domingo, 9 de mayo de 2021

Gracias por no leer.- Dubravka Ugresic (1949)


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6.-Bueno, adiós.

El escritor y su futuro

 «Entretanto, la literatura popular también se ha transformado y ha reivindicado progresivamente su derecho a ingresar en el exclusivo mundo de la literatura culta. Así como la literatura culta se sirvió de las estrategias de la literatura popular, ésta se adorna hoy con las plumas de la primera y le roba su lenguaje. La cultura de masas jamás pierde ocasión de hacer referencias a la literatura culta. La literatura popular se ha infiltrado en la torre de marfil de la academia, en los planes de estudios universitarios, ha destruido a los árbitros del buen gusto, convertidos hoy en elitistas anónimos, además de destruir a los editores independientes y de sustituir las publicaciones poco atractivas y los estudios serios por propaganda y anuncios en los periódicos, seduciendo a promotores y gurús para que se pongan de su lado. En el curso de este proceso, los productos de la cultura de masas han mutado para convertirse en “cultura media” que “se comporta como si respetara los estándares de la Alta Cultura, mientras que en realidad los anega y vulgariza” (Richard Senett). Esto no era difícil de conseguir. Cada vez son menos los capaces de discernir lo auténtico de lo falso. Los que saben, no tienen ganas de enzarzarse en una batalla perdida. Los que tienen ganas, no gozan de oportunidades en los medios de comunicación, porque éste se reserva para los libros que “funcionan” o, al menos, “deberían funcionar”. Además, la propia distinción entre “auténtico” y “falso” hace tiempo que dejó de interesar a los intelectuales. Lo mismo ocurre con la anticuada terminología del valor estético. ¿Qué son, a fin de cuentas, los valores estéticos? Todo es cuestión de quién o qué los dicte. “El dinero crea el gusto” sugiere un convincente eslogan.
 […]   
 En el mercado literario, crecientemente global, hay de todo y para todos los gustos: literatura mongol y literatura de Trinidad, literatura de emigrantes y literaturas de diversas etnias, literaturas para distintas orientaciones sexuales y subgrupos: bosnio-gay o judío-lesbiana. Las antaño frías escuelas de interpretación, que privaron de sensualidad al texto literario, han sido sustituidas por la cálida relatividad de la “Otredad”. Todo vale y todo tiene su público.
 Ahora bien, ¿significa esto que la expresión individual (que, dicho sea de paso, debería suponérsele a cualquier texto literario artístico) está en auge? ¿Significa que la literatura se ha enriquecido con múltiples declaraciones individuales? ¿Se ha tornado más individual el discurso individual? ¿Son hoy las técnicas literarias más fértiles y variadas, y son las percepciones ofrecidas por los textos literarios realmente únicas?
 Lo que ha ocurrido es lo contrario: al menos eso parece. Las voces individuales son cada vez más raras. Cada voz, cada texto, se inserta en el nicho del mercado que corresponde al momento, se adapta a la palabra de moda, a los códigos del mercado. Para ser hoy oído y entendido, el escritor modula su voz, consciente o inconscientemente, según las exigencias del mercado o de sus posibles lectores. Aun cuando jamás se le pase por la cabeza, aun cuando lo niegue, esta traducción al lenguaje del mercado se produce al margen de su control: en el propio mercado, en la recepción de los textos, en la lectura. Así, el derecho a la autenticidad del “Otro” rebota en el escritor y en su texto como un bumerán.
 En su intento por escapar de una trampa, el escritor se ha metido en otra. Hoy está más revestido que nunca de etiquetas de identidad, las cuales determinan su lugar en el mercado literario y la comprensión que pueda haber entre él y sus lectores. Admitamos que las “identidades” facilitan la comunicación en el mercado, pero también rebajan terriblemente el significado del texto, lo empobrecen, cuando no lo distorsionan. El texto literario se lee cada vez más en clave: masculina o femenina, racial, nacional, étnica, cultural, sexual o política. Su valor es disminuido por un mercado que vende libros como cualquier otro producto, únicamente sobre la base de sus categorías. La broma, de Milan Kundera, puede encontrarse en la sección de humor, y Una fiesta en el jardín, de György Konrád, entre los libros de jardinería.
 El escritor contemporáneo con aspiraciones de alta literatura queda confundido ante la ausencia de un sistema de valores y al lector le resulta cada vez más difícil orientarse ante esta misma ausencia. Pero el espacio del que han sido expulsados los antiguos promotores de los valores tradicionales –profesores de literatura, críticos literarios, intelectuales- no ha quedado vacío, como es natural. Lo ocupan hoy atractivos y poderosos árbitros, desde Oprah Winfrey a amazon.com. Lo ocupan los vendedores: el mayor elogio que puede recibir un editor es que un manuscrito haya gustado en el “departamento de marketing”; los míticos individuos que integran este departamento son mencionados por el editor (y cada vez más, también por los propios escritores), como si se tratase del comité del Premio Nobel. Por último, a diferencia de lo que ocurre con los escritores, siempre inseguros, el mercado no se arredra ante los juicios de valor. Antes bien, los mensajes publicitarios son sentenciosos e imperativos: “¡Esto es hermoso”!, afirma un eslogan publicitario.
 En términos generales, el mercado nunca es subversivo, no destruye el canon estético sino que lo integra y lo explota al servicio de sus propios fines. Libros, notas de prensa y reseñas literarias (que cada vez se parecen más a la publicidad, sólo que ampliada) abundan en referencia a las figuras canónicas: “este libro es una explosiva mezcla de Beckett y Dumas”, “digno de Kafka”, “a Proust le daría envidia”. Pero hete aquí que estos valores canónicos se emplean en interés del relativismo del mercado, merced a un truco de paralelismo. En un anuncio reciente, que muestra a personajes de Leonardo da Vinci, Rembrandt y Toulouse-Lautrec generados por ordenador y sentados felizmente al volante de un Mercedes, establece una ingeniosa relación de valores: Mercedes es a los automóviles lo que Leonardo es al arte. Con menos ingenio, una famosa escritora de novelas pornográficas produjo su propio anuncio publicitario en una entrevista televisiva: “No hay ninguna diferencia. Umberto Eco es el mejor en su género y yo soy la mejor en el mío”.
Resultado de imagen de dubravka ugresic gracias por no leer El escritor “serio” vive una especie de vida clandestina. Oculta sus elevadas aspiraciones y sus gustos literarios por temor a ser acusado de elitismo. Porque de verdad ocurre que los promotores de la cultura de masas, numéricamente superiores, los ciberapasionados, los optimistas de la cultura y los antielitistas realmente se abalanzan sobre cualquier “muermo literario” de esos que tiene sobre su escritorio un retrato de Nabokov. Bien es verdad que el “muermo” ha retirado el retrato de Nabokov porque, incluso éste ha sido invitado a ponerse una etiqueta de mercado (la de los libros que se presentan como “antibasura”, como verdadera literatura de élite). El astuto mercado da la vuelta a cualquier crítica para usarla en beneficio propio. Es el mercado, por tanto, y no los conservadores, los elitistas y los pesimistas de la cultura, el que marca las tendencias y crea el gusto literario. El día en que el mercado decida convertir El hombre sin atributos en un superventas global, en eso quedará convertida la novela de Musil.
 En una época en que se escriben, publican y leen más libros que nunca, el escritor y el lector son las especies más solitarias y más amenazadas. Veamos qué dice Salman Rushdie: “Incapaces de orientarse en la selva de ficción basura y convertidos en cínicos por el envilecido lenguaje de la hipérbole con que se adorna cualquier libro, los lectores tiran la toalla. Compran un par de libros premiados al año, acaso otro par de libros de autores a los que conocen, y huyen de todo lo demás. El exceso de oferta editorial y el exceso de publicidad apartan a la gente de la lectura. No se trata sólo de que haya demasiadas novelas a la caza de un número de lectores demasiado reducido, sino de que hay demasiadas novelas que ahuyentan a los lectores”.
  A veces da la impresión de que estamos viviendo la antiutopía de Ray Bradbury en Farenheit 451 vuelta del revés. La novela de Bradbury describe una sociedad represora de individuos sedados con fármacos y televisión, una sociedad donde los libros están prohibidos, una sociedad donde los libros se queman. Vivimos, por el contrario, en el mundo del reluciente centro comercial, donde los libros se publicitan con el mismo lenguaje que los anuncios de Coca-Cola y en la que basta con pulsar una tecla en nuestro ordenador para tener acceso a cualquier información sobre un libro y comprarlo en el acto.
 ¿Qué le queda entonces al escritor “tras la muerte del arte”?
 a) Puede nadar contra la corriente y defender criterios de alto valor literario, porque “la literatura no es una escuela. La literatura debe presuponer que el público es más culto que el propio escritor. Poco importa que ese público exista o no. El escritor se dirige a un lector que sabe más que él; se inventa a sí mismo como alguien que sabe más de lo que en realidad sabe, para poder dirigirse a alguien que sabe todavía más. La literatura no tiene otra opción que la de poner trabas y seguir fingiendo, de acuerdo con la lógica de una situación que sólo puede empeorar”. Esto dice Italo Calvino en su ensayo “Para quién escribimos o Biblioteca hipotética”.
 b) Puede abandonarse a la orgía cultural del momento, incorporarse a la vasta red de cultura transnacional, participar en la aceleración de lo transcultural, poshistórico, poscolonial, posnacional, posestatal, posartístico, poshumano, posliterario y posmoderno.
 c) Puede reconciliarse con el hecho de que determinadas especies mueren no porque el ambiente sea hostil, sino por su propia estructura orgánica. Los pandas mueren porque, entre otras cosas, pasan tanto tiempo masticando brotes de bambú que apenas pueden dedicarse a la procreación. El escritor es como un panda: el mundo que lo rodea va demasiado deprisa, es demasiado complicado, mientras que el lenguaje del escritor es demasiado lento. Además, el objetivo del escritor, el lector, ya no es alguien que se sienta en un sillón profundamente absorto en la lectura de un libro. El lector es un ser en continuo movimiento que lee en un avión, o en el gimnasio, con unos auriculares en las orejas, o que escucha los libros en un cassette mientras conduce.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Edición La Fábrica editorial, 2004, en traducción de Catalina Martínez-Muñoz, pp. 236-241. ISBN: 84-95471-11-6.]

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