6.-Bueno, adiós.
El escritor y su futuro
«Entretanto, la literatura popular también se
ha transformado y ha reivindicado progresivamente su derecho a ingresar en el
exclusivo mundo de la literatura culta. Así como la literatura culta se sirvió
de las estrategias de la literatura popular, ésta se adorna hoy con las plumas
de la primera y le roba su lenguaje. La cultura de masas jamás pierde ocasión
de hacer referencias a la literatura culta. La literatura popular se ha
infiltrado en la torre de marfil de la academia, en los planes de estudios
universitarios, ha destruido a los árbitros del buen gusto, convertidos hoy en
elitistas anónimos, además de destruir a los editores independientes y de
sustituir las publicaciones poco atractivas y los estudios serios por
propaganda y anuncios en los periódicos, seduciendo a promotores y gurús para
que se pongan de su lado. En el curso de este proceso, los productos de la
cultura de masas han mutado para convertirse en “cultura media” que “se
comporta como si respetara los estándares de la Alta Cultura, mientras que en
realidad los anega y vulgariza” (Richard Senett). Esto no era difícil de
conseguir. Cada vez son menos los capaces de discernir lo auténtico de lo
falso. Los que saben, no tienen ganas de enzarzarse en una batalla perdida. Los
que tienen ganas, no gozan de oportunidades en los medios de comunicación,
porque éste se reserva para los libros que “funcionan” o, al menos, “deberían
funcionar”. Además, la propia distinción entre “auténtico” y “falso” hace
tiempo que dejó de interesar a los intelectuales. Lo mismo ocurre con la
anticuada terminología del valor estético. ¿Qué son, a fin de cuentas, los
valores estéticos? Todo es cuestión de quién o qué los dicte. “El dinero crea
el gusto” sugiere un convincente eslogan.
[…]
En el mercado literario, crecientemente
global, hay de todo y para todos los gustos: literatura mongol y literatura de
Trinidad, literatura de emigrantes y literaturas de diversas etnias, literaturas
para distintas orientaciones sexuales y subgrupos: bosnio-gay o judío-lesbiana.
Las antaño frías escuelas de interpretación, que privaron de sensualidad al
texto literario, han sido sustituidas por la cálida relatividad de la
“Otredad”. Todo vale y todo tiene su público.
Ahora bien, ¿significa esto que la expresión
individual (que, dicho sea de paso, debería suponérsele a cualquier texto
literario artístico) está en auge? ¿Significa que la literatura se ha
enriquecido con múltiples declaraciones individuales? ¿Se ha tornado más
individual el discurso individual? ¿Son hoy las técnicas literarias más
fértiles y variadas, y son las percepciones ofrecidas por los textos literarios
realmente únicas?
Lo que ha ocurrido es lo contrario: al menos
eso parece. Las voces individuales son cada vez más raras. Cada voz, cada
texto, se inserta en el nicho del mercado que corresponde al momento, se adapta
a la palabra de moda, a los códigos del mercado. Para ser hoy oído y entendido,
el escritor modula su voz, consciente o inconscientemente, según las exigencias
del mercado o de sus posibles lectores. Aun cuando jamás se le pase por la
cabeza, aun cuando lo niegue, esta traducción al lenguaje del mercado se
produce al margen de su control: en el propio mercado, en la recepción de los
textos, en la lectura. Así, el derecho a la autenticidad del “Otro” rebota en
el escritor y en su texto como un bumerán.
En su intento por escapar de una trampa, el
escritor se ha metido en otra. Hoy está más revestido que nunca de etiquetas de
identidad, las cuales determinan su lugar en el mercado literario y la
comprensión que pueda haber entre él y sus lectores. Admitamos que las
“identidades” facilitan la comunicación en el mercado, pero también rebajan
terriblemente el significado del texto, lo empobrecen, cuando no lo
distorsionan. El texto literario se lee cada vez más en clave: masculina o
femenina, racial, nacional, étnica, cultural, sexual o política. Su valor es
disminuido por un mercado que vende libros como cualquier otro producto,
únicamente sobre la base de sus categorías. La
broma, de Milan Kundera, puede encontrarse en la sección de humor, y Una fiesta en el jardín, de György
Konrád, entre los libros de jardinería.
El escritor contemporáneo con aspiraciones de
alta literatura queda confundido ante la ausencia de un sistema de valores y al
lector le resulta cada vez más difícil orientarse ante esta misma ausencia.
Pero el espacio del que han sido expulsados los antiguos promotores de los
valores tradicionales –profesores de literatura, críticos literarios,
intelectuales- no ha quedado vacío, como es natural. Lo ocupan hoy atractivos y
poderosos árbitros, desde Oprah Winfrey a amazon.com. Lo ocupan los vendedores:
el mayor elogio que puede recibir un editor es que un manuscrito haya gustado
en el “departamento de marketing”; los míticos individuos que integran este
departamento son mencionados por el editor (y cada vez más, también por los
propios escritores), como si se tratase del comité del Premio Nobel. Por
último, a diferencia de lo que ocurre con los escritores, siempre inseguros, el
mercado no se arredra ante los juicios de valor. Antes bien, los mensajes
publicitarios son sentenciosos e imperativos: “¡Esto es hermoso”!, afirma un
eslogan publicitario.
En términos generales, el mercado nunca es
subversivo, no destruye el canon estético sino que lo integra y lo explota al
servicio de sus propios fines. Libros, notas de prensa y reseñas literarias
(que cada vez se parecen más a la publicidad, sólo que ampliada) abundan en referencia
a las figuras canónicas: “este libro es una explosiva mezcla de Beckett y
Dumas”, “digno de Kafka”, “a Proust le daría envidia”. Pero hete aquí que estos
valores canónicos se emplean en interés del relativismo del mercado, merced a
un truco de paralelismo. En un anuncio reciente, que muestra a personajes de
Leonardo da Vinci, Rembrandt y Toulouse-Lautrec generados por ordenador y
sentados felizmente al volante de un Mercedes, establece una ingeniosa relación
de valores: Mercedes es a los automóviles lo que Leonardo es al arte. Con menos
ingenio, una famosa escritora de novelas pornográficas produjo su propio
anuncio publicitario en una entrevista televisiva: “No hay ninguna diferencia.
Umberto Eco es el mejor en su género y yo soy la mejor en el mío”.
El escritor “serio” vive una especie de vida
clandestina. Oculta sus elevadas aspiraciones y sus gustos literarios por temor
a ser acusado de elitismo. Porque de verdad ocurre que los promotores de la
cultura de masas, numéricamente superiores, los ciberapasionados, los
optimistas de la cultura y los antielitistas realmente se abalanzan sobre
cualquier “muermo literario” de esos que tiene sobre su escritorio un retrato
de Nabokov. Bien es verdad que el “muermo” ha retirado el retrato de Nabokov
porque, incluso éste ha sido invitado a ponerse una etiqueta de mercado (la de
los libros que se presentan como “antibasura”, como verdadera literatura de
élite). El astuto mercado da la vuelta a cualquier crítica para usarla en
beneficio propio. Es el mercado, por tanto, y no los conservadores, los
elitistas y los pesimistas de la cultura, el que marca las tendencias y crea el
gusto literario. El día en que el mercado decida convertir El hombre sin atributos en un superventas global, en eso quedará
convertida la novela de Musil.
En una época en que se escriben, publican y
leen más libros que nunca, el escritor y el lector son las especies más
solitarias y más amenazadas. Veamos qué dice Salman Rushdie: “Incapaces de
orientarse en la selva de ficción basura y convertidos en cínicos por el
envilecido lenguaje de la hipérbole con que se adorna cualquier libro, los
lectores tiran la toalla. Compran un par de libros premiados al año, acaso otro
par de libros de autores a los que conocen, y huyen de todo lo demás. El exceso
de oferta editorial y el exceso de publicidad apartan a la gente de la lectura.
No se trata sólo de que haya demasiadas novelas a la caza de un número de
lectores demasiado reducido, sino de que hay demasiadas novelas que ahuyentan a
los lectores”.
A veces da la impresión de que estamos
viviendo la antiutopía de Ray Bradbury en Farenheit
451 vuelta del revés. La novela de Bradbury describe una sociedad represora
de individuos sedados con fármacos y televisión, una sociedad donde los libros
están prohibidos, una sociedad donde los libros se queman. Vivimos, por el
contrario, en el mundo del reluciente centro comercial, donde los libros se
publicitan con el mismo lenguaje que los anuncios de Coca-Cola y en la que
basta con pulsar una tecla en nuestro ordenador para tener acceso a cualquier
información sobre un libro y comprarlo en el acto.
¿Qué le queda entonces al escritor “tras la
muerte del arte”?
a) Puede nadar contra la corriente y defender
criterios de alto valor literario, porque “la literatura no es una escuela. La
literatura debe presuponer que el público es más culto que el propio escritor.
Poco importa que ese público exista o no. El escritor se dirige a un lector que
sabe más que él; se inventa a sí mismo como alguien que sabe más de lo que en
realidad sabe, para poder dirigirse a alguien que sabe todavía más. La
literatura no tiene otra opción que la de poner trabas y seguir fingiendo, de
acuerdo con la lógica de una situación que sólo puede empeorar”. Esto dice
Italo Calvino en su ensayo “Para quién escribimos o Biblioteca hipotética”.
b) Puede abandonarse a la orgía cultural del
momento, incorporarse a la vasta red de cultura transnacional, participar en la
aceleración de lo transcultural, poshistórico, poscolonial, posnacional,
posestatal, posartístico, poshumano, posliterario y posmoderno.
c) Puede reconciliarse con el hecho de que
determinadas especies mueren no porque el ambiente sea hostil, sino por su
propia estructura orgánica. Los pandas mueren porque, entre otras cosas, pasan
tanto tiempo masticando brotes de bambú que apenas pueden dedicarse a la
procreación. El escritor es como un panda: el mundo que lo rodea va demasiado
deprisa, es demasiado complicado, mientras que el lenguaje del escritor es
demasiado lento. Además, el objetivo del escritor, el lector, ya no es alguien
que se sienta en un sillón profundamente absorto en la lectura de un libro. El
lector es un ser en continuo movimiento que lee en un avión, o en el gimnasio,
con unos auriculares en las orejas, o que escucha los libros en un cassette
mientras conduce.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: