II.-Los procesos de ruptura
Luis XVI
«Rara vez toma la acusación la iniciativa de un
proceso de ruptura; por vocación es conservadora. Mas, en circunstancias
excepcionales, puede prestar su voz a los que impugnan el orden establecido;
entonces el proceso se invierte. Se produce la extraña situación de que el
acusado reclama respeto a las leyes mientras la defensa las niega abiertamente.
Tal fue el caso de Luis XVI, el primer proceso
de la época moderna. La Convención Nacional, reunida el día de la victoria de
Valmy, había proclamado la República. ¿Qué iba a hacerse del destronado rey? El
problema desbordaba a la propia persona del rey, promovido al peligroso rol de
símbolo. Para la mayoría moderada del gobierno y de la Convención, una medida
extrema corría el riesgo de desembocar en la aventura de una guerra extranjera
y de una guerra civil. Para la minoría agrupada en torno a Robespierre, la
forzaba a seguir su curso hasta el final. De una y otra parte el análisis era
idéntico pero los deseos contrarios. El campo de batalla era el proceso del
rey.
El proceso se abrió con una discusión de
procedimiento de capital importancia. Morisson, diputado de la Vendée, alegaba
la inviolabilidad del rey y la imposibilidad jurídica del proceso, con el
involuntario humor de una lógica jurídica abstracta.
“Para poder juzgar a Luis XVI, haría falta una
ley positiva preexistente que pudiera serle aplicada; pero tal ley no existe…
El código penal no contiene ninguna disposición que pueda ser aplicada a Luis
XVI. Hasta la época de sus crímenes existía una ley positiva que aportaba una
excepción a su favor; me refiero a la Constitución”.
Mas la Constitución señalaba como inviolables
tan sólo a los actos que se referían esencialmente a la realeza y el rey podía
cometer crímenes con independencia de su condición de primer funcionario
público. Sin duda, concedía Morisson, “pero el pueblo soberano ha determinado
la pena que ha de serle infligida y esta pena es solamente el destronamiento”.
Mailhe, ponente del comité de legislación,
refutaba esta argumentación con más ingenio que pertinencia. “La inviolabilidad
–pretendía- estaba ligada al funcionamiento de la Constitución”. Abolida ésta,
aquélla desaparecía; “la nación había recobrado sus derechos” y Luis XVI,
simple ciudadano ya, no podía enfrentarse al comité apoyándose en una
Constitución caduca. Al mismo tiempo, Mailhe sostenía, paradójicamente, que el
ciudadano Capeto no dependía de los tribunales ordinarios sino de la Convención
en funciones del Alto Tribunal, “no desapareciendo su inviolabilidad
constitucional más que ante la nación toda” representada por la Asamblea.
Concluía proponiendo el nombramiento de una comisión instructora cuyos trabajos
serían comunicados a Luis, asesorado por abogados de su elección.
Fue entonces cuando Saint-Just hizo su primera
aparición en la tribuna. Se pronunció contra las dos tesis a un tiempo:
“Tanto la opinión de Morisson, que conserva la
inviolabilidad, como la del comité, que quiere que se le juzgue como ciudadano,
son igualmente falsas. Yo digo que el rey debe ser juzgado como enemigo”.
Para refutar a Morisson, Saint-Just no se
sitúa, como él, en el terreno de la ley civil. Parte del enfrentamiento de dos
mentalidades: “Nuestro deber es, más que juzgarles, combatirle. Las formas de
procedimiento no se encuentran en las leyes civiles sino en el derecho de
gentes. Llegará un día en que se extrañarán de que en el siglo XVIII se haya
sido menos avanzados que en la época de César. El tirano fue inmolado en pleno
Senado, sin otra formalidad que veintidós puñaladas, sin otra ley que la
libertad de Roma. Y hoy se lleva a cabo, con todo respeto el proceso de un
hombre, asesino de un pueblo, preso en flagrante delito, con las manos ensangrentadas,
¡con las manos en el crimen! Los que conceden importancia al justo castigo de
un rey nunca fundarán una república”.
Con la misma fuerza reprocha al comité
legislativo perder de vista, enfrascado en sutilezas políticas, el reproche
especial contra el rey:
“¡Juzgar a un rey como ciudadano! Palabras que
asombrarán a la posteridad. Juzgar es aplicar la ley. Una ley es un dictamen de
justicia. ¿Qué dictamen de justicia hay, pues, entre la humanidad y los reyes?
Almas generosas de otros tiempos dirían que a un rey se le debe procesar no por
los crímenes de su administración sino por el hecho de haber sido rey… No se
puede reinar con inocencia”.
Y Saint-Just reprocha a todos los oradores haber planteado el
proceso en términos de connivencia y no de ruptura: “Para mí, no hay término
medio: este hombre debe reinar o morir”.
“La virulencia de sus ideas, su oratoria
clásica, su dureza magistral –escribe Michelet- arrebató a las tribunas, que
vieron en él la talla de un maestro”. Saint-Just había dado el tono.
Dos semanas después, Robespierre intervino en
el mismo sentido para impedir que el proceso se desviase:
“El rey no es un acusado. Vosotros no sois
jueces. No tenéis que emitir sentencia en favor o en contra de un hombre sino
tomar una medida de salud pública, ejercer un acto de previsión nacional. Luis
fue rey y se ha fundado la República. La enfadosa cuestión que os ocupa queda
zanjada con estas palabras tan sólo… El derecho de castigar al tirano y el de
destronarle son una misma cosa; el uno no entraña distintas formas que el
otro”.
Y concluye: “Luis debe morir porque es preciso
que la patria viva”.
En la discusión del procedimiento, Saint-Just
y Robespierre habían pronunciado la verdadera requisitoria. ¿Qué haría la
defensa? ¿Opondría el rey la concepción de la realeza de derecho divino –en la
que creía profundamente- al ideal republicano? ¿Opondría sus creencias
religiosas a la política de la Convención? ¿Exigiría, sencillamente, respeto a
las leyes? ¿Rompería el diálogo y apelaría al pueblo como Carlos I? No hizo
nada de esto. Frente a una acusación de ruptura, el rey caído se defendió
respetuosamente. Desaprobó a sus hermanos emigrados: hizo como que no reconocía
las notas escritas de su puño y letra, ni su sello ni su firma; se amparó sin rubor
tras la responsabilidad de sus ministros; invocó “el placer de dar a los que
tienen necesidad” cuando Barère le recordó los millones que había consagrado a
“la compra de conciencias”. El siguiente diálogo resume esta resignada defensa:
-Luis, el pueblo francés os acusa de haber
hecho derramar la sangre de los franceses. ¿Qué respondéis?
-No, señor, yo no he sido.
Su abogado, de Sèze, hizo la defensa a
continuación. “Su defensa, hábil y patética –escribe Pierre Gaxotte-, hubiera
convencido a un tribunal ordinario”; lo cual es, sin duda, el más grave
reproche que se le puede hacer. El proceso estaba perdido.
La Gironda intentó una última maniobra de
diversión: el llamamiento al pueblo; pero lo hizo en pleno desconcierto. Según
unos, el juicio debía ser ratificado por las asambleas primarias; según otros,
la Convención debía pronunciarse sobre la culpabilidad, dejando a las asambleas
el cometido de fijar la pena. Los moderados planteaban el argumento del peligro
exterior. Pero fue precisamente al invocar las necesidades de la defensa de la
patria y de las conquistas de la Revolución cuando la Montaña arrastró a los
vacilantes: “La victoria decidirá si sois rebeldes o bienhechores de la
humanidad”, exclamó Robespierre.
La votación pública comenzó el 15 de enero. La
primera pregunta se refería a la culpabilidad: “Luis Capeto, antes rey de los
franceses, ¿es culpable de conspirar contra la libertad y de atentar contra la
seguridad del Estado, sí o no?” Hubo 691 síes, ningún no y 27 abstenciones. La
segunda pregunta se refería a la necesidad de un llamamiento al pueblo. Hubo
287 votos a favor, 424 en contra y 12 abstenciones. Esto suponía para la
Gironda una derrota inesperada. La última votación nominal sobre la pena
comenzó el 16 de enero a las ocho de la tarde. Se prolongó durante toda la
noche y la “gris jornada” del 17. La votación por departamentos comenzó a
partir de la letra G, sacada a suerte: 9 diputados girondinos de 12, incluido
Vergniaud, votaron la muerte. La pena de muerte obtuvo 387 votos a favor, 334
en contra y 28 abstenciones. El 19 de enero era rechazado el aplazamiento por
380 votos contra 310. Tres días más tarde, el 21 de enero de 1793, el rey era
ejecutado ante una inmensa multitud, entre la que se encontraban muchos hombres
armados, en la plaza de la Concordia. “A las diez horas y diez minutos su
cabeza se separó de su cuerpo y a continuación fue exhibida al pueblo, que
prorrumpió en gritos de ¡Viva la República!”
Los historiadores monárquicos se han
complacido en evocar la crueldad del espectáculo, como si la muerte fuese
alguna vez divertida. Han descrito a las Parcas despechugadas de las tribunas
haciendo el recuento de los votos a muerte la noche del escrutinio sobre la
pena; pero no han mencionado la libertad de defensa concedida a Luis XVI, la
autorización a ser asistido por un sacerdote hostil a la revolución y el régimen mismo de la prisión del Temple,
con toda su servidumbre. De todas formas, no es ése el problema.
Se trataba de un proceso político, de uno de
los más serios de la historia, en el que se ponía en tela de juicio la
concepción del poder como derecho divino. En él se encuentran todos los
caracteres de los procesos de ruptura: olvido de la personalidad del acusado,
debate puramente político, intransigencia total. Pero, excepcionalmente, la
iniciativa pertenece a la acusación: Luis XVI, fascinado, es, sin quererlo, la
estrella de este ballet de la muerte y de la razón de Estado.»
[El texto pertenece a la edición en español de Anagrama Editorial, 2009, en
traducción de María Teresa López Pardina, pp. 69-75. ISBN: 978-84-339-6286-7.]
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