domingo, 16 de mayo de 2021

Escrito en el cuerpo.- Jeanette Winterson (1959)


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Los sentidos especiales


 «Un rápido declive tras la remisión es característico del cuerpo enfermo de leucemia. La remisión puede lograrse por radioterapia o quimioterapia o simplemente ocurre, nadie sabe por qué. Ningún médico puede predecir con exactitud si la enfermedad se va a estabilizar ni por cuánto tiempo. Esto puede decirse de todos los cánceres. El cuerpo baila consigo mismo.
 La progenie de la célula enferma deja de dividirse o el ritmo disminuye radicalmente, el crecimiento del tumor se detiene. Puede que el paciente deje de sufrir dolores. Si la remisión llega pronto en la prognosis, antes de que los efectos tóxicos del tratamiento hayan apaleado el cuerpo hasta lograr una nueva y completa sumisión, puede que el paciente se sienta bien. Desgraciadamente, es bastante probable que el precio de unos pocos meses más de vida, o de unos pocos años, sea pérdida del cabello, decoloración de la piel, enfriamiento crónico, fiebre y alteraciones neurológicas. Ésa es la apuesta.
 El problema es la metástasis. El cáncer tiene una propiedad única: puede viajar desde el lugar de origen hasta los tejidos más distantes. Normalmente es la metástasis lo que mata al paciente, y la biología de la metástasis es lo que los médicos no entienden. No están preparados para entenderla. La idea que un médico tiene del cuerpo es una serie de trozos que hay que aislar y tratar según sea necesario; que el cuerpo enfermo actúe como un todo es un concepto desconcertante. La medicina holística es para curanderos y chiflados, ¿no? No importa. Haz rodar el carrito de las drogas, bombardea el campo de batalla, intenta aplicar la radiación directamente sobre el tumor. ¿No funciona? Saca palancas, sierras, cuchillos y agujas. ¿El bazo del tamaño de una pelota de fútbol? Medidas desesperadas para enfermedades desesperadas. Sobre todo porque la metástasis suele producirse antes de que el paciente vea a un médico. No les gusta decírtelo, pero si el cáncer ya está avanzado, tratar el problema obvio, ya sea pulmón, pecho, piel, intestino o sangre, no altera la prognosis.
 Hoy he ido al cementerio y he estado andando entre las tumbas, pensando en los muertos. La familiar calavera y los huesos cruzados de las tumbas más antiguas me pesaban con su inquietante alegría. ¿Por qué esas cabezas sonrientes despojadas de todo  lo humano parecen tan satisfechas? Que las calaveras sonrían resulta repugnante para los que llegan con flores oscuras y caras serias de duelo. Ésta es tierra de duelo, un lugar de silencio y aflicción. Para nosotros, con abrigo y bajo la lluvia, la combinación del cielo gris y tumbas grises resulta opresiva. Así acabaremos todos, pero no pensemos en eso. Mientras el cuerpo sea sólido y resista ese viento afilado como un cuchillo, no pensemos en la profundidad del barro ni en la paciente hiedra cuyas raíces consiguen dar con nosotros.
 Seis hombres con abrigos largos y bufandas blancas llevaban el cuerpo a la tumba. Aunque llamarla tumba en ese momento sería dignificarla. En un jardín será una zanja para una nueva esparraguera. Se llena de estiércol y se coloca la planta. Un agujero optimista. Pero ésta no es la zanja de una esparraguera, sino el último lugar de descanso de los fallecidos.
 Mirar el ataúd. Es de roble macizo, no de contrachapado. Las asas son de bronce, no de acero lacado. El forro interior es de pura seda rellena de esponja marina. La seda natural se pudre con gran elegancia. Rodea el cuerpo de airosos jirones. Los forros acrílicos, baratos y populares, no se descomponen. Es como si te enterraran dentro de un calcetín de nailon.
 Aquí, el bricolage no ha tenido éxito. Hay algo macabro en hacerse el propio ataúd. Puedes comprar piezas de madera para hacer barcos, casas, muebles de jardín, pero no ataúdes. Aunque si llevaran los agujeros taladrados y bien alineados, no creo que se produjeran desastres. ¿No sería el gesto más afectuoso que se pueda tener con el amado?
 En el funeral de hoy se amontonan las flores; pálidos lirios, rosas blancas y ramas de sauce llorón. Siempre se empieza bien y luego llega la apatía y los tulipanes de plástico en una botella de leche. La alternativa es un jarrón imitando porcelana de Wedgwood junto a la lápida, llueva o haga sol, y en lo alto un ramillete silvestre comprado en la cadena Woolworth.
 Me pregunto si se me escapa algo. Quizá lo semejante se atrae y por eso las flores están marchitas. Quizá ya están marchitas cuando las ponen. Quizá la gente cree que en un cementerio las cosas deben estar muertas. Hay cierta lógica en la idea. Quizá es de mala educación ensuciar todo el lugar con la floreciente belleza del verano y el esplendor del otoño. Para mí preferiría una berberis roja contra una losa de mármol de color crema.
 Pero volvamos al agujero, como todos haremos. 1’85 de longitud, 1’85 de profundidad y 0’70 de anchura es lo corriente, aunque se admiten variaciones a petición del cliente. El agujero es un gran nivelador, porque por mucha fantasía que le metan dentro, por fin ricos y pobres ocupan el mismo lugar. Aire rodeado de barro. El Gallípoli básico, como dicen los del oficio.
 El agujero lleva su trabajo. Dicen que eso es algo que el público no aprecia. Es un trabajo anticuado y largo, y tiene que llevarse a cabo hiele o granice. Cavar mientras el cieno te empapa las botas. Apoyarse en la pared para tomarse un respiro y calarse hasta los huesos. En el siglo XIX, los enterradores morían con frecuencia por culpa de la humedad. En aquellos tiempos, cavar la propia tumba no era una frase retórica.
 Para los que se quedan, el agujero es un lugar espantoso. Un abismo de vértigo y pérdida. Es la última vez que estás junto a la persona que amas y tienes que abandonarla en una oscura sima donde los gusanos van a emprender su tarea.
Resultado de imagen de escrito en el cuerpo anagrama Para la mayoría, la imagen del cadáver justo antes de que cierren la tapa dura toda la vida, y eclipsa otros recuerdos más agradables. Antes de bajar el cuerpo, como dicen en el depósito, hay que lavarlo, desinfectarlo, drenarlo, tamponarlo y maquillarlo. No hace tantos años estas faenas se hacían en casa, pero entonces no eran faenas, sino actos de amor.
 ¿Qué haríais vosotros? ¿Dejar el cuerpo en manos de extraños? El cuerpo que ha yacido a tu lado en la salud y en la enfermedad. El cuerpo que aún ansían tus brazos, muerto o no. Cada músculo te era familiar, conocías secretamente el movimiento de los párpados durante el sueño. Éste es el cuerpo donde está escrito tu nombre, pasando a manos de extraños.
 Tu amada ha descendido a una tierra lejana. La llamas, pero tu amada no oye. La llamas en los campos y los valles pero tu amada no responde. El cielo está mudo y cerrado, no hay nadie en él. La tierra es dura y seca. Tu amada no volverá por ese camino. Quizá sólo os espera un velo. Tu amada espera en las colinas. Ten paciencia y ve con pies ligeros, abandonando tu cuerpo como si fuera un rollo de escritura.
 Me alejé del funeral y subí hacia la parte privada del cementerio. Habían dejado que creciera salvaje. La hiedra ceñía ángeles y biblias abiertas. La maleza estaba viva. Las ardillas que saltaban entre las tumbas y el mirlo que cantaba en un árbol no estaban interesados en la mortalidad. A ellos les bastaban los gusanos, las nueces y el amanecer.
 “Amada esposa de John”. “Hija única de Andrew y Kate”. “Aquí yace alguien que amó sin prudencia, pero demasiado bien”. Ceniza a las cenizas, polvo al polvo.
 Bajo los acebos, dos hombres cavaban una fosa con rítmica determinación. Uno se tocó la gorra al verme pasar y me sentí parte de un fraude al recibir una simpatía que no me correspondía. En el día que agonizaba, el sonido de la pala y las voces bajas de los hombres me parecían alegres. Ellos volverían a casa, se tomarían una taza de té y se lavarían. Era absurdo que la ronda de la vida fuese, incluso aquí, tan alentadora.
 Miré el reloj. Pronto sería la hora de cierre. Debía irme, no por miedo, sino por respeto. El sol, poniéndose tras la hilera de abedules, llenaba el sendero de sombras alargadas. Las inflexibles lápidas reflejaban la luz y ésta doraba las letras profundamente grabadas, brillaba a lo largo de las trompetas de los ángeles. La tierra bullía de luz. No el amarillo ocre de la primavera, sino el grávido carmín del otoño. La estación de la sangre. Ya estaban disparando en el bosque.
 Apresuré el paso. Perversamente, quería quedarme. ¿Qué hacen los muertos de noche? ¿Avanzan sonriendo al viento que silba entre sus costillas? ¿Qué les importa el frío? Me soplé las manos y llegué a la verja cuando el guarda nocturno estaba echando la pesada cadena con su candado. ¿Me estaba encerrando fuera, o encerrándolos a ellos dentro? Me guiñó un ojo como un conspirador y se dio unas palmaditas en la ingle, de donde colgaba una linterna eléctrica de cincuenta centímetros de longitud.
 -Nada se me escapa –dijo.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1998, en traducción de Encarna Castejón, pp. 209-215. ISBN: 84-339-1498-7.]

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