viernes, 21 de mayo de 2021

En resumidas cuentas.- William Boyd (1952)


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Situaciones extrañas


 «Antes de empezar, algo del libro que estoy leyendo, que se titula Verdad, falsedad y filosofía:
 en ocasiones sucede que una situación es tan nueva e insólita que ningún hablante de la lengua está en condiciones de decir qué palabras son apropiadas para ella. Llamaremos a estas situaciones extrañas.
 Eso es lo que dice el libro y creo que es muy interesante y bastante pertinente. Pero ¿cómo empezar? Tal vez:
 nunca olvidaré la visión del cuerpo desplomado de Joan, su cabeza torpemente agujereada como en el intento de un niño díscolo de abrir un huevo pasado por agua; como si la cucharilla de un gigante se hubiese abierto paso apalancando y golpeando hasta el cerebro decididamente corriente de Joan.
 O quizá:
 estoy aquí, en París, es lunes por la noche, en el Bar Cercle, en la Rue Christine –mi tercer Pernod ya mediado-, buscando a Kramer. Kramer, que vino a pasar unos días en mi casa y permitió que su mujer se suicidase en mi cuarto de invitados. ¿Suicidio? Ni hablar. Kramer la asesinó y yo tengo la prueba, creo.
 O posiblemente:
 para curar algunos casos crónicos de epilepsia los cirujanos recurren a veces a cortar el corpus callosum, la sustancia que mantiene unidos –formando una conexión crucial entre ellos- los dos hemisferios del cerebro. La cura es radical, como lo es toda la cirugía del cerebro, pero en general tiene un éxito completo. Exceptuando, claro está, algunos efectos secundarios muy infrecuentes.
 Entraremos en esto más adelante; mi propia epilepsia ha sido curada de esta manera. Pero, volviendo al tema anterior, el problema ahora es que todos los comienzos son muy apropiados, verdaderamente apropiados. Son tres, sin embargo: tres rutas que llevan Dios sabe a dónde. Y los finales son igualmente importantes, porque –en realidad- lo que yo busco es la verdad. O incluso la VERDAD con mayúsculas. Un personaje muy esquivo. Tan esquivo como el maldito Kramer, desgraciado de él.
 Mi preocupación por la verdad nace de la división de mi corpus callosum y explica por qué estoy leyendo este libro titulado Verdad, falsedad y filosofía. Lo abro al azar. Capítulo dos: Expresar creencias en oraciones. “Las creencias son difíciles de estudiar directamente y muchas oraciones no manifiestan creencias de modo natural…” Mis ojos bajan impacientemente por la página: “… aunque la verdad no tiene grados, tiene muchos casos límites”. Al fin algo pertinente. Para alguien con mis excepcionales problemas estas evasivas y salvedades profesorales son increíblemente frustrantes. Así que “la verdad tiene casos límites”. Bien, me alegro de ver que los académicos lo admiten, sobre todo porque desde mi operación el mundo entero se ha convertido para mí en un caso límite.
 Kramer fue al colegio conmigo. Para ser franco, yo le admiraba enormemente y él explotaba mi admiración despreocupadamente. De hecho, se podría decir que yo amaba a Kramer –de un modo fraternal- hasta tal extremo que, si se hubiese molestado en pedírmelo, habría dado mi vida por él. Parece absurdo reconocerlo ahora, pero había algo casi  noble en el desinterés de Kramer por todos salvo por sí mismo. ¿Conocen a esas personas egoístas cuyo egoísmo parece muy razonable, admirable, realmente, por su negativa a cualquier compromiso? Kramer era así: inteligente, misterioso y ensimismado.
 Estuvimos juntos en la universidad durante algún tiempo, pero luego a él le expulsaron por cierto escándalo y se marchó a Estados Unidos, donde se hizo un nombre como crítico de arte pendenciero; un vigilante cultural sin ningún respeto por las reputaciones. Yo veía a menudo borrosas fotografías suyas en las revistas satinadas de moda y en una de ellas me enteré de su boda –después de diez años de rampante soltería- con una tal Joan Aslinger, heredera de una cadena de comida rápida de la costa oeste.
 Kramer y yo habíamos llegado a ser amigos íntimos, en cierto modo, y yo continuaba escribiéndole regularmente. Me complace decir que él también se mantenía en contacto conmigo: alguna que otra carta, postales kitsch desde Hammamet o Tijuana. También venía cada dos años o cosa así –con la novia de turno- a pasar un bullicioso fin de semana en mi tranquila casa de Devon.
 Me acuerdo de que se mostró soprendentemente solícito cuando se enteró de mi operación y, con un gesto de esplendidez nada característico en él, me envió cien rosas blancas a la clínica donde yo estaba convaleciente. Me prometió visitarme pronto con su nueva esposa.
 Fue durante una de mis periódicas estancias en el sanatorio cuando experimenté el ataque epiléptico particularmente agudo y destructivo que impulsó a los médicos a recomendar el corte de mi corpus callosum. La operación fue un éxito total. Sólo recuerdo haberme despertado tan calvo como un balón con una delgada y lívida raya que iba de delante a atrás a lo largo de mi cráneo.
 El cirujano –un tal Mr. Berkeley , un jovial irlandés de mediana edad- mencionó los insólitos efectos secundarios que tendría como resultado de la ablación, pero les quitó importancia con una afable sonrisa diciendo que eran de carácter “metafísico” y que era muy improbable que menoscabaran la calidad de mi vida cotidiana. Estúpidamente, acepté sus afirmaciones.
 Kramer y su mujer vinieron a pasar unos días como habían prometido. Joan era una chica bastante atractiva; tenía un precioso pelo color miel –siempre limpísimo-, los ojos azul intenso y una boca blanda y generosa. Charlaba y reía de un modo que era claramente un intento de sofisticada animación, pero me resultó evidente enseguida que era terriblemente neurótica y completamente inadecuada para ser la mujer de Kramer. Cuando estaban juntos la tensión que chisporroteaba entre ellos era intolerable. La primera noche que estuvieron oí involuntariamente una atroz pelea entre dientes en el cuarto de invitados.
 Era el efecto que tenía sobre Kramer lo que encontré más deprimente. Estaba retraído y acobardado, como un hombre acorralado y apaleado. Su brillante ingenio había quedado reducido a tristes monosílabos o fervientes contradicciones de cualquier opinión que Joan se atreviese a expresar. La irritación y la desesperación eran patentes en cada rasgo de su cara.
 No me sorprendió mucho cuando, tres tensos días después, Kramer anunció que tenía que ir a Londres por cuestiones de trabajo y Joan y yo nos encontramos con un montón de tiempo entre las manos. Ella se esforzó mucho, tengo que reconocerlo, pero yo la encontraba tediosa y aburrida, como tienden a serlo la mayoría de las personas excesivamente introspectivas. Se animaba un poco más cuando bebía, cosa que hacía con frecuencia, y nuestros aperitivos de la mañana fueron adelantándose rápidamente hasta convertirse en un refrigerio que tomábamos a las once.
Resultado de imagen de en resumidas cuentas Pronto escuché la historia completa de las constantes canalladas de Kramer, por supuesto: un relato acompañado de lágrimas y retorcer de dedos y cargado de autocompasión, que se prolongó hasta bien entrada la coche. Otras mujeres, al parecer, desde el primer momento. Las cosas habían empeorado dramáticamente porque ahora, aparentemente, había una en particular; una tal Erica, un antiguo amor –dicho con mucho veneno-. A medida que surgía la descripción de Erica me di cuenta con sorpresa de que la conocía. Había participado en dos de las visitas de Kramer anteriores a su boda con Joan. Erica era una pelirroja alta e inteligente, de hombros anchos y aspecto imponente, con una personalidad tranquila y segura. Me había caído muy bien. Naturalmente, no le conté nada de esto a Joan, a la cual –a medida que Kramer, previsiblemente, llamaba desde Londres anunciando sucesivos retrasos- estaba empezando a encontrar cada vez más pesada; me ponía nervioso.
 Tomemos su reacción a mi caso particular como ejemplo. Cuando le expliqué mis excepcionales problemas causados por los efectos secundarios de mi operación, no me creyó. Se rió, dijo que debía estar bromeando y aseguró que tales cosas no podían suceder nunca. Reconocí que estos casos eran extraordinariamente raros pero afirmé que se trataba de un hecho médico documentado.
 Ahora sé, gracias a este libro que estoy leyendo, el término académico correcto para mi “padecimiento”. Soy una “situación extraña”. Continúo leyendo y encuentro esta conclusión:
 nuestro idioma no es lo suficientemente elocuente como para enfrentarse con circunstancias tan raras e insólitas. Muchos filósofos y lógicos están profundamente preocupados por las “situaciones extrañas”.
 Así que incluso los filósofos tienen que reconocerlo. En mi caso no hay esperanza de alcanzar nunca la verdad. Encuentro esta confesión tranquilizadora, pero sigo pensando que tengo que ver a Kramer.
 En efecto, mi estado es verdaderamente extraño. Desde que la conexión entre mis hemisferios cerebrales fue cortada, mi cerebro funciona como dos mitades separadas. La única función corporal que se ve afectada por ello es la percepción, y la esencia del problema es la siguiente. Si veo, por ejemplo, un gato en mi área de visión izquierda y me piden que anote lo que he visto con la mano derecha –soy diestro- no puedo hacerlo. No puedo anotar lo que he visto porque la mitad derecha de mi cerebro ya no registra lo que ocurre en mi área de visión izquierda. Esto ocurre porque la división hemisférica de nuestro cuerpo se extiende, por así decirlo, a todo lo largo de nuestro cuerpo. El hemisferio derecho controla el lado derecho, el hemisferio izquierdo controla el lado izquierdo. Normalmente la información de ambos lados pasa libremente de un hemisferio al otro, conectando las dos mitades para formar un todo unificado. Pero ahora que esta ruta –el corpus callosum- ha desaparecido, sólo la mitad de mi cerebro ha visto, el hemisferio derecho no sabe nada respecto a él, así que difícilmente puede decirle a mi mano derecha lo que debe anotar.
 Esto es lo que el cirujano quería decir al hablar de efectos secundarios “metafísicos”, y tenía razón al decir que mi existencia cotidiana no se vería perturbada por ellos, pero consideren las radicales consecuencias que esto tiene en  mi mundo fenomenológico. Ahora no es otra cosa que una secuencia de medias verdades. ¿Qué es, para mí, realmente cierto? ¿Cómo puedo estar seguro de que algo que sucede en mi área de visión izquierda ha tenido lugar realmente si en la otra mitad de mi cuerpo no hay absolutamente ninguna constancia de que haya ocurrido?
 Paso horas de perplejidad debatiéndome con estos arcanos acertijos epistemológicos. La duda está asegurada; llega a ocupar una posición superior a la verdad y a la falsedad. Soy un escéptico auténtico, fisiológicamente real, médicamente condenado a este destino por el bisturí del cirujano. La incertidumbre es la única cosa de la que puedo estar realmente seguro.
 Comprenderán lo que esto significa, por supuesto. En mi mundo la verdad es exactamente lo que yo quiero creer.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Alfaguara, 1993, en traducción de Maribel de Juan, pp. 33-39. ISBN: 84-204-2791-8.]        

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