Situaciones extrañas
«Antes de empezar, algo del libro que estoy
leyendo, que se titula Verdad, falsedad y
filosofía:
en ocasiones sucede que una situación es tan
nueva e insólita que ningún hablante de la lengua está en condiciones de decir
qué palabras son apropiadas para ella. Llamaremos a estas situaciones extrañas.
Eso es lo que dice el libro y creo que es muy
interesante y bastante pertinente. Pero ¿cómo empezar? Tal vez:
nunca olvidaré la visión del cuerpo desplomado
de Joan, su cabeza torpemente agujereada como en el intento de un niño díscolo
de abrir un huevo pasado por agua; como si la cucharilla de un gigante se
hubiese abierto paso apalancando y golpeando hasta el cerebro decididamente
corriente de Joan.
O quizá:
estoy aquí, en París, es lunes por la noche,
en el Bar Cercle, en la Rue Christine –mi tercer Pernod ya mediado-, buscando a
Kramer. Kramer, que vino a pasar unos días en mi casa y permitió que su mujer
se suicidase en mi cuarto de invitados. ¿Suicidio? Ni hablar. Kramer la asesinó
y yo tengo la prueba, creo.
O posiblemente:
para curar algunos casos crónicos de epilepsia
los cirujanos recurren a veces a cortar el corpus
callosum, la sustancia que mantiene unidos –formando una conexión crucial entre
ellos- los dos hemisferios del cerebro. La cura es radical, como lo es toda la
cirugía del cerebro, pero en general tiene un éxito completo. Exceptuando,
claro está, algunos efectos secundarios muy infrecuentes.
Entraremos en esto más adelante; mi propia
epilepsia ha sido curada de esta manera. Pero, volviendo al tema anterior, el
problema ahora es que todos los comienzos son muy apropiados, verdaderamente
apropiados. Son tres, sin embargo: tres rutas que llevan Dios sabe a dónde. Y
los finales son igualmente importantes, porque –en realidad- lo que yo busco es
la verdad. O incluso la VERDAD con mayúsculas. Un personaje muy esquivo. Tan
esquivo como el maldito Kramer, desgraciado de él.
Mi preocupación por la verdad nace de la
división de mi corpus callosum y
explica por qué estoy leyendo este libro titulado Verdad, falsedad y filosofía. Lo abro al azar. Capítulo dos:
Expresar creencias en oraciones. “Las creencias son difíciles de estudiar
directamente y muchas oraciones no manifiestan creencias de modo natural…” Mis
ojos bajan impacientemente por la página: “… aunque la verdad no tiene grados, sí tiene muchos casos límites”. Al fin algo pertinente. Para
alguien con mis excepcionales problemas estas evasivas y salvedades
profesorales son increíblemente frustrantes. Así que “la verdad tiene casos
límites”. Bien, me alegro de ver que los académicos lo admiten, sobre todo
porque desde mi operación el mundo entero se ha convertido para mí en un caso
límite.
Kramer fue al colegio conmigo. Para ser
franco, yo le admiraba enormemente y él explotaba mi admiración
despreocupadamente. De hecho, se podría decir que yo amaba a Kramer –de un modo
fraternal- hasta tal extremo que, si se hubiese molestado en pedírmelo, habría
dado mi vida por él. Parece absurdo reconocerlo ahora, pero había algo
casi noble en el desinterés de Kramer
por todos salvo por sí mismo. ¿Conocen a esas personas egoístas cuyo egoísmo
parece muy razonable, admirable, realmente, por su negativa a cualquier
compromiso? Kramer era así: inteligente, misterioso y ensimismado.
Estuvimos juntos en la universidad durante
algún tiempo, pero luego a él le expulsaron por cierto escándalo y se marchó a
Estados Unidos, donde se hizo un nombre como crítico de arte pendenciero; un
vigilante cultural sin ningún respeto por las reputaciones. Yo veía a menudo
borrosas fotografías suyas en las revistas satinadas de moda y en una de ellas
me enteré de su boda –después de diez años de rampante soltería- con una tal
Joan Aslinger, heredera de una cadena de comida rápida de la costa oeste.
Kramer y yo habíamos llegado a ser amigos
íntimos, en cierto modo, y yo continuaba escribiéndole regularmente. Me
complace decir que él también se mantenía en contacto conmigo: alguna que otra
carta, postales kitsch desde Hammamet
o Tijuana. También venía cada dos años o cosa así –con la novia de turno- a
pasar un bullicioso fin de semana en mi tranquila casa de Devon.
Me acuerdo de que se mostró soprendentemente
solícito cuando se enteró de mi operación y, con un gesto de esplendidez nada
característico en él, me envió cien rosas blancas a la clínica donde yo estaba
convaleciente. Me prometió visitarme pronto con su nueva esposa.
Fue durante una de mis periódicas estancias en
el sanatorio cuando experimenté el ataque epiléptico particularmente agudo y
destructivo que impulsó a los médicos a recomendar el corte de mi corpus callosum. La operación fue un
éxito total. Sólo recuerdo haberme despertado tan calvo como un balón con una
delgada y lívida raya que iba de delante a atrás a lo largo de mi cráneo.
El cirujano –un tal Mr. Berkeley , un jovial
irlandés de mediana edad- mencionó los insólitos efectos secundarios que
tendría como resultado de la ablación, pero les quitó importancia con una
afable sonrisa diciendo que eran de carácter “metafísico” y que era muy
improbable que menoscabaran la calidad de mi vida cotidiana. Estúpidamente,
acepté sus afirmaciones.
Kramer y su mujer vinieron a pasar unos días
como habían prometido. Joan era una chica bastante atractiva; tenía un precioso
pelo color miel –siempre limpísimo-, los ojos azul intenso y una boca blanda y
generosa. Charlaba y reía de un modo que era claramente un intento de
sofisticada animación, pero me resultó evidente enseguida que era terriblemente
neurótica y completamente inadecuada para ser la mujer de Kramer. Cuando
estaban juntos la tensión que chisporroteaba entre ellos era intolerable. La
primera noche que estuvieron oí involuntariamente una atroz pelea entre dientes
en el cuarto de invitados.
Era el efecto que tenía sobre Kramer lo que
encontré más deprimente. Estaba retraído y acobardado, como un hombre
acorralado y apaleado. Su brillante ingenio había quedado reducido a tristes
monosílabos o fervientes contradicciones de cualquier opinión que Joan se
atreviese a expresar. La irritación y la desesperación eran patentes en cada
rasgo de su cara.
No me sorprendió mucho cuando, tres tensos
días después, Kramer anunció que tenía que ir a Londres por cuestiones de
trabajo y Joan y yo nos encontramos con un montón de tiempo entre las manos.
Ella se esforzó mucho, tengo que reconocerlo, pero yo la encontraba tediosa y
aburrida, como tienden a serlo la mayoría de las personas excesivamente
introspectivas. Se animaba un poco más cuando bebía, cosa que hacía con
frecuencia, y nuestros aperitivos de la mañana fueron adelantándose rápidamente
hasta convertirse en un refrigerio que tomábamos a las once.
Pronto escuché la historia completa de las
constantes canalladas de Kramer, por supuesto: un relato acompañado de lágrimas
y retorcer de dedos y cargado de autocompasión, que se prolongó hasta bien
entrada la coche. Otras mujeres, al parecer, desde el primer momento. Las cosas
habían empeorado dramáticamente porque ahora, aparentemente, había una en
particular; una tal Erica, un antiguo amor –dicho con mucho veneno-. A medida
que surgía la descripción de Erica me di cuenta con sorpresa de que la conocía.
Había participado en dos de las visitas de Kramer anteriores a su boda con
Joan. Erica era una pelirroja alta e inteligente, de hombros anchos y aspecto
imponente, con una personalidad tranquila y segura. Me había caído muy bien.
Naturalmente, no le conté nada de esto a Joan, a la cual –a medida que Kramer,
previsiblemente, llamaba desde Londres anunciando sucesivos retrasos- estaba empezando
a encontrar cada vez más pesada; me ponía nervioso.
Tomemos su reacción a mi caso particular como
ejemplo. Cuando le expliqué mis excepcionales problemas causados por los
efectos secundarios de mi operación, no me creyó. Se rió, dijo que debía estar
bromeando y aseguró que tales cosas no podían suceder nunca. Reconocí que estos
casos eran extraordinariamente raros pero afirmé que se trataba de un hecho
médico documentado.
Ahora sé, gracias a este libro que estoy
leyendo, el término académico correcto para mi “padecimiento”. Soy una
“situación extraña”. Continúo leyendo y encuentro esta conclusión:
nuestro idioma no es lo suficientemente
elocuente como para enfrentarse con circunstancias tan raras e insólitas.
Muchos filósofos y lógicos están profundamente preocupados por las “situaciones
extrañas”.
Así que incluso los filósofos tienen que
reconocerlo. En mi caso no hay esperanza de alcanzar nunca la verdad. Encuentro
esta confesión tranquilizadora, pero sigo pensando que tengo que ver a Kramer.
En efecto, mi estado es verdaderamente
extraño. Desde que la conexión entre mis hemisferios cerebrales fue cortada, mi
cerebro funciona como dos mitades separadas. La única función corporal que se
ve afectada por ello es la percepción, y la esencia del problema es la
siguiente. Si veo, por ejemplo, un gato en mi área de visión izquierda y me piden que anote lo que he
visto con la mano derecha –soy
diestro- no puedo hacerlo. No puedo anotar lo que he visto porque la mitad
derecha de mi cerebro ya no registra lo que ocurre en mi área de visión
izquierda. Esto ocurre porque la división hemisférica de nuestro cuerpo se
extiende, por así decirlo, a todo lo largo de nuestro cuerpo. El hemisferio
derecho controla el lado derecho, el hemisferio izquierdo controla el lado
izquierdo. Normalmente la información de ambos lados pasa libremente de un
hemisferio al otro, conectando las dos mitades para formar un todo unificado.
Pero ahora que esta ruta –el corpus
callosum- ha desaparecido, sólo la mitad
de mi cerebro ha visto, el hemisferio derecho no sabe nada respecto a él, así
que difícilmente puede decirle a mi mano derecha lo que debe anotar.
Esto es lo que el cirujano quería decir al
hablar de efectos secundarios “metafísicos”, y tenía razón al decir que mi
existencia cotidiana no se vería perturbada por ellos, pero consideren las
radicales consecuencias que esto tiene en
mi mundo fenomenológico. Ahora no es otra cosa que una secuencia de medias verdades. ¿Qué es, para mí,
realmente cierto? ¿Cómo puedo estar seguro de que algo que sucede en mi área de
visión izquierda ha tenido lugar realmente si en la otra mitad de mi cuerpo no
hay absolutamente ninguna constancia de
que haya ocurrido?
Paso horas de perplejidad debatiéndome con
estos arcanos acertijos epistemológicos. La duda está asegurada; llega a ocupar
una posición superior a la verdad y a la falsedad. Soy un escéptico auténtico,
fisiológicamente real, médicamente condenado a este destino por el bisturí del
cirujano. La incertidumbre es la única cosa de la que puedo estar realmente
seguro.
Comprenderán lo que esto significa, por
supuesto. En mi mundo la verdad es exactamente lo que yo quiero creer.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Alfaguara, 1993, en traducción de Maribel de Juan, pp. 33-39. ISBN:
84-204-2791-8.]
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