lunes, 10 de mayo de 2021

Canudos. Diario de una expedición.- Euclides da Cunha (1866-1909)


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Bahía, 16 de agosto


 «Al llegar aquí  y asaltado en seguida por nuevas y variadas impresiones, perturbadoras de un juicio acertado, creo a veces que valoré de modo inexacto la situación y dominado acaso por la opinión general entre los que volvían de Canudos dije también con ellos:
 -La lucha está a punto de terminar y no habrá más víctimas.
 Hombres de mayor responsabilidad que, por excusado, me permito no citar, afirmaron categóricamente que la población sitiada no llegaba, quizá, a los doscientos rebeldes, los cuales, además, disminuían cada noche por causa de fugas a través de la carretera franca de O Cambaio y por los estragos de un bombardeo persistente. Otros testigos oculares aseguraron, unánimes, que, en los combates subsiguientes a la gran batalla del 18 de julio, los jagunços fueron vistos desmoralizados y acobardados, hasta el punto de pelear entre dos adversarios: los soldados por delante y los jefes por la retaguardia, que los llevaban, azuzados a bastonazos, al combate no deseado.
 Hay muchos testigos oculares de este hecho, que descubre máximo desánimo entre los fanáticos.
 Por otra parte, prisioneros de ambos sexos concuerdan en afirmar un hecho que evidencia un principio de discordia: el Conselheiro quiso ceder rindiéndose, lo que fue tenazmente impedido por Vila Nova, especie de jefe temporal de la grey rebelde.
 -Sigue: ¡haz tus milagros! –fue la intimidación enérgica y dominadora del cabecilla. Y el profeta claudicante que había garantizado que las tropas del gobierno del diablo no verían esta vez ni siquiera las torres sagradas de las iglesias de Belo Monte (Canudos), roto el primitivo encanto, cedió.
 Además de todo esto, la más profunda miseria y el hambre, reflejadas en los cuerpos al borde de la inanición, carcasas casi vacías de los prisioneros –y de los muertos, cuya extraña flaqueza es la nota constante de los relatos que hacen los soldados-, ciertamente iban completando poco a poco la destrucción.
 Las carreteras, totalmente francas y practicables, libres de las emboscadas del principio, recorridas tranquilamente por los que han llegado hasta aquí, indican que la región está totalmente libre de enemigos.
 Ahora bien: todas esas versiones ya son viejas en el tormentoso momento en que una hora posee inmenso valor; ya tienen quince días.
 Hace quince días que se espera a cada minuto la rendición del pueblo, ya ocupado en parte por nuestras fuerzas y que tiene apenas doscientos enemigos debilitados por las fatigas y por el hambre, divididos por la discordia y desalentados hasta el punto de ir a la batalla a palos.
 Y si consideramos que ellos saben que continúan los refuerzos y que hoy, en este momento, deben de estar llegando a Canudos a fin de completar el cerco, y de cerrarles definitivamente la última carretera libre, que no aprovechan, desde hace tiempo, como huida de una muerte inevitable, nos sentimos obligados a estimar la campaña, en vez de próxima a su término, a la manera antigua, incomprensible, misteriosa.
 Lo ha sido desde su comienzo; desde el principio en que los desastres sobrevienen y sorprenden a todo el mundo inesperadamente, al decaer de improviso en el momento en que se espera la victoria y se anticipan ovaciones triunfales.
 ¿Por qué razón los jagunços, desmoralizados, en número reducido, teniendo aún franca la fuga hacia el sertao difuso e intransitable, donde no serán descubiertos en el seno de una naturaleza que es su mejor arma de guerra, esperan a que se les cierre la única carretera a la salvación, aguardan que se complete el asedio del que derivará la rendición y sus funestas consecuencias?
 Dejando aparte la hipótesis de una entrega sobrehumana que les imponga sucumbir bajo los muros derruidos de los templos que han levantado, uno casi se inclina por fuerza a pensar en una nueva celada cayendo ex abrupto, confundiendo una vez más los planes de la campaña.
 Del mismo modo que nuestras tropas ansían los nuevos refuerzos que llegan, ¿no esperarán ellos acaso, de los sertoes desconocidos que se desdoblan al norte y noroeste de Canudos, fuertes contingentes que pongan a los nuestros entre dos fuegos?
 ¿No será también lícito conjeturar, excluida esta suposición, que el número relativamente pequeño de los que permanezcan en el pueblo, encarando todos los peligros, tenga como único objetivo atraer al ejército hasta allí y retenerlo, engañado durante un tiempo, hasta que los fanáticos se recuperen y se reúnan y refuercen en cualquier otro punto de más difícil acceso, más hondamente enclavado en el sertao?
 Estos interrogantes crecen en mi espíritu desde el día en que, intentando adquirir un conocimiento de las opiniones que por aquí circulan, no lo conseguí y comprendí que gran parte de los que vuelven de aquellos parajes desconoce la situación en tan alto grado como los que no han ido.
 Hay que añadir que si aún ayer oficiales distinguidísimos me aseguraban, unánimes, que el poblado estaba casi abandonado y destruido, hoy distinguidísimos oficiales, recién llegados, cuyos nombres puedo citar, afirman que aún tiene mucha gente, perfectamente abastecida y apta para larga y tenaz resistencia.
 Buscar la verdad en este torbellino es imponerse la tarea estéril y fatigosa de Sísifo.
 El espíritu más robusto y disciplinado se agota en conjeturas vanas; nada deduce, oscila indefinida, intermitentemente, en una inútil agitación de dudas, entre conclusiones opuestas, del completo desánimo a la más alta esperanza. Los propios soldados, rudos hombres sinceros, destrabados de las pasiones que atan a los que actúan en un plano superior de la vida, no concuerdan a menudo en lo que afirman. Muchos han estado allí desde las primeras expediciones y confiesan ingenua, lealmente, que no saben nada, que nunca han visto al enemigo sino después de muerto, que nunca lo han visto frente a frente, cuerpo a cuerpo, en la refriega del combate, no lo conocen en absoluto, no saben cuántos son.
Resultado de imagen de canudos diario de una expedicion Como si todo esto no bastara para impresionar vivamente y hacer vacilar al espíritu más enérgico, ahí están esas irrupciones diarias, cuya descripción he trazado sin exageración, de heridos, en número que asombra, que llegan invariablemente todos los días, que abarrotan todos los hospitales y ya los desbordan, derivando hacia el seno de los conventos. Y ahí están, más tristes aún, si cabe, más dolorosas y deplorables, esas incalificables solicitudes de retirada hechas ante el enemigo, bajo la bandera de la patria traspasada de balas; tres o cuatro tal vez que duelen más que la derrota de una brigada y cuya noticia llega de un modo lúgubre en el seno de los que se aprestan para la lucha.
 Y ante todo esto, ante tantas opiniones discrepantes acerca de un enemigo que permanece firme dentro de un círculo de hierro, y que genera tantos males, que produce estas multitudes de mártires heroicos, menos tristes, digámoslo de pasada, que la media docena de los que tienen el coraje sobrehumano de decir al país entero que son cobardes, ante esta situación realmente indefinible, se justifican ampliamente todas las dudas, se comprenden los interrogantes que nos hemos hecho.
 Y si consideramos aún que, realmente, según declaramos ayer, este incidente de Canudos es sólo un síntoma, y que falsea la verdad quien lo considere reducido a las agitaciones de un pueblo del sertao, pues justamente a esta hora, y hablo con entero conocimiento de causa, en esta gran capital –cuya población, en su mayoría, es de una nobleza admirable y se ha revelado de una generosidad sin par en esta emergencia-, justamente a esta hora, aquí, hay velas que se encienden en recónditos altares y preces fervorosamente murmuradas en favor del siniestro evangelizador de los sertoes, cuyos prosélitos no están todos allá; si consideramos esto, entonces no hay conjeturas que no se justifiquen, por más atrevidas que sean.
 Realmente, cualquiera que en el momento actual, subordinado a una ley elemental de filosofía, pretenda, en este medio, calcar las concepciones subjetivas sobre los materiales objetivos, no las tendrá seguras y estimulantes cuando éstos sean tan incoherentes e inconexos.
 Yo deseo, con todo, estar en un error; deseo vivamente que estas líneas sean exageradas divagaciones y que el futuro permanezca eternamente mudo ante estas interrogantes. Que al llegar ahí esta carta –alarmante, tal vez, sincera ciertamente- llegue también la noticia de la victoria, destruyéndola e impidiendo su publicación.
 Nunca he deseado tanto recibir una réplica rotunda, una contradicción victoriosa.»

   [El texto pertenece a la edición en español de KRK Ediciones, 2008, en traducción de Xavier Rodríguez Baixeras, pp. 67-74. ISBN: 978-84-8367-108-5.]       

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