4.-Estados y confederaciones
El gobernante de los creyentes
«En el mundo islámico la pretensión de dominio
se dirigía originariamente sobre todo a la comunidad de los creyentes. Según la
tradición suní, el califa (“sucesor”) asumía la función de jefe religioso de
todos los musulmanes y basaba su posición en una línea de descendencia en cuyo
origen estaba el Profeta. Más tarde, esa pretensión de universalidad se
abandonó. Muchas competencias que sostenían su autoridad civil se transfirieron
de hecho al sultán (“señor”). Al menos en principio, éste dependía de la
investidura y únicamente gobernaba en un determinado terreno.
Sin embargo, se trató una y otra vez de
mezclar el poder político y el religioso de tal modo que la autoridad y el
poder no pudieran ser minados de inmediato por intrigas y amenazas de armas.
Una inscripción del siglo XI aconseja nombrar a un imán (“caudillo”), que
uniría ambas posiciones y resume sus tareas en diez puntos: (1) preservar los
principios del Islam y evitar innovaciones inadmisibles; (2) arbitrar en
litigios y conflictos; (3) garantizar la seguridad pública; (4) controlar la
administración de justicia en caso de alta traición y delitos económicos; (5)
asegurar las fronteras con los países no musulmanes; (6) llevar la guerra santa
contra los infieles; (7) recaudar los impuestos preceptivos; (8) distribución
de los ingresos del Estado según criterios razonables; (9) delegar las tareas
de gobierno en colaboradores dignos de confianza y competentes; (10) examinar
todas las decisiones políticas importantes y rectificar posibles errores.
Evidentemente, todo esto no podía realizarse.
Como los líderes de otras dinastías
musulmanas, los sultanes del Imperio Otomano llevaban también el título de
“califas”. Sin embargo, hasta el siglo XVIII no volvieron a asociar al título
la pretensión de universalidad. El propósito era en primer lugar la creación de
una base ideológica para llevar a la realidad ideas de amplio panislamismo.
Hasta entonces habían preferido que se les llamara “guardianes de los santos
lugares”. El dominio de La Meca y la protección de la peregrinación eran los
mejores garantes de una legitimación general amplia, como ya sucedió en tiempos
de los Omeyas (661-750 en Damasco), Abasidas (750-1258 en Bagdad) y Mamelucos
(1250-1517 en El Cairo).
El hadj es
uno de los cinco pilares del Islam. Cada musulmán libre mayor de edad, que esté
psíquica y económicamente capacitado, está obligado por el Corán a emprender
una peregrinación a La Meca al menos una vez en su vida, incluso si vive en un
país lejano y el viaje es largo y arriesgado. La protección de los caminos de
peregrinación, incluidos en gran medida en la red de los de la Ruta de la Seda,
era una de las prioridades de un soberano universalmente respetado. Igualmente
importante era el mantenimiento de extensas zonas de influencia, pues sólo
cuando la seguridad, el abastecimiento y el transporte estaban garantizados por
un complicado juego de acuerdos, signos de favor y actitudes amenazantes, el hadj podía llegar a término con éxito.
Éxito no sólo para cada peregrino, sino para el correspondiente “gobernante de
los creyentes”.
Por otra parte, La Meca no era únicamente un
lugar de contemplación piadosa, era también un importante mercado. Y no sólo
los mercaderes aprovechaban la ocasión: muchos peregrinos vendían objetos que
habían traído consigo para cubrir los gastos del viaje. A su vez, adquirían con
preferencia productos que a su vuelta podían revender más caros. Sobre todo
cambiaban así de dueño raros artículos de lujo. Hasta la porcelana china
llegaba a la ciudad en tan gran cantidad que se convirtió en el regalo
preferido de la nobleza local. Aun así, no siempre despertaba tal regalo un
agradecimiento entusiasta. Por ello, un visir otomano de visita en Bagdad hizo
que sus caballos pisotearan un juego de porcelana de más de mil piezas porque
quien le daba hospitalidad no había observado la necesaria etiqueta al ser
obsequiado con éste.
El dueño del mundo
Si se les pide que traten de identificar los
imperios universales, a los europeos cultos probablemente se les ocurrirán las
más diversas propuestas. En su mayoría pensarían en la propia historia, del Imperium Romanum al British Empire. La inclusión del Imperio Mongol del Gran Kan sería
excepcional: aún hoy mucha gente le asocia en principio la imagen de hordas
asesinas recorriendo las estepas a caballo, y no la creación de un Estado
organizado.
No es posible rechazar del todo dicha
asociación con “pueblos malditos, abominables y odiosos”: el recurso ostensible
a la violencia era de hecho una de las estrategias centrales de los mongoles.
Aun así no puede pasarse por alto que en el transcurso de la historia ningún
otro imperio, incluida la Unión Soviética, logró tener bajo su control un
territorio cerrado tan gigantesco y garantizar aquella paz que se conoce como Pax Mongolica. Su zona de dominio
abarcaba del mar de la China al Báltico, una superficie alrededor de setenta
veces la de la actual Alemania y casi toda la que corresponde a la red de
caminos de la Ruta de la Seda.
El imperio alcanzó dicha extensión tan sólo
unos decenios después de la muerte de Gengis Kan (1227), pero sin sus exitosas
campañas de conquista y sus reformas sociales nunca habría llegado a existir.
Logró acabar con jerarquías heredadas y crear un orden en el que la posición
social ya no estuviera regulada por el linaje, sino por las propias acciones y
servicios. Los miembros de la casa real estaban excluidos de este principio,
pero el Kan era partidario de conceder la protección debida a sus secuaces
lealmente comprometidos.
Según este principio, y sin tener en cuenta su
origen, podían integrarse no sólo personas o grupúsculos, sino pueblos enteros.
A pesar de algunas ordenanzas que situaban en primer lugar las líneas de
separación entre los grupos étnicos –y sobre todo la exclusividad de los
mongoles-, las diferencias de lengua, cultura y estructura social funcionaban
sólo como trabas para la integración gradual. A quien se oponía se le masacraba
brutalmente, ya que la estrategia desarrollada por Gengis tendía a la victoria
total sobre el enemigo, no a conseguir un botín sin más. Y así, no sólo
atendían a la posibilidad de una integración relativamente sin complicaciones y
a la perspectiva de ascenso social en el futuro, sino al terror psicológico que
surge de una permanente demostración de la superioridad.
En la generación siguiente se terminaron de
crear las bases administrativas que garantizarían la duración del imperio en
expansión. En el contexto de la Ruta de la Seda, la emisión de papel moneda fue
tan importante como la construcción de instalaciones de abastecimiento, en
particular de fuentes y depósitos. Se estableció una medida totalmente nueva,
como la creación de un servicio de correos con más amplia infraestructura y más
rápido que el anterior, no caracterizado por su excesiva velocidad. La
descripción de Marco Polo, sin embargo, es un poco exagerada:
En cada
uno de los caminos principales se pueden hallar lugares de parada para alojarse
y comer los viajeros […] a una distancia de veinticinco o treinta millas. […]
Allí están a disposición cuatrocientos magníficos caballos para que todos los
enviados del Gran Kan y todos los mensajeros puedan detenerse allí y cambiar
sus caballos. Incluso existen tales servicios en montañas despobladas […]
apartadas de las grandes rutas. Las gentes que allí viven por orden del Gran
Kan tienen que cultivar la tierra y cumplir el servicio de postas. […] No menos
de doscientos mil caballos están a disposición de los correos, y diez mil
edificaciones están provistas de las instalaciones necesarias. […] Entre las
mencionadas paradas de postas se encuentran cada tres millas pequeños pueblos
con unas cuarenta cabañas en las que se instalan los mensajeros al servicio del
Gran Kan. Su llegada puede percibirse ya desde lejos porque de sus cinturones
cuelgan varias campanillas. Así puede el correo del pueblo siguiente mantenerse
alerta para coger el envío y salir corriendo con él.
A pesar de tales medidas, el
imperio se desmembró relativamente pronto, sobre todo porque no logró armonizar
el dominio legitimado por éxitos militares y carisma personal con instituciones
que se habían tomado prestadas de las estructuras burocráticas de Estados
sometidos y organizados de manera por completo diferente. Faltaba además una
doctrina política elaborada y una imagen del mundo bien estructurada, de modo
que la autoridad del “Kan del gran pueblo poderoso, igual al océano” (como se
dice en una carta de Guyuk al papa Inocencio IV), no podía estar cimentada de
forma duradera.
Entre autonomía y despotismo
La creación de un imperio tan gigantesco fue
un caso espectacular, pero aislado. Por lo demás, Asia central estaba formada
por unidades regionales menores, cuyos habitantes trataban de preservar su
identidad dentro de una dependencia de poderes que cambiaban con frecuencia.
Soportaban más o menos estoicamente esta dependencia. La unidad territorial no
era algo presupuesto, y también las ciudades-Estado –o ligas libres de éstas-
podían resultar de muy larga vida.
Esto muestra por ejemplo la historia de
Sogdiana. En la zona situada entre el Amu-daria y el Syr-daria se practicaba
una agricultura intensiva, para lo que ya en época muy temprana se
establecieron sistemas de regadío bien ideados. Durante siglos, la importancia
de su comercio fue al menos de igual nivel.
Absolutamente legendario era el sentido para
los negocios de la población, por lo que “sogdiano” se usaba en la lejana
Khotan como una denominación más general referida a comerciantes de cualquier
origen. Para ensalzar sus dotes de individuos emprendedores se crearon todo
tipo de leyendas en consonancia, e incluso los chinos se animaron a hacer
algunas fantasiosas descripciones:
Las
madres dan a sus hijos de comer azúcar, en la esperanza de que sus palabras se
hagan dulces después; les untan engrudo en las palmas de las manos para que los
tesoros [que toquen] se [les] queden adheridos. Estas gentes son hábiles
comerciantes. Con cinco años se les acostumbra a los muchachos al estudio de
los libros. Una vez que los han entendido, sigue el aprendizaje [de la
práctica] del comercio.
Los vestigios arquitectónicos conservados
transmiten en primer lugar la impresión del estilo de vida urbano que esto
posibilitó. Pues no sólo los restos del palacio del soberano, que en el siglo
VIII se levantó en la ciudadela de Pendshikent (en el actual Tayikistán), dan
un soberbio testimonio, sino numerosas casas privadas que apenas le iban a la
zaga en magnificencia. Las excavaciones arqueológicas reflejan un orden
político que sólo llegó a florecer en Sogdiana cuando el país ya no estuvo
sometido a sus vecinos en expansión, como tantas veces ha ocurrido en la
historia.»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2008, en
traducción de Elena Bombín Izquierdo, pp. 85-92. ISBN: 978-84-206-4929-0.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: