Tercera parte.- Intelección de la realidad del hombre: teoría
Capítulo II.- Conciencia de lo real
IV.- El enigma de la conciencia
«En su condición evolutiva y analógica –por
tanto, desde la ameba hasta el hombre-, la realidad de la conciencia es para nuestra mente un enigma, si uno se
plantea con seriedad el problema de saber lo que efectivamente es. “Nunca
existirá un Newton de la yerbezuela”, escribió Kant. Quería decir: mediante su
razón científica, Newton conoció de manera evidente la dinámica celeste y
terrestre del cosmos; pero la razón científica nunca podrá conocer con
evidencia lo que la yerbezuela en sí misma es, su “cosa en sí”, el hecho de que
en ella posea la naturaleza un sentido cognoscible, una “técnica intencional”,
en expresión del propio Kant. En cuanto modo científico de la razón pura, la
ciencia sólo puede conocer el “fenómeno” de la yerbezuela, no su “númeno”. Pero
esto, ¿no podría decirse de la hazaña de Newton ante la realidad del cosmos? La
idea de la gravitación universal y su ley matemática nos dieron a conocer, y no
de un modo total y absolutamente cierto e invariable, una parcela del fenómeno
del cosmos, en modo alguno su númeno, lo que el cosmos en sí mismo es. En su
conjunto (cosmos) y en cada uno de los entes que lo componen (vivientes o no),
lo real es últimamente enigmático. Mediante la ciencia y la filosofía, nuestra
inteligencia puede acercarse a su conocimiento de una manera más o menos
profunda y razonable, mas no pasar de ahí.
Frente al hecho de la conciencia, sea ésta
animal o humana, no son pocos los que, movidos por la actitud mental que Popper
llamó “materialismo prometedor”, piensan que si ese hecho hoy nos parece
enigmático, mañana dejará de serlo. El eminente psicólogo y filósofo J. B.
Searle escribía hace pocos años: “El misterio de la conciencia es hoy
aproximadamente lo que era el misterio de la vida antes de la biología
molecular o el misterio del electromagnetismo antes de las ecuaciones de
Maxwell. Parece la conciencia misteriosa porque no conocemos cómo opera el
sistema neurofisiología/conciencia; un conocimiento adecuado de cómo lo hace
eliminaría tal misterio. Más aún: el hecho de que podamos concebir como
posibilidad que ciertos estados del cerebro pueden no causar los
correspondientes estados de conciencia, simplemente depende de nuestra
ignorancia acerca del modo como opera el cerebro”.
Discrepo de tan ilustre opinante. Las
ecuaciones de Maxwell son sin duda portentosas. Repitiendo palabras de Goethe,
el gran físico Boltzmann se preguntaba ante ellas: “¿Quién es el dios que ha
escrito estos signos?” Pero esas ecuaciones, tan importantes para dar razón
científica del electromagnetismo, ¿nos dicen acaso lo que es la materia, realidad
de que la electricidad y el magnetismo son parcial expresión? Siglo y medio
después de que Maxwell las formulara, los físicos y los filósofos andan a
vueltas con el enigma de lo que en sí mismo sea ese ente multiforme a que damos
el nombre de “materia”. Otro tanto podría decirse de lo que respecto de la
ameba y del cerebro humano enseña la biología molecular.
Vuelvo a lo dicho. Cuando se enfrenta con
ultimidades –comenzando por las que Kant llamó númenos o “cosas en sí”-, la
mente humana se ve forzada a optar entre dos términos: la utópica, irrealizable
esperanza en el saber del porvernir, y la atribución de un carácter últimamente
enigmático a la realidad, cualquiera que sea el modo en que se nos presente.
Que la meta de esa utopía es inalcanzable, claramente lo demuestra el hecho de
que haya existido y siga existiendo una historia del pensamiento. Desde los
presocráticos hasta hoy vienen persiguiendo los filósofos una respuesta
definitiva a la pregunta por lo que la realidad sea, y no parece que tal
intento pueda tener fin; con toda explicitud escribió Aristóteles que nunca
acabarán los hombres de preguntarse por el ser. “Lo último será siempre
incierto, y lo cierto siempre será penúltimo”, he dicho más de una vez.
Pero afirmar la radical enigmaticidad de lo
real no equivale a declarar inútil el intento de intentar penetrar
intelectualmente en ella. La verdadera grandeza intelectual del hombre y una
parte esencial de su grandeza ética se la da el esfuerzo de moverse hacia el
progresivo conocimiento de lo real y enigmático, crea o no crea en la
posibilidad metahistórica de lograr su empeño; ética e intelectualmente, el
trabajo creador del homo viator será
siempre superior a la esforzada pero utópica ilusión de Sísifo. En la historia
del conocimiento del cosmos, Ptolomeo, Copérnico, Newton, Herschel, Einstein y
los cosmólogos ulteriores al descubrimiento astronómico de Hubble han ido
proponiendo respuestas cada vez más y más razonables. El hecho de que la
realidad del cosmos sea últimamente enigmática para el hombre, ¿priva de valor
intelectual y ético a esa formidable serie de hazañas científicas?
En la conciencia humana, modo supremo del
fenómeno biológico de la percatación de lo real, tiene una de sus propiedades
sistemáticas la estructura dinámica que en la evolución del cosmos es el hombre;
propiedad cuyo sujeto agente es la totalidad de esa estructura, puesto que
también la cenestesia tiene parte en la percepción de la realidad propia, pero
anatómica y funcionalmente centralizada en el cerebro. La actividad cerebral,
en consecuencia, no es el instrumento somático de un alma espiritual capaz de
autoconciencia y no consciente por sí misma, es realmente la conciencia. ¿Cómo? He aquí el enigma.
Coincidiendo de algún modo con un aspecto del
pensamiento zubiriano, el neurofisiólogo P. S. Rose invitaba hace unos años a
distinguir uno de otro el concepto de “causa” y el de “correlación entre
niveles de explicación”. Escribe: “Estados bioquímicos especiales se
corresponden con aspectos de conducta también especiales, no porque la
bioquímica sea causa de la conducta,
sino porque es la conducta vista en
un nivel de análisis diferente y expresada en un lenguaje también diferente.
Conexiones sinápticas modificadas no son causa
de la memoria, son la memoria. El
disparo de las neuronas del hipotálamo y de otras regiones del cerebro no es causa del hambre, es el hambre”. Tesis esta que los dualistas y los mentalistas
admitirán sin reparo para explicar la conducta, la memoria, el hambre y la
conciencia del chimpancé, pero que tajantemente rechazarán en el caso del
hombre.
Dicen los mentalistas que los actos mentales
no pueden ser entendidos si se les considera como actividades del cerebro,
tanto por su inmediatez (la evidencia y la decisión son subitáneas y no
procesales), como por su no espacialidad (frente a la esencial espacialidad de
los procesos cerebrales) y por su intencionalidad (el hecho de hallarse
esencialmente “referidos a”). Pero ni la evidencia ni la decisión son actos
rigurosamente instantáneos (la vivencia de instantaneidad sólo aproximativamente
expresa el carácter realmente procesal de uno y otro fenómeno; así lo han
mostrado las observaciones experimentales de Kornhuber y de Roland), ni puede
afirmarse, salvo que cartesianamente se admita la oposición entre la res cogitans y la res extensa, que los actos mentales nada tienen que ver con la
extensión y el espacio, ni cabe desconocer que de algún modo es “conciencia-de”
la actividad cerebral y no mental del chimpancé cuando conoce a sus semejantes
y se conoce a sí mismo. No. La peculiaridad de los actos mentales en cuanto
preponderantemente, no exclusivamente, psíquicos, depende de los métodos con
que pueden y deben ser detectados –la introspección, la comprensión- y de los
conceptos para expresar sus resultados, no de que sean obra de una mente no
corporal. Puede y debe hablarse, sí, de actos mentales, pero no de una mente
contradistinta del cuerpo. De la “mente” debe decirse lo que de “la conciencia”
dijo W. James, que no es entidad, sino modo de actividad; o lo que
reiteradamente ha escrito Zubiri, que es una abusiva y errónea sustantivación
de los actos llamados mentales. Actividad, añado yo, de la unitaria realidad
estructural a que pertenecen tanto la operación cerebral que llamamos
“conciencia” como la operación gastrointestinal a que damos el nombre de
“digestión”.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1996, pp. 150-153. ISBN: 84-226-6148-9.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: