«Diré solamente que los sucesos de mi
narración pasaban por loa años de Cristo de 183… Estábamos, a más, en cuaresma,
época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia, adoptando el
precepto de Epicteto, sustine, abstine
(sufre, abstente) ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a
causa de que la carne es pecaminosa y, como dice el proverbio, busca a la
carne. Y como la iglesia tiene ab initio
y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y
estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y
racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos
federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos
Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de
mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos
necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la
abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes,
que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la
iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy
copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles
de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida
se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió
majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El
Plata, creciendo embravecido, empujó esas aguas que venían buscando su cauce y
las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos y
extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad,
circunvalada del norte al este por una cintura de agua y barro, y al sur por un
piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos
barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba
desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando
misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y
beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores
atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del
juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se
derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros, unitarios
impíos que os mofáis de la iglesia, de los santos, y no escucháis con
veneración las palabras de los ungidos del Señor! ¡Ay de vosotros si no
imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano
crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras
herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre
nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os
declarará malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento,
anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad
a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros
y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las
campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador,
quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es
decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida,
oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de
una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto,
acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo, hasta la barranca de
Balcarce, donde millares de voces, conjurando al demonio unitario de la
inundación, debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa
habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la
inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de
conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es
que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la
Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los
bueyes de quinteros y aguateros* se
consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se
alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinencia de
carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de
la iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de
indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos, y los huevos a
cuatro reales, y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales
promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo
innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo
de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o
ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas
de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como
otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y
los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de
alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de
nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi
repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse
un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao, y se fueron al otro
mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de
carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos
acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos
tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por
los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación
en aquellos días destinados por la iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó
de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias,
atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de
los ministros de la iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio
alguno que tienda a relajar las costumbres católicas; a lo que se agregaba el
estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y
los porotos y otros alimentos algo indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y
gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y
estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera
concurrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, y
el Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y
atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los
predicadores federales habían traído sobre el país la inundación de la cólera
divina, tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población y,
por último, bien informado, promulgó un edicto tranquilizador de las
conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y
piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo se trajese ganado
a los corrales.
En efecto, el decimosexto día de la carestía,
víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del
Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una
población acostumbrada a consumir diariamente de doscientos cincuenta a
trescientos, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de
alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y
estómagos sujetos a leyes inviolables y que la iglesia tenga la llave de los
estómagos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con
la carne suele meterse en el cuerpo y que la iglesia tiene el poder de
conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no
sea su voluntad sino la de la iglesia y
el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse
y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era,
poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por
desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.
Sea como fuera, a la noticia de la providencia
gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de
carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes
vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.
-Chica, pero gorda –exclamaban-. ¡Viva la Federación!
¡Viva el Restaurador! Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la
federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero y
no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin Agustín. Cuentan que al
oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus
cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a
aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de
abundancia.
El primer novillo que se mató fue todo entero
de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de
carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero,
manifestándole in voce su
agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada
al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios
y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los
correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de
creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no
abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen
católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo
aceptando semejante regalo en día santo.
Siguió la matanza, y en un cuarto de hora
cuarenta y nueve novillos se hallaban tendidos en la playa del matadero,
desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces
era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y
deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata.»
* Aguateros:
argentinismo, por aguadores
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2006, en
edición de Leonor Fleming, pp. 91-98. ISBN: 84-376-0617-9.]
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