechazó con rabia, y
dirigiéndose al celador, le dijo resueltamente:
-Si usted trae alguna orden relativa a mí,
puede comunicármela. La obedeceré sin resistencia; pero que nadie trate de ajar
mi dignidad de hombre.
-Ustedes los polizontes –dijo uno de los que
sentados estaban, con aire de matón- son todos unos canallas.
-Son ustedes –dijo otro- los perros alanos del
Gobierno.
-Amigos –interrumpió Otero-, esos desgraciados
no merecen nuestros insultos, sino nuestro desprecio.
Empezaron ya a dar síntomas de insurrección
los esbirros, si bien con harta calma, cuando el celador los contuvo,
mandándoles permanecer tranquilos.
-¿Quiénes son ustedes, caballero? –preguntó el
celador a los deslenguados.
-Somos –contestó Otero-, amigos del señor.
-Amigos míos, no –interrumpió Félix-; rechazo
esa calificación.
-Eso no es el caso –dijo el celador-, los
cuatro van ustedes presos en el acto al Gobierno político. Su Excelencia
determinará. En tanto me quedaré aquí para registrar la casa.
-¿Y se apoderarán de mis papeles? –preguntó
Montelirio con notable ansiedad,
-Por supuesto, y de las armas; ése es el
objetivo principal de mi encargo. ¿Tiene usted armas?
-Ningunas tenía; estos señores, que no sé
quiénes son, han traído ahí pistolas y puñales, que han escondido en ese cajón.
Declaro que ni son mías, ni están aquí por mi voluntad.
-Está bien: ya dirá usted todo eso a Su
Excelencia; yo no tengo más encargo que apoderarme de usted, de sus armas y
papeles y entregarlos. Luego dará usted sus razones; en eso yo no tengo que
meterme; pero, amiguito, aconsejo a usted que busque una disculpa por lo menos
más verosímil.
-Pero mis papeles que no digan relación con la
política…
-Yo no he de leer ninguno, y por lo mismo no
he de clasificarlos. Todos se depositarán en manos del Excmo. señor jefe
político y Su Excelencia hará de ellos el uso que sea más justo.
-Pero hay aquí un pliego que no es mío.
-Corriente, eso no importa, lo reclamará su
dueño y se le dará.
-Pero ¿de qué se me acusa?
-Yo de nada. El gobierno, el juez o quien sea
se lo dirá a usted. Yo soy un dependiente de la autoridad y lo único que tengo
que hacer es obedecer y callar. Que le traigan a usted el sombrero; provéase
usted del dinero preciso para lo que pueda ocurrir y bajen ustedes prontito la
escalera.
-¿Y he de cruzar así Madrid como un malhechor?
-No, señor. Irá usted delante con dos de mis
dependientes, y nadie sabrá el caso. Procurará usted ir alegre y parecerá que
son amigos.
-Si por lo menos pudiera llevar conmigo este
pliego.
-Mucho parece que le interesa a usted.
-Sí, mucho, porque no es mío.
-En ese caso, ya he dicho a usted que su dueño
lo reclamará y se le entregará al punto. Vamos, avíese usted que el tiempo es
precioso.
Bajó don Félix la cabeza, en señal de
resignación, se cubrió y sin siquiera volver el rostro para ver a Otero y sus
amigos, salió del cuarto, acompañado de dos hombres de la policía.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones
Cátedra, 2012, en edición de Russell P. Sebold,
pp. 295-300. ISBN: 978-84-376-3040-3.]
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