Los sentidos especiales
«Un rápido declive tras la remisión es
característico del cuerpo enfermo de leucemia. La remisión puede lograrse por
radioterapia o quimioterapia o simplemente ocurre, nadie sabe por qué. Ningún
médico puede predecir con exactitud si la enfermedad se va a estabilizar ni por
cuánto tiempo. Esto puede decirse de todos los cánceres. El cuerpo baila
consigo mismo.
La progenie de la célula enferma deja de
dividirse o el ritmo disminuye radicalmente, el crecimiento del tumor se
detiene. Puede que el paciente deje de sufrir dolores. Si la remisión llega
pronto en la prognosis, antes de que los efectos tóxicos del tratamiento hayan
apaleado el cuerpo hasta lograr una nueva y completa sumisión, puede que el
paciente se sienta bien. Desgraciadamente, es bastante probable que el precio
de unos pocos meses más de vida, o de unos pocos años, sea pérdida del cabello,
decoloración de la piel, enfriamiento crónico, fiebre y alteraciones
neurológicas. Ésa es la apuesta.
El problema es la metástasis. El cáncer tiene
una propiedad única: puede viajar desde el lugar de origen hasta los tejidos
más distantes. Normalmente es la metástasis lo que mata al paciente, y la
biología de la metástasis es lo que los médicos no entienden. No están
preparados para entenderla. La idea que un médico tiene del cuerpo es una serie
de trozos que hay que aislar y tratar según sea necesario; que el cuerpo
enfermo actúe como un todo es un concepto desconcertante. La medicina holística
es para curanderos y chiflados, ¿no? No importa. Haz rodar el carrito de las
drogas, bombardea el campo de batalla, intenta aplicar la radiación
directamente sobre el tumor. ¿No funciona? Saca palancas, sierras, cuchillos y
agujas. ¿El bazo del tamaño de una pelota de fútbol? Medidas desesperadas para
enfermedades desesperadas. Sobre todo porque la metástasis suele producirse
antes de que el paciente vea a un médico. No les gusta decírtelo, pero si el
cáncer ya está avanzado, tratar el problema obvio, ya sea pulmón, pecho, piel,
intestino o sangre, no altera la prognosis.
Hoy he ido al cementerio y he estado andando
entre las tumbas, pensando en los muertos. La familiar calavera y los huesos
cruzados de las tumbas más antiguas me pesaban con su inquietante alegría. ¿Por
qué esas cabezas sonrientes despojadas de todo
lo humano parecen tan satisfechas? Que las calaveras sonrían resulta
repugnante para los que llegan con flores oscuras y caras serias de duelo. Ésta
es tierra de duelo, un lugar de silencio y aflicción. Para nosotros, con abrigo
y bajo la lluvia, la combinación del cielo gris y tumbas grises resulta
opresiva. Así acabaremos todos, pero no pensemos en eso. Mientras el cuerpo sea
sólido y resista ese viento afilado como un cuchillo, no pensemos en la
profundidad del barro ni en la paciente hiedra cuyas raíces consiguen dar con
nosotros.
Seis hombres con abrigos largos y bufandas
blancas llevaban el cuerpo a la tumba. Aunque llamarla tumba en ese momento
sería dignificarla. En un jardín será una zanja para una nueva esparraguera. Se
llena de estiércol y se coloca la planta. Un agujero optimista. Pero ésta no es
la zanja de una esparraguera, sino el último lugar de descanso de los
fallecidos.
Mirar el ataúd. Es de roble macizo, no de
contrachapado. Las asas son de bronce, no de acero lacado. El forro interior es
de pura seda rellena de esponja marina. La seda natural se pudre con gran
elegancia. Rodea el cuerpo de airosos jirones. Los forros acrílicos, baratos y
populares, no se descomponen. Es como si te enterraran dentro de un calcetín de
nailon.
Aquí, el bricolage no ha tenido éxito. Hay
algo macabro en hacerse el propio ataúd. Puedes comprar piezas de madera para
hacer barcos, casas, muebles de jardín, pero no ataúdes. Aunque si llevaran los
agujeros taladrados y bien alineados, no creo que se produjeran desastres. ¿No
sería el gesto más afectuoso que se pueda tener con el amado?
En el funeral de hoy se amontonan las flores;
pálidos lirios, rosas blancas y ramas de sauce llorón. Siempre se empieza bien
y luego llega la apatía y los tulipanes de plástico en una botella de leche. La
alternativa es un jarrón imitando porcelana de Wedgwood junto a la lápida,
llueva o haga sol, y en lo alto un ramillete silvestre comprado en la cadena
Woolworth.
Me pregunto si se me escapa algo. Quizá lo
semejante se atrae y por eso las flores están marchitas. Quizá ya están
marchitas cuando las ponen. Quizá la gente cree que en un cementerio las cosas
deben estar muertas. Hay cierta lógica en la idea. Quizá es de mala educación
ensuciar todo el lugar con la floreciente belleza del verano y el esplendor del
otoño. Para mí preferiría una berberis roja contra una losa de mármol de color
crema.
Pero volvamos al agujero, como todos haremos.
1’85 de longitud, 1’85 de profundidad y 0’70 de anchura es lo corriente, aunque
se admiten variaciones a petición del cliente. El agujero es un gran nivelador,
porque por mucha fantasía que le metan dentro, por fin ricos y pobres ocupan el
mismo lugar. Aire rodeado de barro. El Gallípoli básico, como dicen los del
oficio.
El agujero lleva su trabajo. Dicen que eso es
algo que el público no aprecia. Es un trabajo anticuado y largo, y tiene que
llevarse a cabo hiele o granice. Cavar mientras el cieno te empapa las botas.
Apoyarse en la pared para tomarse un respiro y calarse hasta los huesos. En el
siglo XIX, los enterradores morían con frecuencia por culpa de la humedad. En
aquellos tiempos, cavar la propia tumba no era una frase retórica.
Para los que se quedan, el agujero es un lugar
espantoso. Un abismo de vértigo y pérdida. Es la última vez que estás junto a
la persona que amas y tienes que abandonarla en una oscura sima donde los
gusanos van a emprender su tarea.
Para la mayoría, la imagen del cadáver justo
antes de que cierren la tapa dura toda la vida, y eclipsa otros recuerdos más
agradables. Antes de bajar el cuerpo, como dicen en el depósito, hay que
lavarlo, desinfectarlo, drenarlo, tamponarlo y maquillarlo. No hace tantos años
estas faenas se hacían en casa, pero entonces no eran faenas, sino actos de
amor.
¿Qué haríais vosotros? ¿Dejar el cuerpo en
manos de extraños? El cuerpo que ha yacido a tu lado en la salud y en la
enfermedad. El cuerpo que aún ansían tus brazos, muerto o no. Cada músculo te
era familiar, conocías secretamente el movimiento de los párpados durante el
sueño. Éste es el cuerpo donde está escrito tu nombre, pasando a manos de
extraños.
Tu amada ha descendido a una tierra lejana. La
llamas, pero tu amada no oye. La llamas en los campos y los valles pero tu
amada no responde. El cielo está mudo y cerrado, no hay nadie en él. La tierra
es dura y seca. Tu amada no volverá por ese camino. Quizá sólo os espera un
velo. Tu amada espera en las colinas. Ten paciencia y ve con pies ligeros,
abandonando tu cuerpo como si fuera un rollo de escritura.
Me alejé del funeral y subí hacia la parte
privada del cementerio. Habían dejado que creciera salvaje. La hiedra ceñía
ángeles y biblias abiertas. La maleza estaba viva. Las ardillas que saltaban
entre las tumbas y el mirlo que cantaba en un árbol no estaban interesados en
la mortalidad. A ellos les bastaban los gusanos, las nueces y el amanecer.
“Amada esposa de John”. “Hija única de Andrew
y Kate”. “Aquí yace alguien que amó sin prudencia, pero demasiado bien”. Ceniza
a las cenizas, polvo al polvo.
Bajo los acebos, dos hombres cavaban una fosa
con rítmica determinación. Uno se tocó la gorra al verme pasar y me sentí parte
de un fraude al recibir una simpatía que no me correspondía. En el día que
agonizaba, el sonido de la pala y las voces bajas de los hombres me parecían
alegres. Ellos volverían a casa, se tomarían una taza de té y se lavarían. Era
absurdo que la ronda de la vida fuese, incluso aquí, tan alentadora.
Miré el reloj. Pronto sería la hora de cierre.
Debía irme, no por miedo, sino por respeto. El sol, poniéndose tras la hilera
de abedules, llenaba el sendero de sombras alargadas. Las inflexibles lápidas
reflejaban la luz y ésta doraba las letras profundamente grabadas, brillaba a
lo largo de las trompetas de los ángeles. La tierra bullía de luz. No el
amarillo ocre de la primavera, sino el grávido carmín del otoño. La estación de
la sangre. Ya estaban disparando en el bosque.
Apresuré el paso. Perversamente, quería
quedarme. ¿Qué hacen los muertos de noche? ¿Avanzan sonriendo al viento que
silba entre sus costillas? ¿Qué les importa el frío? Me soplé las manos y
llegué a la verja cuando el guarda nocturno estaba echando la pesada cadena con
su candado. ¿Me estaba encerrando fuera, o encerrándolos a ellos dentro? Me
guiñó un ojo como un conspirador y se dio unas palmaditas en la ingle, de donde
colgaba una linterna eléctrica de cincuenta centímetros de longitud.
-Nada se me escapa –dijo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1998, en traducción de
Encarna Castejón, pp. 209-215. ISBN: 84-339-1498-7.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: