Cuarta parte: Las delicias de la mesa
Capítulo VII: El plato
«El deseo oral se asienta en el plato, que
adquiere así, en cada comida, el estatuto efímero de territorio de la oralidad.
A ninguno de nosotros le suscitan interrogantes su uso y su absoluta necesidad
y, sin embargo, paradójicamente, no son demasiado evidentes:
-Desde el punto de vista sociológico: ciertas
civilizaciones, sobre todo africanas o norafricanas, dan preferencia a la
fuente colectiva frente al plato individual, sin que aparentemente suponga
molestia o motivo de conflicto para los individuos. La comunión amistosa,
realzada por la hospitalidad tradicional, prevalece sobre la consumición
individual.
-Desde el punto de vista histórico y cultural:
se han dado variaciones de hábitos, puesto que, “en Francia, se prefirió,
durante bastante tiempo, una rebanada compacta de pan sobre la que se disponían
los alimentos (tajadero)”. Formas y materiales de los platos fueron variando
según los siglos y las clases sociales: primero fue un simple hueco en la
madera de la mesa, después barro cocido, cobre, estaño, plata, plata dorada,
oro macizo. Hoy en día, el plato puede ser blanco o coloreado, de loza o de
porcelana, y aparentemente estas opciones sólo presuponen consideraciones
estéticas.
1.-El
plato, territorio oral
El territorio, en su acepción etológica
(Lorenz), es la zona, fundamentada en el dominio sexual y en la posibilidad de
saciar el hambre, que un animal se reserva y cuyo acceso se prohíbe a sus
congéneres. En la actualidad, la noción de territorio casi ya no existe en el
hombre (aun cuando los recientes acontecimientos yugoslavos podrían ser
interpretados en parte desde esta óptica), mientras que los grupos
prehistóricos, la civilización medieval en Europa o, en especial, las tribus de
África o de Australia hacían todavía un uso riguroso de la misma.
En una filiación inconsciente, etológica y
sociológica a la vez, el modesto plato cumple la función de territorio oral
exclusivo de cada uno, tornándose de esta suerte en espacio simbólico
privilegiado, puesto que en nuestra civilización, sea cual fuere el aspecto
considerado –político, económico, social o psicológico-, espacio y territorio
individuales son cada vez más limitados y cada vez más precisos: “La evolución
de nuestras grandes sociedades modernas tiende a pulverizar los marcos
intermedios, a reducir los individuos a átomos intercambiables, a desposeerlos
en provecho de un poder centralizado y anónimo”.
¿Qué posee realmente en exclusiva, para él
solo, insistimos, el Homo economicus
moderno, que no sea propiedad de ningún grupo, familia o holding?
Todo individuo dotado de un vulgar instinto
predador ejercido sobre los bienes materiales, incluso si es “normalmente”
consciente de su alienación, se negaría a reconocer que únicamente su plato, su
ropa (sobre todo sus zapatos) y su coche delimitan estructuras estrictamente
personales, y quizás ni eso, únicamente por un breve lapso de tiempo. En cuanto
al resto, lo quiera o no lo quiera, lo comparte: su casa, su cama, su dinero,
sus hijos… Tenemos otra prueba más en el consumo: los artífices de la moda,
fundados en símbolos económicos inconscientes, continúan poniendo límites sin
cesar, “puesto que el mantel nivelador y unificador es sustituido por los sets individuales que señalan el
territorio de cada uno, impidiendo que se me
zclen demasiado la existencia y los
destinos de los partícipes reunidos en torno a una mesa”.
El plato contiene nuestra parte de comida,
dicho de otra manera: la porción de mundo que nos está reservada. De esta forma
representa materialmente nuestra posibilidad de sobrevivir, porque la oscura
angustia de la falta, contrariamente a las apariencias de nuestra sociedad de
consumo, perdura en el fantasma arcaico. Esta ambigüedad entre lo real y lo
imaginario nos conduce consecuentemente a la comprensión instintiva de ese
rasgo de comportamiento, hoy chocante, por el que el plato es siempre defendido
de las agresiones, incluso ficticias, del otro. En efecto, este utensilio es un
fragmento de realidad y cumple inconscientemente la función de representación
metonímica del instinto predador que, bien o mal reprimido, está presente en
las pulsiones.
En el fondo, está claro que “lo que se espera
de la vajilla es que recoja y delimite una porción de mundo en la que se
concentrará la atención y, a partir de ahí, se empezará a ordenar el mundo”. Hic et nunc, el orden del mundo
comienza, y comenzará siempre, por el respeto hacia el contenido del palto del
otro. Es frecuente observar que existe una agresividad que, en el momento de
elegir los trozos de la fuente común para el propio plato, tiene ya buen
cuidado de enmascararse con una aparente indiferencia que no resiste una
observación cuidadosa. Los odios familiares irreversibles –todos lo sabemos aun
cuando queramos ignorarlo- no tienen a menudo otro origen: “ellos” (los padres)
comían demasiado o no lo suficiente, engullían egoístamente, se moderaban con
ostentación. Por el sentimiento de culpa de mis padres o por sus reivindicaciones,
el niño que fui era privado del conciliábulo feliz con su plato…
El depósito de alimentos en un plato señala la
apropiación de su contenido. Por esta razón inconsciente, la gente que está a
régimen se comporta a veces en la mesa,
de forma aparentemente absurda, comiendo de pie, sirviéndose directamente de la
fuente común sin hacer transitar el alimento por su plato, evitando así la
apropiación simbólica, comportamiento que su entorno soporta mal. Procediendo
así, consumen un alimento “anónimo” que, por arte de magia, no puede
resultarles perjudicial, cosa que los demás, dentro de la misma lógica del
inconsciente, viven como una agresión en la parte que personalmente les
corresponde.
Picotear o comer del plato ajeno abre un
abanico de relaciones que abarca todos los registros de la agresividad humana,
desde la rivalidad de odio fraterno hasta los preludios de la agresión amorosa,
en la que el plato prefigura el lecho donde se unirán los cuerpos.
Finalmente, junto con el lecho, el plato es
siempre el último refugio contra la angustia de la soledad y el sentimiento de
pérdida de uno mismo: es la superficie en donde, una y otra vez, se busca la
sustancia vital que debería tapar la grieta que se produce en el cuerpo. En las
prisiones o, anteriormente, en el ejército, los individuos desposeídos de todo
tenían, sin embargo, su escudilla personal. ¿Ofrecían inconscientemente dichas
instituciones un objeto que permitiera evitar la pérdida de identificación?
Transmutado a veces en objeto transicional, en determinados momentos de autismo
presentes en todos, el plato permite también reconocer el mundo exterior
simbolizado mediante los buenos objetos incorporables. “Entre la persona social
y su propio cuerpo en el que la naturaleza se desata, entre ese mismo cuerpo y
el universo biológico y físico los utensilios de mesa o de aseo cumplen una
función eficaz a título de aislantes o de mediadores. La interposición de sus
presencias evita la descarga catastrófica que amenazaría con producirse”. Los
utensilios canalizan la pulsión arcaica situando la cultura entre el hombre
primario y el mundo. Al hacer esto, ejercen una función política, ya que la
función de lo político es gestionar la penuria, ya sea la materialidad, la
falta en ser o la castración lo que aquella recubra. Los pletóricos servicios
de la mesa versallesca tenían por función el interponerse entre el rey y sus
súbditos y acentuaban, por su suntuosidad, la distancia entre las reales
pulsiones y las necesidades vitales proletarias.
El plato es finalmente, y sobre todo, negación
del vacío, objeto de renegación de la falta. Todo continente sustenta la
evidencia de un contenido, todo contenido participa, por tanto, teóricamente de
la lucha contra el horror vacui.
Cuando la mirada abarca la superficie de ese objeto familiar, representaciones
imaginarias, incluso alucinatorias, coexisten en el propio acto de la
percepción. De todas formas, incluso vacío, el plato no es tanto vacío absoluto
del mundo como vacío de una porción familiar, aquella, concebible, abocada a la
ingestión y no la de la angustia metafísica profunda. Un vacío estrictamente
delimitado frustra, castiga o angustia, pero puede ser contenido en la psique
sin temor de derrumbamiento.
En torno a la mesa familiar, la silla y el
plato vacíos designan el sitio del otro: viajero, pobre, ausente o muerto. Esta
vacuidad hace presente al Desconocido que puede surgir y reclamar lo que se le
debe y, como respuesta, el gesto caritativo sirve de hecho para conjurar la
miseria, la soledad, el duelo. Ex nihilo,
el espacio infinito es espacio de vida, sin límites humanos, representación de
la inexistencia de sí mismo y de Dios. Baudelaire hace rimar vide (vacío) con avide (ávido), porque en la propia angustia del vacío nace una
avidez insaciable: “Cuando ávido (avide)
responde a vacío (vide), el vacío se
experimenta en el fondo de una boca que desea, se siente en el hueco de la
garganta o en el hueco del estómago, como una necesidad “devoradora”, o como
una insatisfacción que nada clama […]. La insaciabilidad es indicio del error
cometido por los que escogen alimentos corruptibles y que dependen del azar”.
El plato y el alimento efímero con que se llena fijan al hombre en el instante,
en lo inmanente, en lo relativo, mientras que el vacío contra natura lo llena
de una angustia fría y mortífera.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Trea, 2004, en
traducción de Matilde Bohigas Hurtado, pp. 141-146. ISBN: 84-9704-125-9.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: