martes, 18 de mayo de 2021

La ruta de la seda.- Thomas O. Höllmann (1952)


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4.-Estados y confederaciones

El gobernante de los creyentes

 «En el mundo islámico la pretensión de dominio se dirigía originariamente sobre todo a la comunidad de los creyentes. Según la tradición suní, el califa (“sucesor”) asumía la función de jefe religioso de todos los musulmanes y basaba su posición en una línea de descendencia en cuyo origen estaba el Profeta. Más tarde, esa pretensión de universalidad se abandonó. Muchas competencias que sostenían su autoridad civil se transfirieron de hecho al sultán (“señor”). Al menos en principio, éste dependía de la investidura y únicamente gobernaba en un determinado terreno.
 Sin embargo, se trató una y otra vez de mezclar el poder político y el religioso de tal modo que la autoridad y el poder no pudieran ser minados de inmediato por intrigas y amenazas de armas. Una inscripción del siglo XI aconseja nombrar a un imán (“caudillo”), que uniría ambas posiciones y resume sus tareas en diez puntos: (1) preservar los principios del Islam y evitar innovaciones inadmisibles; (2) arbitrar en litigios y conflictos; (3) garantizar la seguridad pública; (4) controlar la administración de justicia en caso de alta traición y delitos económicos; (5) asegurar las fronteras con los países no musulmanes; (6) llevar la guerra santa contra los infieles; (7) recaudar los impuestos preceptivos; (8) distribución de los ingresos del Estado según criterios razonables; (9) delegar las tareas de gobierno en colaboradores dignos de confianza y competentes; (10) examinar todas las decisiones políticas importantes y rectificar posibles errores. Evidentemente, todo esto no podía realizarse.
 Como los líderes de otras dinastías musulmanas, los sultanes del Imperio Otomano llevaban también el título de “califas”. Sin embargo, hasta el siglo XVIII no volvieron a asociar al título la pretensión de universalidad. El propósito era en primer lugar la creación de una base ideológica para llevar a la realidad ideas de amplio panislamismo. Hasta entonces habían preferido que se les llamara “guardianes de los santos lugares”. El dominio de La Meca y la protección de la peregrinación eran los mejores garantes de una legitimación general amplia, como ya sucedió en tiempos de los Omeyas (661-750 en Damasco), Abasidas (750-1258 en Bagdad) y Mamelucos (1250-1517 en El Cairo).
 El hadj es uno de los cinco pilares del Islam. Cada musulmán libre mayor de edad, que esté psíquica y económicamente capacitado, está obligado por el Corán a emprender una peregrinación a La Meca al menos una vez en su vida, incluso si vive en un país lejano y el viaje es largo y arriesgado. La protección de los caminos de peregrinación, incluidos en gran medida en la red de los de la Ruta de la Seda, era una de las prioridades de un soberano universalmente respetado. Igualmente importante era el mantenimiento de extensas zonas de influencia, pues sólo cuando la seguridad, el abastecimiento y el transporte estaban garantizados por un complicado juego de acuerdos, signos de favor y actitudes amenazantes, el hadj podía llegar a término con éxito. Éxito no sólo para cada peregrino, sino para el correspondiente “gobernante de los creyentes”.
 Por otra parte, La Meca no era únicamente un lugar de contemplación piadosa, era también un importante mercado. Y no sólo los mercaderes aprovechaban la ocasión: muchos peregrinos vendían objetos que habían traído consigo para cubrir los gastos del viaje. A su vez, adquirían con preferencia productos que a su vuelta podían revender más caros. Sobre todo cambiaban así de dueño raros artículos de lujo. Hasta la porcelana china llegaba a la ciudad en tan gran cantidad que se convirtió en el regalo preferido de la nobleza local. Aun así, no siempre despertaba tal regalo un agradecimiento entusiasta. Por ello, un visir otomano de visita en Bagdad hizo que sus caballos pisotearan un juego de porcelana de más de mil piezas porque quien le daba hospitalidad no había observado la necesaria etiqueta al ser obsequiado con éste.

El dueño del mundo

 Si se les pide que traten de identificar los imperios universales, a los europeos cultos probablemente se les ocurrirán las más diversas propuestas. En su mayoría pensarían en la propia historia, del Imperium Romanum al British Empire. La inclusión del Imperio Mongol del Gran Kan sería excepcional: aún hoy mucha gente le asocia en principio la imagen de hordas asesinas recorriendo las estepas a caballo, y no la creación de un Estado organizado.
 No es posible rechazar del todo dicha asociación con “pueblos malditos, abominables y odiosos”: el recurso ostensible a la violencia era de hecho una de las estrategias centrales de los mongoles. Aun así no puede pasarse por alto que en el transcurso de la historia ningún otro imperio, incluida la Unión Soviética, logró tener bajo su control un territorio cerrado tan gigantesco y garantizar aquella paz que se conoce como Pax Mongolica. Su zona de dominio abarcaba del mar de la China al Báltico, una superficie alrededor de setenta veces la de la actual Alemania y casi toda la que corresponde a la red de caminos de la Ruta de la Seda.
 El imperio alcanzó dicha extensión tan sólo unos decenios después de la muerte de Gengis Kan (1227), pero sin sus exitosas campañas de conquista y sus reformas sociales nunca habría llegado a existir. Logró acabar con jerarquías heredadas y crear un orden en el que la posición social ya no estuviera regulada por el linaje, sino por las propias acciones y servicios. Los miembros de la casa real estaban excluidos de este principio, pero el Kan era partidario de conceder la protección debida a sus secuaces lealmente comprometidos.
 Según este principio, y sin tener en cuenta su origen, podían integrarse no sólo personas o grupúsculos, sino pueblos enteros. A pesar de algunas ordenanzas que situaban en primer lugar las líneas de separación entre los grupos étnicos –y sobre todo la exclusividad de los mongoles-, las diferencias de lengua, cultura y estructura social funcionaban sólo como trabas para la integración gradual. A quien se oponía se le masacraba brutalmente, ya que la estrategia desarrollada por Gengis tendía a la victoria total sobre el enemigo, no a conseguir un botín sin más. Y así, no sólo atendían a la posibilidad de una integración relativamente sin complicaciones y a la perspectiva de ascenso social en el futuro, sino al terror psicológico que surge de una permanente demostración de la superioridad.
 En la generación siguiente se terminaron de crear las bases administrativas que garantizarían la duración del imperio en expansión. En el contexto de la Ruta de la Seda, la emisión de papel moneda fue tan importante como la construcción de instalaciones de abastecimiento, en particular de fuentes y depósitos. Se estableció una medida totalmente nueva, como la creación de un servicio de correos con más amplia infraestructura y más rápido que el anterior, no caracterizado por su excesiva velocidad. La descripción de Marco Polo, sin embargo, es un poco exagerada:
Resultado de imagen de thomas höllmann la ruta de la seda En cada uno de los caminos principales se pueden hallar lugares de parada para alojarse y comer los viajeros […] a una distancia de veinticinco o treinta millas. […] Allí están a disposición cuatrocientos magníficos caballos para que todos los enviados del Gran Kan y todos los mensajeros puedan detenerse allí y cambiar sus caballos. Incluso existen tales servicios en montañas despobladas […] apartadas de las grandes rutas. Las gentes que allí viven por orden del Gran Kan tienen que cultivar la tierra y cumplir el servicio de postas. […] No menos de doscientos mil caballos están a disposición de los correos, y diez mil edificaciones están provistas de las instalaciones necesarias. […] Entre las mencionadas paradas de postas se encuentran cada tres millas pequeños pueblos con unas cuarenta cabañas en las que se instalan los mensajeros al servicio del Gran Kan. Su llegada puede percibirse ya desde lejos porque de sus cinturones cuelgan varias campanillas. Así puede el correo del pueblo siguiente mantenerse alerta para coger el envío y salir corriendo con él.
 A pesar de tales medidas, el imperio se desmembró relativamente pronto, sobre todo porque no logró armonizar el dominio legitimado por éxitos militares y carisma personal con instituciones que se habían tomado prestadas de las estructuras burocráticas de Estados sometidos y organizados de manera por completo diferente. Faltaba además una doctrina política elaborada y una imagen del mundo bien estructurada, de modo que la autoridad del “Kan del gran pueblo poderoso, igual al océano” (como se dice en una carta de Guyuk al papa Inocencio IV), no podía estar cimentada de forma duradera.

Entre autonomía y despotismo

 La creación de un imperio tan gigantesco fue un caso espectacular, pero aislado. Por lo demás, Asia central estaba formada por unidades regionales menores, cuyos habitantes trataban de preservar su identidad dentro de una dependencia de poderes que cambiaban con frecuencia. Soportaban más o menos estoicamente esta dependencia. La unidad territorial no era algo presupuesto, y también las ciudades-Estado –o ligas libres de éstas- podían resultar de muy larga vida.
 Esto muestra por ejemplo la historia de Sogdiana. En la zona situada entre el Amu-daria y el Syr-daria se practicaba una agricultura intensiva, para lo que ya en época muy temprana se establecieron sistemas de regadío bien ideados. Durante siglos, la importancia de su comercio fue al menos de igual nivel.
 Absolutamente legendario era el sentido para los negocios de la población, por lo que “sogdiano” se usaba en la lejana Khotan como una denominación más general referida a comerciantes de cualquier origen. Para ensalzar sus dotes de individuos emprendedores se crearon todo tipo de leyendas en consonancia, e incluso los chinos se animaron a hacer algunas fantasiosas descripciones:
 Las madres dan a sus hijos de comer azúcar, en la esperanza de que sus palabras se hagan dulces después; les untan engrudo en las palmas de las manos para que los tesoros [que toquen] se [les] queden adheridos. Estas gentes son hábiles comerciantes. Con cinco años se les acostumbra a los muchachos al estudio de los libros. Una vez que los han entendido, sigue el aprendizaje [de la práctica] del comercio.
 Los vestigios arquitectónicos conservados transmiten en primer lugar la impresión del estilo de vida urbano que esto posibilitó. Pues no sólo los restos del palacio del soberano, que en el siglo VIII se levantó en la ciudadela de Pendshikent (en el actual Tayikistán), dan un soberbio testimonio, sino numerosas casas privadas que apenas le iban a la zaga en magnificencia. Las excavaciones arqueológicas reflejan un orden político que sólo llegó a florecer en Sogdiana cuando el país ya no estuvo sometido a sus vecinos en expansión, como tantas veces ha ocurrido en la historia.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2008, en traducción de Elena Bombín Izquierdo, pp. 85-92. ISBN: 978-84-206-4929-0.]

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