Bahía, 16 de agosto
«Al llegar aquí y asaltado en seguida por nuevas y variadas
impresiones, perturbadoras de un juicio acertado, creo a veces que valoré de
modo inexacto la situación y dominado acaso por la opinión general entre los
que volvían de Canudos dije también con ellos:
-La lucha está a punto de terminar y no habrá
más víctimas.
Hombres de mayor responsabilidad que, por
excusado, me permito no citar, afirmaron categóricamente que la población
sitiada no llegaba, quizá, a los doscientos rebeldes, los cuales, además,
disminuían cada noche por causa de fugas a través de la carretera franca de O
Cambaio y por los estragos de un bombardeo persistente. Otros testigos oculares
aseguraron, unánimes, que, en los combates subsiguientes a la gran batalla del
18 de julio, los jagunços fueron
vistos desmoralizados y acobardados, hasta el punto de pelear entre dos
adversarios: los soldados por delante y los jefes por la retaguardia, que los
llevaban, azuzados a bastonazos, al combate no deseado.
Hay muchos testigos oculares de este hecho,
que descubre máximo desánimo entre los fanáticos.
Por otra parte, prisioneros de ambos sexos
concuerdan en afirmar un hecho que evidencia un principio de discordia: el Conselheiro quiso ceder rindiéndose, lo
que fue tenazmente impedido por Vila Nova, especie de jefe temporal de la grey
rebelde.
-Sigue: ¡haz tus milagros! –fue la
intimidación enérgica y dominadora del cabecilla. Y el profeta claudicante que
había garantizado que las tropas del gobierno
del diablo no verían esta vez ni siquiera las torres sagradas de las
iglesias de Belo Monte (Canudos),
roto el primitivo encanto, cedió.
Además de todo esto, la más profunda miseria y
el hambre, reflejadas en los cuerpos al borde de la inanición, carcasas casi
vacías de los prisioneros –y de los muertos, cuya extraña flaqueza es la nota
constante de los relatos que hacen los soldados-, ciertamente iban completando
poco a poco la destrucción.
Las carreteras, totalmente francas y
practicables, libres de las emboscadas del principio, recorridas tranquilamente
por los que han llegado hasta aquí, indican que la región está totalmente libre
de enemigos.
Ahora bien: todas esas versiones ya son viejas
en el tormentoso momento en que una hora posee inmenso valor; ya tienen quince
días.
Hace quince días que se espera a cada minuto
la rendición del pueblo, ya ocupado en parte por nuestras fuerzas y que tiene
apenas doscientos enemigos debilitados por las fatigas y por el hambre, divididos
por la discordia y desalentados hasta el punto de ir a la batalla a palos.
Y si consideramos que ellos saben que
continúan los refuerzos y que hoy, en este momento, deben de estar llegando a
Canudos a fin de completar el cerco, y de cerrarles definitivamente la última
carretera libre, que no aprovechan, desde hace tiempo, como huida de una muerte
inevitable, nos sentimos obligados a estimar la campaña, en vez de próxima a su
término, a la manera antigua, incomprensible, misteriosa.
Lo ha sido desde su comienzo; desde el
principio en que los desastres sobrevienen y sorprenden a todo el mundo
inesperadamente, al decaer de improviso en el momento en que se espera la
victoria y se anticipan ovaciones triunfales.
¿Por qué razón los jagunços, desmoralizados, en número reducido, teniendo aún franca
la fuga hacia el sertao difuso e
intransitable, donde no serán descubiertos en el seno de una naturaleza que es
su mejor arma de guerra, esperan a que se les cierre la única carretera a la
salvación, aguardan que se complete el asedio del que derivará la rendición y
sus funestas consecuencias?
Dejando aparte la hipótesis de una entrega
sobrehumana que les imponga sucumbir bajo los muros derruidos de los templos
que han levantado, uno casi se inclina por fuerza a pensar en una nueva celada
cayendo ex abrupto, confundiendo una
vez más los planes de la campaña.
Del mismo modo que nuestras tropas ansían los
nuevos refuerzos que llegan, ¿no esperarán ellos acaso, de los sertoes desconocidos que se desdoblan al
norte y noroeste de Canudos, fuertes contingentes que pongan a los nuestros
entre dos fuegos?
¿No será también lícito conjeturar, excluida
esta suposición, que el número relativamente pequeño de los que permanezcan en
el pueblo, encarando todos los peligros, tenga como único objetivo atraer al
ejército hasta allí y retenerlo, engañado durante un tiempo, hasta que los
fanáticos se recuperen y se reúnan y refuercen en cualquier otro punto de más
difícil acceso, más hondamente enclavado en el sertao?
Estos interrogantes crecen en mi espíritu
desde el día en que, intentando adquirir un conocimiento de las opiniones que
por aquí circulan, no lo conseguí y comprendí que gran parte de los que vuelven
de aquellos parajes desconoce la situación en tan alto grado como los que no
han ido.
Hay que añadir que si aún ayer oficiales
distinguidísimos me aseguraban, unánimes, que el poblado estaba casi abandonado
y destruido, hoy distinguidísimos oficiales, recién llegados, cuyos nombres
puedo citar, afirman que aún tiene mucha gente, perfectamente abastecida y apta
para larga y tenaz resistencia.
Buscar la verdad en este torbellino es
imponerse la tarea estéril y fatigosa de Sísifo.
El espíritu más robusto y disciplinado se
agota en conjeturas vanas; nada deduce, oscila indefinida, intermitentemente,
en una inútil agitación de dudas, entre conclusiones opuestas, del completo
desánimo a la más alta esperanza. Los propios soldados, rudos hombres sinceros,
destrabados de las pasiones que atan a los que actúan en un plano superior de
la vida, no concuerdan a menudo en lo que afirman. Muchos han estado allí desde
las primeras expediciones y confiesan ingenua, lealmente, que no saben nada,
que nunca han visto al enemigo sino después de muerto, que nunca lo han visto
frente a frente, cuerpo a cuerpo, en la refriega del combate, no lo conocen en
absoluto, no saben cuántos son.
Como si todo esto no bastara para impresionar
vivamente y hacer vacilar al espíritu más enérgico, ahí están esas irrupciones
diarias, cuya descripción he trazado sin exageración, de heridos, en número que
asombra, que llegan invariablemente todos los días, que abarrotan todos los
hospitales y ya los desbordan, derivando hacia el seno de los conventos. Y ahí
están, más tristes aún, si cabe, más dolorosas y deplorables, esas
incalificables solicitudes de retirada hechas ante el enemigo, bajo la bandera
de la patria traspasada de balas; tres o cuatro tal vez que duelen más que la
derrota de una brigada y cuya noticia llega de un modo lúgubre en el seno de
los que se aprestan para la lucha.
Y ante todo esto, ante tantas opiniones
discrepantes acerca de un enemigo que permanece firme dentro de un círculo de
hierro, y que genera tantos males, que produce estas multitudes de mártires
heroicos, menos tristes, digámoslo de pasada, que la media docena de los que
tienen el coraje sobrehumano de decir al país entero que son cobardes, ante
esta situación realmente indefinible, se justifican ampliamente todas las
dudas, se comprenden los interrogantes que nos hemos hecho.
Y si consideramos aún que, realmente, según
declaramos ayer, este incidente de Canudos es sólo un síntoma, y que falsea la
verdad quien lo considere reducido a las agitaciones de un pueblo del sertao, pues justamente a esta hora, y
hablo con entero conocimiento de causa, en esta gran capital –cuya población,
en su mayoría, es de una nobleza admirable y se ha revelado de una generosidad
sin par en esta emergencia-, justamente a esta hora, aquí, hay velas que se
encienden en recónditos altares y preces fervorosamente murmuradas en favor del
siniestro evangelizador de los sertoes,
cuyos prosélitos no están todos allá; si consideramos esto, entonces no hay
conjeturas que no se justifiquen, por más atrevidas que sean.
Realmente, cualquiera que en el momento
actual, subordinado a una ley elemental de filosofía, pretenda, en este medio,
calcar las concepciones subjetivas sobre los materiales objetivos, no las
tendrá seguras y estimulantes cuando éstos sean tan incoherentes e inconexos.
Yo deseo, con todo, estar en un error; deseo
vivamente que estas líneas sean exageradas divagaciones y que el futuro
permanezca eternamente mudo ante estas interrogantes. Que al llegar ahí esta
carta –alarmante, tal vez, sincera ciertamente- llegue también la noticia de la
victoria, destruyéndola e impidiendo su publicación.
Nunca he deseado tanto recibir una réplica
rotunda, una contradicción victoriosa.»
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