Caza de bueyes
bípedos
«Hay una referencia en la filosofía griega que
el pensamiento político no se ha tomado lo suficientemente en serio a pesar de
la insistencia del mundo antiguo: el poder de los amos se basa en un acto de
captura violenta, por parte de los propios amos, de sus súbditos. La dominación
presupone una especie de caza de hombres. El presente libro parte de esta tesis
fundamental y examina las implicaciones que tiene, tanto desde el punto de
vista de los dominados como desde el de las presas. La finalidad del proyecto
es relatar una historia y una filosofía del poder de caza y sus técnicas de
captura.
Para los griegos, la caza del hombre no es
sólo una metáfora de los juegos de seducción, la caza de los amantes o las
trampas de la sofística. También consiste en una práctica muy literal
relacionada con la institución de la esclavitud. La vida material de la Ciudad
depende del trabajo de los esclavos y comienza con su adquisición. Así, en la Historia de la Guerra del Peloponeso,
Tucídides explica que los atenienses durante una campaña, “tomaron Hícara, una
población sicana, enemiga de Egesta que se hallaba cerca de la costa” y
“esclavizaron a la población”. Batallas e incursiones militares eran las principales
fuentes de abastecimiento de mano de obra servil.
En El
sofista, Platón insiste en el hecho de que la caza no se limita a la
persecución de animales salvajes. Entre las diferentes ramas del arte
cinegético, también existe un arte de la caza de hombres que se divide a su vez
en varias categorías: “la piratería, la captura de esclavos, la tiranía y todo
tipo de guerra en general: todo eso reunido podría definirse como caza
violenta”. Aun cuando no todas esas formas son toleradas de la misma manera –Platón
condena, por ejemplo, la piratería, la “caza del hombre en el mar”, que
convierte a quienes la practican en “crueles cazadores sin ley”-, la guerra
aparece, sin embargo, como una forma de caza legítima, digna de los ciudadanos.
Para Aristóteles, igualmente, “el arte de la guerra es, en cierto modo, un arte
natural de adquisición y, como el arte de la cacería forma parte de este arte,
debemos hacer uso de ella contra los animales y contra aquellos hombres que,
habiendo nacido para ser condenados, no lo consienten”.
Los filósofos griegos conciben la caza de
hombres como un “arte” o una técnica de poder. Existe un “arte de adquirir
esclavos”. En este contexto, la dominación se cuestiona desde una perspectiva
tecnológica: ¿qué han de hacer los amos para ser amos? ¿Cuáles son los
procedimientos de los que depende su poder?
La principal característica de la caza de
hombres en tanto que técnica de poder es el hecho de no ser productiva: no
fabrica su objeto sino que lo obtiene apoderándose de él, sustrayéndoselo a una
exterioridad. Siguiendo la dicotomía clásica, no obedece a técnicas de
producción sino de adquisición. El griego se apodera de sus esclavos como lo
hace de una presa en la caza o de las frutas en la recolección: es decir, sin
tener que organizar su producción. Por esta razón, Aristóteles puede clasificar
la caza esclavista como “modo natural de adquisición”.
Aunque la caza de hombres aparezca como una
técnica de poder, no figura por completo entre las artes políticas. La
modalidad cinegética del poder sólo se ejerce a condición de la dominación
económica del amo. Como tal, no se desprende de un arte de la Polis.
El primer problema que se plantea es el de
justificarlo: ¿qué autoriza a dedicarse a la caza de hombres?
La cuestión de la legitimidad de la captura
está relacionada con un miedo griego, el miedo a ser cazado. En el mundo
antiguo merodea la figura amenazadora del andrapodistes,
el cazador de hombres que se apodera de los ciudadanos para capturarlos y
venderlos como esclavos. El propio Platón, que fue, según cuentan, reducido a
la esclavitud, evoca este peligro. Sócrates, a quien proponen un exilio en
Tesalia, región muy conocida por la actividad de ladrones de hombres, lo
rechaza y prefiere permanecer esclavo de las leyes antes que correr el peligro
de la esclavitud de los hombres. Aparece aquí la cuestión de la inseguridad del
apátrida: el exilio, al suponer una ausencia de ley, engendra vulnerabilidad.
El vínculo que existe entre salir del orden de la legalidad y la caza de
hombres sitúa a los exiliados y apátridas en el centro de las relaciones de
depredación interhumanas.
Teniendo, pues, en cuenta que los hombres
libres, los ciudadanos, pueden ser sometidos a esclavitud, ¿cómo establecer la
distinción entre los esclavos legítimos y los que no lo son? ¿Entre los hombres
susceptibles de ser cazados y los que no podrían serlo?
Una solución sería negar la pertenencia de
determinados hombres a la humanidad, someterlos a una animalidad bestial para
poder cazarlos. Ahora bien, si en los textos griegos, los esclavos,
habitualmente, son representados como
no-humanos, su mínima pertenencia a la especie no se pone en duda en el plano
teórico. El hecho de que sean constantemente designados mediante fórmulas
contradictorias –“bueyes bípedos”, “instrumentos animados”- que les niegan y
otorgan humanidad, hace que parezcan humanoides:
seres de forma humana, cuya humanidad
se limita a su cuerpo. La distancia que separa la naturaleza del esclavo de la
del dueño se concibe como análoga –y
no como idéntica- a aquella que distingue al hombre del animal. Según la
fórmula de Aristóteles, son esclavos por naturaleza quienes “están tan lejos de
los demás hombres como un cuerpo lo está de un alma y un animal salvaje de un
hombre”.
Lo que se les niega no es tanto su pertenencia
a la especie humana como que formen parte de la misma forma de humanidad que
sus amos. Habría, pues, varias categorías de humanos en la humanidad, dotadas
de naturalezas distintas y, en consecuencia, con destinos sociales diferentes:
algunos están hechos para mandar, otros para obedecer. Los esclavos por
naturaleza, capaces de comprender la razón sin, no obstante, poder ejercerla,
tendrán que seguir las órdenes de aquellos que la poseen por ellos. La tesis es
conocida: hay hombres cuyo cuerpo domina su alma. Éstos son esclavos por
naturaleza. Son, también, presas por naturaleza.
La esclavitud se encuentra aquí inscrita en el
estatuto ontológico del dominado como una tendencia natural, como un
ser-para-la-dominación. Esta naturaleza no es más que la proyección, por parte
de los dueños, de su voluntad de poder, que se hace objetiva en una teoría de
la esencia de las presas.
La principal objeción a esta teoría residía en
los hechos: obstinadas, las presas por naturaleza se negaban a serlo, oponiendo
así resistencia a su captura y a su esclavitud.
En las Leyes,
Platón evoca este problema de un modo original, por ser independiente de toda
cuestión de legitimidad: si los esclavos plantean problemas, es porque
constituyen un “ganado incómodo”. La dificultad radica en su particular estatus
de ganado humano. En razón de esta misma situación contradictoria, no aceptan
la distinción necesaria entre libres y esclavos. Lo propio del hombre,
podríamos decir, reside en su capacidad de luchar contra su exclusión de la
humanidad. La solución, de orden práctico, consiste entonces en catalogar las
técnicas que permiten mantenerlos en esta división en categorías que ellos
niegan. Que Platón no cite en esta cuestión la captura violenta, no significa
que desde la Antigüedad no sea la primera de las técnicas políticas de división
humana.
El caso de los esclavos fugitivos o de las
presas rebeldes produce una crisis en el orden de la dominación. Al escapar o
resistir, dejan de corresponder a la esencia que se les supone. Para
restablecer el orden ontológico mal llevado, tan sólo se dispone, en última
instancia, de un recurso: la fuerza. La caza violenta se llevará a cabo
entonces en forma de guerra contra aquellos hombres que, habiendo nacido para
ser condenados, se niegan a ello. La única alternativa que queda a las presas
que no quieren serlo es ser asesinadas.
La respuesta al problema teórico de la caza de
hombres es, pues, in fine, la
práctica de la caza en sí misma, con la paradoja de que ésta se asienta en una
repartición considerada natural, cuya no-naturaleza demuestra, sin embargo, al
tiempo que la instituye. De hecho, el orden natural invocado aquí como
fundamento del poder cinegético sólo puede realizarse en virtud de todo un
arsenal de artificios.
Ahora bien, la violencia cinegética no
interviene tan sólo en la primera adquisición, sino que también lo hace
después, como una forma de gobierno. La caza continúa después de la captura.
En Esparta, durante su largo aprendizaje, a
los jóvenes guerreros se les enviaba al campo a una cacería particular, la cripteia, que Plutarco describió así:
“Durante el día, los jóvenes, dispersos en lugares cubiertos, permanecían
escondidos y descansaban; al llegar la noche bajaban a los caminos y degollaban
a los ilotas a quienes conseguían sorprender. A menudo también se presentaban
en las granjas y mataban a los más fuertes y mejores”.
Dicha práctica ha suscitado numerosas
hipótesis: entrenamiento militar, medida de intimidación contra una población
servil superior en número, operación de policía secreta que permitía “liquidar”
a los ilotas más peligrosos… El historiador Jean Ducat insiste ante todo en la
función social y representacional de la caza de ilotas, un rito iniciático que
afectaba a toda la comunidad: “La cripteia
era como el aprendizaje –o la representación- de una caza salvaje […] Toda caza
supone una presa: el ilota, cuya ropa se semejaba a un animal, era dicha
presa”. El ilota llevaba la cabeza cubierta con una piel de perro; el joven
guerrero vestía una piel de lobo: “En esta caza nocturna, mediante un proceso
de inversión del que es posible encontrar ejemplos en los ritos iniciáticos, el
animal presa es quien captura al animal cazador, es el hombre-animal salvaje
quien abate al hombre-animal doméstico”. Los hijos de los amos haciéndose pasar
por una presa animal jugaban a representar la escena primitiva de la conquista.
El asesinato arbitrario manifestaba así, con un resplandor sanguinario, la
realidad del poder. Recordaban quién
era el amo.
Como escribía Tucídides: “El gran problema
para los Lacedemonios con respecto a los ilotas había sido, ante todo,
mantenerlos controlados”, pero se temía menos por una revuelta de los ilotas
que por una desaparición progresiva de las fronteras sociales. La cripteia era ante todo una forma de
recordar el carácter absoluto de esta delimitación. La caza de hombres aparece
aquí como un medio de policía ontológica:
una violencia cuyo fin es mantener a los dominados unidos a su concepto, es
decir, al concepto que los dominantes les otorgan.
En este primer momento, la violencia
cinegética aparece como la condición, a la vez original y continua, del poder
de los amos. Como tal, sin embargo, permanece exterior a la esfera de la
política de la Ciudad. Se presenta como una tecnología de poder, pero de un
poder extrapolítico. Ahora bien, en este punto va a producirse un
desplazamiento conceptual mayor. Más tarde, en otro espacio del pensamiento
político, se combinarán de una manera nueva los motivos de la caza de hombres y
del poder.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Errata Naturae, 2012,
en traducción de María Lomeña Galiano, pp. 11-17. ISBN: 978-84-15217-16-9.]
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