martes, 25 de mayo de 2021

Música de mierda.- Carl Wilson (¿...?)


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10.-Hagamos una versión punk de “My Heart Will Go On” (o: Hablemos de nuestros sentimientos)


 «Durante un siglo o más, el sentimentalismo ha sido el pecado estético capital. Decir que una obra de arte es sentimental es condenarla forzosamente. Ser sentimental equivale a ser kitsch, falso, exagerado, manipulador, indulgente con uno mismo, hipócrita, hortera y falto de originalidad; es el arte de los pringados religiosos, los apologetas del conservadurismo y los siervos de las grandes empresas. En tanto que kitsch, el sentimentalismo se puede equiparar a la propaganda nazi o estalinista, equivalencia que establecieron en su día autores como Milan Kundera, Clement Greenberg, Harold Rosenberg, Dwight Macdonald y, naturalmente, Theodor Adorno. El novelista alemán Hermann Broch escribió que “el creador de kitsch no crea arte ‘malo’. […] No es imposible juzgarlo según criterios estéticos, pero es preferible juzgarlo como un ser éticamente vil, un malhechor que desea profundamente el mal”. El desprecio punk emite idéntico veredicto. Y en el fondo, tal vez porque yo me fijo mucho en las letras, el sentimentalismo es también la barrera más infranqueable que se alza entre la música de Céline y un servidor: no es sólo que sus mensajes de postalita prefabricada cutre me resulten poco atractivos, sino que temo que si, cedo a ellos, mi cerebro y mis principios se conviertan en puré. ¿Puede tratarse de un simple prejuicio adquirido, como sucede con tantos otros filtros culturales?
 Desde luego, puedo absolver al sentimentalismo de los cargos superficiales en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué es manipulador? Se supone que toda la música debe manipular hábilmente al público y lograr que se conmueva. ¿Qué es falso? Todo el arte lo es; lo importante es ser una falsificación convincente, una mentira que parezca verdad. Y es evidente que Céline ha convencido a sus seguidores. Además ¿por qué su banda sonora para tu vida es más “indulgente con uno mismo” que los juegos de palabras multilingües de James Joyce? Y, en cualquier caso, ¿eso sería realmente criticable en el arte? ¿Con quién se supone que tiene que ser indulgente el artista? En cuanto a la hipocresía, es verdad, disfrazar el nazismo con imágenes de madres de mejillas sonrosadas y niños que brincan por un monte alemán es asqueroso, pero ¿qué pasa con las madres y los niños de mejillas sonrosadas si no son nazis? Confundir la sensiblería (si no demuestra ser cómplice de un mal específico) con la propaganda es de paranoicos, a menos que la crítica se haga extensiva a cualquier forma de arte no creada explícitamente como protesta. (Para una lectura más rigurosa de estos argumentos, véase In Defense of Sentimentality, del filósofo moral estadounidense Robert C. Solomon).
 Luego hay una cuestión más sesuda, relacionada con la proporción: ¿puede ser que el problema del sentimentalismo kitsch (schmaltz, en términos musicales) sea que toma esperanzas y afectos cotidianos y los convierte en melodramas de vida o muerte? Analicemos la elegante definición del erudito zen R. H. Blyth: “Actuamos con sentimentalismo cuando dedicamos a algo más ternura de la que de dedica Dios”. Ese era el tipo de antisentimentalismo al que apelaba John Cage cuando componía música basándose en los resultados aleatorios del juego de dados, para sustraer su propia voluntad del resultado final: su pieza silenciosa, 4’33’’, no es más que un marco que permite concentrar los oídos y la mente en los sonidos de la existencia en curso. La belleza de su música reside en su voluntad de rendirse a ese objetivo. Como el silencio de Cage, el amor de Dios es incalificable, implacable, y su mirada nada sentimental. Pero el amor humano es muy distinto: si amamos, lo hacemos excediendo el amor de Dios; amamos amontonando estratos de sentido sobre los hechos objetivos. Si yo creyera en Dios, no me costaría imaginar que creó al ser humano precisamente para eso, para que las cosas recibieran más ternura de la que Él les podía dar, en medio de la severidad imperturbable de la naturaleza y de la crueldad del destino: a lo mejor estamos aquí para compensar lo que Depeche Mode, en su canción gnóstica “Blasphemous Rumours”, denominó el “sick sense of humor*” de Dios. El amor de Dios suena tal vez como Kraftwerk, un diagrama sonoro del tráfico que pasa, o como la implacable marcha electrónica de los temas disco de Giorgio Moroder, mientras que la humanidad es la voz de Donna Summer, que no puede evitar intervenir para exagerar y exaltar lo evidente en espirales alucinatorias e insistir una y otra vez: “I feel love, I feel love, I feel love”. Con Dios o sin él, es una arrogancia pretender que sabemos cuál es la cantidad justa de ternura que nos es lícito ofrecer.
 También estéticamente, la preocupación por el exceso parece algo caduco, a menos que un exceso de ternura sea más criticable que un exceso de pintura, de ruido, de rabia, de monumentalidad, de vocabulario, de desnudez y del resto de los elementos entre los que, para nuestro deleite, el arte se revuelca desde el modernismo y, en especial, desde el rock’n’roll. Si un crítico dice que Céline “arrolla” una canción, es una crítica, en cambio, si dice que “los Ramones nos arrollan con un demoledor tema punk de tres minutos”, es  un elogio. La falta de originalidad, desde luego, puede ser una carencia estética, pero no es lo que relega al sentimentalismo dentro de la música pop; si fuera así, no aparecería cada dos años una banda de rock primitivo a la que la crítica cubre de elogios por devolver el rock “a sus esencias”.
Música De Mierda - Wilson Carl (Libro) Ese doble rasero es el pan de cada día para la música sentimental: los excesos, los formulismos y la bidimensionalidad pueden ser elementos positivos para cualquier música que no sea dulce y conciliadora, sino furiosa y rebelde. Podría decirse que el punk-rock es el schmaltz cabreado, una idea que se ve reforzada por la facilidad con la que el punk emo ha redefinido el género para expresar la angustia personal. El punk, el metal e incluso el rock que persigue la justicia social, como el de U2 o Rage Against the Machine, con sus eslóganes enfáticos  en defensa de la individualidad y la independencia, pueden ser tan “inspiradores” o “motivadores” como la música de Céline, pero dirigidos, eso sí, a grupos subculturales distintos. En cualquier caso, son igual de parciales y carentes de sutileza. Y, desde el punto de vista moral, no es tan descabellado preguntarse por qué son más loables los excelsos en nombre de la rabia y el resentimiento que la falta de moderación subordinada al amor y a la conexión interpersonal. La respuesta fácil es que Céline es conformista, aquiescente y en absoluta subversiva. Actualmente, se considera que subversión es lo opuesto a sentimental: casi siempre se trata de un término que expresa aprobación. Señalar el carácter subversivo de una canción, una serie o una película equivale a validarla, no sólo en el mundo de la crítica pop, sino también en el ámbito académico.
 ¿Qué es subversivo? La transgresión, la sátira, la idiosincrasia, el radicalismo, reafirmar una identidad minoritaria, generar interferencias en la señal mayoritaria, subvertir las convenciones y, en términos generales, abogar por los cambios. Pero como hace ya tiempo sostiene el crítico social Thomas Frank (La conquista de lo cool), esos son los valores que promueven actualmente la publicidad, los gurús de la administración de empresas y los emprendedores de la alta tecnología. El polémico y ameno The Rebell Sell, de los canadienses Joseph Heath y Andrew Potter, añade que los impulsos anticonformistas son el octano del consumismo, siempre en pos de la vanguardia, el alma misma de la distinción bourdieviana, ya sea en la alta costura, la cocina orgánica o la cultura “no convertida en artículo de consumo”. Por eso actualmente –y tal vez desde siempre- se aprecia una vibración conservadora en el latir del rock rebelde. La retórica corporativa y gubernamental se transfigura en el schmaltz rebelde, al que imita. El tipo de cambio al que apela la música de un sarcasmo estridente –libertad, igualdad, menos autoridad- se ajusta perfectamente a la “nueva economía”, cuyas necesidades comerciales y laborales exigen una estructura social multicultural más móvil y “flexible”. El capitalismo actual celebra la descentralización, la desregulación y otros cambios llamativos que disparan los precios de las acciones a corto plazo y justifican despidos, horas extras no remuneradas, la deslocalización de la producción en países del tercer mundo y un marketing omnipresente, por no mencionar la violencia organizada sobre la que se erigen. En su libro La doctrina del shock, Naomi Klein se refiere al continuo que forman las “terapias de choque” económicas, políticas y militares, y que se extiende hasta la sala de torturas, ¿podría ampliarse la metáfora para que incluyera también el “shock de lo nuevo” en el ámbito artístico?
 La parcialidad de la crítica musical respecto a la rebelión juvenil no está exenta de este tipo de miopías: lo que los críticos liberales catalogan de subversivo muy pocas veces tiene que ver con reformas sociales prácticas. Los pocos críticos con compromisos políticos significativos a menudo se muestran más benévolos con la cultura de masas, incluso con la supuestamente ñoña y sentimental, porque sus preocupaciones tienen más que ver con la vida de las personas que con el deseo de ser musicalmente más cool que nadie. De hecho, es una buena vara de medir a la hora de discriminar la política de verdad de la mera representación revolucionaria.»       
          
 * Humor de mal gusto (N. del T.)     
  
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Blackie Books, 2015, en traducción de Carles Andreu, pp. 149-154. ISBN: 978-84-16290-48-2.]

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