10.-Hagamos una versión punk de “My Heart Will Go On” (o: Hablemos de
nuestros sentimientos)
«Durante un siglo o más, el sentimentalismo ha
sido el pecado estético capital. Decir que una obra de arte es sentimental es
condenarla forzosamente. Ser sentimental equivale a ser kitsch, falso, exagerado, manipulador, indulgente con uno mismo, hipócrita, hortera y falto de
originalidad; es el arte de los pringados religiosos, los apologetas del
conservadurismo y los siervos de las grandes empresas. En tanto que kitsch, el
sentimentalismo se puede equiparar a la propaganda nazi o estalinista,
equivalencia que establecieron en su día autores como Milan Kundera, Clement
Greenberg, Harold Rosenberg, Dwight Macdonald y, naturalmente, Theodor Adorno.
El novelista alemán Hermann Broch escribió que “el creador de kitsch no crea
arte ‘malo’. […] No es imposible juzgarlo según criterios estéticos, pero es
preferible juzgarlo como un ser éticamente vil, un malhechor que desea
profundamente el mal”. El desprecio punk emite idéntico veredicto. Y en el
fondo, tal vez porque yo me fijo mucho en las letras, el sentimentalismo es
también la barrera más infranqueable que se alza entre la música de Céline y un
servidor: no es sólo que sus mensajes de postalita prefabricada cutre me
resulten poco atractivos, sino que temo que si, cedo a ellos, mi cerebro y mis
principios se conviertan en puré. ¿Puede tratarse de un simple prejuicio
adquirido, como sucede con tantos otros filtros culturales?
Desde luego, puedo absolver al sentimentalismo
de los cargos superficiales en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué es manipulador?
Se supone que toda la música debe manipular hábilmente al público y lograr que
se conmueva. ¿Qué es falso? Todo el arte lo es; lo importante es ser una
falsificación convincente, una mentira que parezca verdad. Y es evidente que
Céline ha convencido a sus seguidores. Además ¿por qué su banda sonora para tu
vida es más “indulgente con uno mismo” que los juegos de palabras multilingües
de James Joyce? Y, en cualquier caso, ¿eso sería realmente criticable en el
arte? ¿Con quién se supone que tiene que ser indulgente el artista? En cuanto a
la hipocresía, es verdad, disfrazar el nazismo con imágenes de madres de
mejillas sonrosadas y niños que brincan por un monte alemán es asqueroso, pero
¿qué pasa con las madres y los niños de mejillas sonrosadas si no son nazis?
Confundir la sensiblería (si no demuestra ser cómplice de un mal específico)
con la propaganda es de paranoicos, a menos que la crítica se haga extensiva a
cualquier forma de arte no creada explícitamente como protesta. (Para una
lectura más rigurosa de estos argumentos, véase In Defense of Sentimentality, del filósofo moral estadounidense
Robert C. Solomon).
Luego hay una cuestión más sesuda, relacionada
con la proporción: ¿puede ser que el problema del sentimentalismo kitsch (schmaltz, en términos musicales) sea que
toma esperanzas y afectos cotidianos y los convierte en melodramas de vida o
muerte? Analicemos la elegante definición del erudito zen R. H. Blyth:
“Actuamos con sentimentalismo cuando dedicamos a algo más ternura de la que de
dedica Dios”. Ese era el tipo de antisentimentalismo al que apelaba John Cage
cuando componía música basándose en los resultados aleatorios del juego de dados,
para sustraer su propia voluntad del resultado final: su pieza silenciosa, 4’33’’, no es más que un marco que
permite concentrar los oídos y la mente en los sonidos de la existencia en
curso. La belleza de su música reside en su voluntad de rendirse a ese
objetivo. Como el silencio de Cage, el amor de Dios es incalificable,
implacable, y su mirada nada sentimental. Pero el amor humano es muy distinto:
si amamos, lo hacemos excediendo el amor de Dios; amamos amontonando estratos
de sentido sobre los hechos objetivos. Si yo creyera en Dios, no me costaría
imaginar que creó al ser humano precisamente para eso, para que las cosas
recibieran más ternura de la que Él les podía dar, en medio de la severidad
imperturbable de la naturaleza y de la crueldad del destino: a lo mejor estamos
aquí para compensar lo que Depeche Mode, en su canción gnóstica “Blasphemous
Rumours”, denominó el “sick sense of
humor*” de Dios. El amor de Dios suena tal vez como Kraftwerk, un diagrama
sonoro del tráfico que pasa, o como la implacable marcha electrónica de los
temas disco de Giorgio Moroder, mientras que la humanidad es la voz de Donna
Summer, que no puede evitar intervenir para exagerar y exaltar lo evidente en
espirales alucinatorias e insistir una y otra vez: “I feel love, I feel love, I feel love”. Con Dios o sin él, es una
arrogancia pretender que sabemos cuál es la cantidad justa de ternura que nos
es lícito ofrecer.
También estéticamente, la preocupación por el
exceso parece algo caduco, a menos que un exceso de ternura sea más criticable
que un exceso de pintura, de ruido, de rabia, de monumentalidad, de
vocabulario, de desnudez y del resto de los elementos entre los que, para
nuestro deleite, el arte se revuelca desde el modernismo y, en especial, desde
el rock’n’roll. Si un crítico dice que Céline “arrolla” una canción, es una
crítica, en cambio, si dice que “los Ramones nos arrollan con un demoledor tema
punk de tres minutos”, es un elogio. La
falta de originalidad, desde luego, puede ser una carencia estética, pero no es
lo que relega al sentimentalismo dentro de la música pop; si fuera así, no
aparecería cada dos años una banda de rock primitivo a la que la crítica cubre
de elogios por devolver el rock “a sus esencias”.
Ese doble rasero es el pan de cada día para la
música sentimental: los excesos, los formulismos y la bidimensionalidad pueden
ser elementos positivos para cualquier música que no sea dulce y conciliadora,
sino furiosa y rebelde. Podría decirse que el punk-rock es el schmaltz cabreado, una idea que se ve
reforzada por la facilidad con la que el punk emo ha redefinido el género para expresar la angustia personal. El
punk, el metal e incluso el rock que persigue la justicia social, como el de U2
o Rage Against the Machine, con sus eslóganes enfáticos en defensa de la individualidad y la
independencia, pueden ser tan “inspiradores” o “motivadores” como la música de
Céline, pero dirigidos, eso sí, a grupos subculturales distintos. En cualquier
caso, son igual de parciales y carentes de sutileza. Y, desde el punto de vista
moral, no es tan descabellado preguntarse por qué son más loables los excelsos
en nombre de la rabia y el resentimiento que la falta de moderación subordinada
al amor y a la conexión interpersonal. La respuesta fácil es que Céline es conformista,
aquiescente y en absoluta subversiva. Actualmente, se considera que subversión
es lo opuesto a sentimental: casi siempre se trata de un término que expresa
aprobación. Señalar el carácter subversivo de una canción, una serie o una
película equivale a validarla, no sólo en el mundo de la crítica pop, sino
también en el ámbito académico.
¿Qué es subversivo? La transgresión, la
sátira, la idiosincrasia, el radicalismo, reafirmar una identidad minoritaria,
generar interferencias en la señal mayoritaria, subvertir las convenciones y,
en términos generales, abogar por los cambios. Pero como hace ya tiempo
sostiene el crítico social Thomas Frank (La
conquista de lo cool), esos son los valores que promueven actualmente la
publicidad, los gurús de la administración de empresas y los emprendedores de
la alta tecnología. El polémico y ameno The
Rebell Sell, de los canadienses Joseph Heath y Andrew Potter, añade que los
impulsos anticonformistas son el octano del consumismo, siempre en pos de la
vanguardia, el alma misma de la distinción bourdieviana, ya sea en la alta
costura, la cocina orgánica o la cultura “no convertida en artículo de
consumo”. Por eso actualmente –y tal vez desde siempre- se aprecia una
vibración conservadora en el latir del rock rebelde. La retórica corporativa y
gubernamental se transfigura en el schmaltz
rebelde, al que imita. El tipo de cambio al que apela la música de un sarcasmo
estridente –libertad, igualdad, menos autoridad- se ajusta perfectamente a la
“nueva economía”, cuyas necesidades comerciales y laborales exigen una
estructura social multicultural más móvil y “flexible”. El capitalismo actual
celebra la descentralización, la desregulación y otros cambios llamativos que
disparan los precios de las acciones a corto plazo y justifican despidos, horas
extras no remuneradas, la deslocalización de la producción en países del tercer
mundo y un marketing omnipresente, por no mencionar la violencia organizada
sobre la que se erigen. En su libro La
doctrina del shock, Naomi Klein se refiere al continuo que forman las
“terapias de choque” económicas, políticas y militares, y que se extiende hasta
la sala de torturas, ¿podría ampliarse la metáfora para que incluyera también
el “shock de lo nuevo” en el ámbito artístico?
La parcialidad de la crítica musical respecto
a la rebelión juvenil no está exenta de este tipo de miopías: lo que los
críticos liberales catalogan de subversivo muy pocas veces tiene que ver con
reformas sociales prácticas. Los pocos críticos con compromisos políticos significativos
a menudo se muestran más benévolos con la cultura de masas, incluso con la
supuestamente ñoña y sentimental, porque sus preocupaciones tienen más que ver
con la vida de las personas que con el deseo de ser musicalmente más cool que nadie. De hecho, es una buena
vara de medir a la hora de discriminar la política de verdad de la mera
representación revolucionaria.»
* Humor de mal gusto (N. del T.)
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