II.-Relación de lo que sucedió en Europa al doctor Mier
Desde mi arribo a Barcelona hasta mi llegada a Madrid
«Hay un pueblo raro en Cataluña, que es
Tortosa, cuyos habitantes jamás dicen que son catalanes, sino tortosines, y, en
efecto, puestos a igual distancia de las tres capitales de la corona de Aragón,
Barcelona, Valencia y Zaragoza, se dice que tienen lo testarudo de los
aragoneses, lo ligero de los valencianos, lo indómito y revoltoso de los
catalanes. Pero basta de éstos.
Ahora la dificultad es salir de Barcelona para
Madrid, porque no hay en España, como en el resto de Europa, carruajes todo día
y hora que se quiere. Es necesario aguardar a que por casualidad o retorno haya algún coche de colleras, o calesa que haga el viaje, o algún carro. Y luego es
necesario andar buscando compañeros que ocupen los otros asientos y ayuden a
pagar, porque por un asiento en un coche para cincuenta o sesenta leguas piden
más de cien doblones. Doblón se entiende tres pesos, y si es de oro, cuatro. De
manera que más gasta uno para andar sesenta leguas dentro de España, que
trescientas en un país extranjero.
De ahí se sigue el trabajo de la comida,
porque llegando uno a la posada y preguntando qué hay que comer, le responden:
“Lo que su merced traiga para componérselo”. Y cuando mejor, le responden a uno
que tienen huevo y sardinas. Es necesario llevar uno qué comer de lugar a
lugar. Pero, como está dicho, no hay carnicerías sino en las ciudades y lugares
grandes. En los demás, cuando alguno se deshace de un buey por viejo, etc., el
carnicero sale por la noche con una trompeta o con un tambor, lo toca por las
calles, y luego, a voz en grito, avisa que ha matado el buey de Fulano, que se
crió en tal parte, pastó en tal lugar y es buena carne. A otro día concurren a
comprar, y es día de gaudeamus en el
pueblo. No se hable de tocinerías. Puercos sólo se matan en Todos Santos. El
resto del año, el vecino que es algo pudiente cría su cochinito y lo mata por
aquel tiempo. Con él tiene para todo el año, porque hoy se echa en la olla de
los nabos, que es la olla común, una orejita; otra día un piececito, y así dura
todo el año.
En los lugares donde hay carnicería y debe uno
proveer su olla, que lleva colgada tras el coche, tiene que andar buscando al
carnicero, porque ningún otro puede cortar carne para comer; es infamia, lo
mismo que ser mesonero. Sólo a los españoles se les puede ofrecer tener por
infames dos oficios inocentes y necesarios absolutamente a la sociedad.
Agrégase a esto el registro de los guardas de las aduanas, que de reino a reino
registran todo con indecencia, dejándole a uno desordenado todo su equipaje y
tirada toda su ropa, si uno no les unta la mano. Si lleva dinero sin registrar,
se lo quitan.
A cada paso hay que pagar los peajes, esto es,
cierto derecho por los puentes y por los caminos, para recomponerlos. Aumenta
la vejación la diferencia de lenguas, de leyes municipales, de monedas y de su
valor. Y al cabo le piden a uno arbitrariamente lo que quieren por una maldita
comida, una cama dura, sucia y puerca en un camaranchón, donde le alcanza a uno
el humo de la cocina, y luego exigen que pague el ruido, aunque uno haya estado
como muerto, y de ahí los alfileres a la criada y el cuerno donde se atan los
caballos. Y no hay sino pagar, porque si la posada es aislada, el mismo
mesonero hace de justicia. Así los extranjeros se desesperan y blasfeman de
España. Los muchachos siguen el coche, pidiendo limosna.
Yo no hallé ninguno ni tenía con qué pagarlo,
ni uno adelanta mucho, porque van muy despacio, al paso del cochero, que suele
ir a pie y a poco andar, para, para dar de comer a sus mulas, que entienden por
sus nombres de coronelas y capitanas, etc. Nos ajustamos el napolitano y yo con
un carro catalán. Pero el golpeo en ellos es intolerable y hay el riesgo de que
se volteen y la carga que lleva mate a los viajeros. El caso no
es raro, y así
yo hice todo el camino a pie hasta Madrid, deteniéndome a aguardar el carro
donde me decían que habíamos de comer o dormir.
Luego que comenzamos a ver hombres chiquitos,
con una chaquetilla negra y sombreros que en España sólo llevan los aragoneses,
conocimos que estábamos en la tierra del coño. Porque así como los demás
españoles a cada palabra añaden un ajo redondo, excepto los valencianos, que
dicen pacho, y es nombre torpe de la
oficina de la generación, así los aragoneses dicen a cada palabra co… Y esto es manera que llegando a una
casa con boleta de alojamiento, el muchacho gritó a su hermana: “Co… anda, dile
al co… de la madre que está aquí el co… del soldado”. En algunas otras tierras
va junto el ajo y la col. ¿No es un escándalo que el pueblo español no pueda
hablar tres palabras sin la interjección de una palabra tan torpe, cosa que no
se ve en otra nación?
Los aragoneses, en general, hablan el
castellano muy feo y golpeado; parecen ratas, aunque estas ratas son valientes,
y tan porfiados, que así como un hombre clavando un clavo con la frente es un
símbolo del vizcaíno, así clavándolo con la punta hacia la frente es de un
aragonés. Hay bastantes bonitas entre las mujeres, pero en miniatura, porque su
cara es muy menudita y su pelo muy negro. La tierra es árida, los montes
infecundos, porque son de tierra calcárea. Cerca de los lugares hay una balsa
en la tierra y allí se recoge agua del cielo, cubierta de una costra verde, y
ésa es la provisión del lugar. Hay buen vino en Aragón, aunque delgadito, y es
famoso el de Cariñena. Pero son tan bárbaros, que cuando Carlos IV fue por los
años de 1802 a
Cataluña, el alcalde de Cariñena mandó una porción de hombres con hachas una o
dos leguas antes, para alumbrar al rey si acaso venía de noche. Pero el rey,
luego que comió en otro lugar, siguió para Cariñena. Los tíos, que así llaman
en España a los hombres trabajadores o no caballeros, luego que lo divisaron,
“enciende que viene”; y a las dos de la tarde, en el mayor sol del verano, se
le pusieron al rey a los dos lados del coche, y como éste corría, corre, co…, que te quedas, decían unos a
otros, y el rey llegó a Cariñena todo alumbrado y abrasado. Y luego los tíos le
preguntaban al rey cómo estaban los chiquillos.
No posé en Zaragoza, aunque vi el enredijo de
sus calles, y no vi otra cosa buena que el templo de Nuestra Señora del Pilar,
y dentro su antigua capillita redondita y sostenida por columnas, menos el
respaldo. A un lado está la imagen del Pilar, en medio el altar donde se dice
misa, con una imagen de Nuestra Señora, de mármol, arriba, que le está
señalando a Santiago (que está al otro lado, en estatua) para donde está la
Virgen del Pilar. Ya hoy, si no es el vulgo aragonés, nadie cree esta
tradición. No sólo la negó Benedicto XIV y Natal Alejandro, y la impugnó
Ferreras con los innumerables que niegan la predicación de Santiago en España; los
académicos de la Historia me decían que era absolutamente insostenible.
“Tengo en
mi poder –me decía el doctor Traggia, aragonés y cronista eclesiástico
de Aragón- el monumento más antiguo, y es del siglo XIV”. El señor doctor
Yéregui, inquisidor de la Suprema y maestro de los infantes de España, cuando
tocaba rezar del Pilar o de Loreto rezaba del día 8 de septiembre, porque decía
que eran fábulas intolerables. Cuando el sitio de los franceses decían que se
habían visto tres palmas sobre su templo; pero cuando fue tomada Zaragoza,
muriendo de epidemia y de asedio más de sesenta mil almas, la imagen perdió
mucho su crédito. Hoy la ciudad es un montón de ruinas por la resistencia que
hicieron, tan porfiada como mentecata. Gracias a treinta mil hombres del
ejército del Centro, que se habían metido allí.
Pasamos por Daroca, donde fui a ver los
famosos corporales teñidos con la sangre salida de unas hostias, y entramos por
la noche en Castilla. Por esto mi napolitano no llegó a ver los trajes de los
castellanos, que llevan en la cabeza un gorro de paño puntiagudo, una chupeta
negra abotonada, unos calzones negros y unas calzas como antes de Felipe II, el
primero que se puso medias en España, regaladas por una señora muy rica de
Toledo. Acostumbran también a llevar un bordón o palo. Ésta es precisamente la
figura en que se representa a los magos en todos los teatros de Europa. El
napolitano se recostó a la luz escasa de una lamparilla y se había dormido
cuando yo le envié a llamar para cenar con el tío de la posada. El napolitano,
que al despertar se vio solo con aquella figura, saltó y echó a correr
gritando: “¡Un mago, un mago!”
En Castilla hay pan y vino, y nada más; la olla son nabos; y la falta de comercio en
la distancia a que está de los puertos la tiene en la miseria y sus lugares son
miserables y puercos. La arquitectura de las casas me hacía reír; la pared de
la puerta es elevada, y la de enfrente tan baja que el techo toca el suelo; y
casi todas son de tierra y de un piso más bajo que la calle. La puerta se
cierra con una o dos tablas amarradas con una cuerda. Allí vive con ellos el
marranito, la gallina, el gato y el perro. En tiempo de invierno llevan un
capote pardo muy grosero. Las mujeres, o se cubren con una manta de jerguetilla
negra o llevan también su montera como los hombres, y por mantilla unas
enaguas. Este último es el traje general de las montañesas, hasta para la
iglesia, aunque las vizcaínas y pasiegas llevan un pañuelo atado a la cabeza. A
propósito de estas pasiegas, pueblos de la Montaña, apenas comienzan a andar
les ponen a cuestas su cuévano, es decir, un canasto a la espalda, que siempre
llevan por adorno, lleno o vacío, y las envían a buscar su dote.
Ellas corren a pie cargadas desde Francia,
toda la España, y muchas veces por encima de los montes para ocultar el
contrabando. Estas mujeres en su género son lo que los gallegos, que por todas
partes se hallan de segadores, cargadores o aguadores, por la miseria de su
tierra, así como los montañeses vendiendo agua de aloja o frutas secas, y los
asturianos de lacayos. Las vizcaínas se suelen ver también fuera de su tierra,
porque vienen corriendo a pie hasta Madrid, delante de los coches, como mozas
de mulas. Ellas son en su tierra los cargadores, los marineros y los arrieros.
Desde Bayona de Francia las veía yo ir a pie arreando su mula, y a cada lado,
en una especie de silleta, un pasajero sentado. Las montañesas que no son
pasiegas no salen, porque están ocupadas en la labranza. Ellas son las que aran
y siembran; los hombres se vienen casi todos para América.
No vi arar las castellanas, aunque las
infelices están vestidas como todas las españolas, con bayetones ordinarios que
las hacen tan gordas, las camisas y enaguas blancas más gruesas que las mantas
de nuestros indios. Eso llaman lienzo casero. Las bretañas aún eran poco
conocidas en Madrid mismo; y para llevar camisa delgada en España es necesario
ser una persona muy pudiente. Descalzas de pie y pierna, ya se supone, o con
unos zancos de palo, y las enaguas de las valencianas suelen no pasar de las
rodillas. Al menor movimiento se les ve todo, lo mismo que a los valencianos
con sus enagüillas o zaragüelles, si al sentarse no tienen cuidado de
recogerlos a un lado. Una cosa vi en los pueblos de la Montaña y es que las
mujeres parecen capuchinas idénticas, del mismo color y género y su vestido de
una pieza. Un clavo en la pared que por detrás engancha el vestido, les sirve
de desnudador, y salen por debajo como su madre las parió.
Nos vamos acercando a Madrid y como en otros
países se anuncia la cercanía de la capital por quintas, casas de recreo o
lugarcitos más pulidos, a Madrid por todas partes rodean lugarejos
infelicísimos en ruinas, todos de tierra, y de la gente más miserable: no se ve
un árbol en contorno; el terreno árido embiste hasta que llega uno a sus
puertas. La primera vez que yo entré fue por la puerta de Fuencarral, y como en
otras ciudades se divisan columnas de mármol, yo vi dos muy elevadas, y
pregunté qué eran. Estiércol para hacer el pan. Sacaba la cabeza del coche, y
en todas las esquinas leía a pares carteles impresos con letras garrafales que
decían “D. Gregorio Sencsens y D. qué sé yo, hacen bragueros para uno y otro
sexo”. Me figuré que aquél era un pueblo de potrosos, y no lo es sino de una
raza degenerada que hombres y mujeres hijos de Madrid parecen enanos, y me
llevé grandes chascos jugueteando a veces con alguna niñita que yo creía ser de
ocho o nueve años, y salíamos con que tenía sus dieciséis. En general, se dice
de los hijos de Madrid que son cabezones, chiquititos, farfullones, culoncitos,
fundadores de rosarios y herederos de presidios. Y luego la marca al cuello del
Hospital de Antón Martín, que es el del gálico, porque éste se anuncia en
Madrid por los pescuezos.
Casi el día que llegué vi por la calle de
Atocha una procesión y preguntando qué era, me dijeron que era la Virgen p… Y
es que como la imagen es hermosa, la asomaba por entre rejas una alcahueta para
atraer parroquianos. El lenguaje del pueblo madrileño anuncia lo que es, un
pueblo el más gótico de España. Una calle se llama de Arrancaculos, otra de
Tentetieso, una de Majaderitos Anchos, otra de Majaderitos Angostos. Uno vende
leche y grita: “¿Quién me compra esta leche o esta mierda?” Las mujeres le
gritan: “Una docena de huevos: ¿quién me saca la huevera?” Todo se vende a
maíz, por decir maravedís.»
[El texto pertenece a la edición en español de Edición
de Trama Editorial, 2006, en edición de Manuel Ortuño Martínez, pp. 135-140. ISBN:
84-89239-62-2.]
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