domingo, 23 de mayo de 2021

Psicoanálisis de la gula.- Giséle Harrus-Révidi (¿...?)


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Cuarta parte: Las delicias de la mesa

Capítulo VII: El plato

 «El deseo oral se asienta en el plato, que adquiere así, en cada comida, el estatuto efímero de territorio de la oralidad. A ninguno de nosotros le suscitan interrogantes su uso y su absoluta necesidad y, sin embargo, paradójicamente, no son demasiado evidentes:
 -Desde el punto de vista sociológico: ciertas civilizaciones, sobre todo africanas o norafricanas, dan preferencia a la fuente colectiva frente al plato individual, sin que aparentemente suponga molestia o motivo de conflicto para los individuos. La comunión amistosa, realzada por la hospitalidad tradicional, prevalece sobre la consumición individual.
 -Desde el punto de vista histórico y cultural: se han dado variaciones de hábitos, puesto que, “en Francia, se prefirió, durante bastante tiempo, una rebanada compacta de pan sobre la que se disponían los alimentos (tajadero)”. Formas y materiales de los platos fueron variando según los siglos y las clases sociales: primero fue un simple hueco en la madera de la mesa, después barro cocido, cobre, estaño, plata, plata dorada, oro macizo. Hoy en día, el plato puede ser blanco o coloreado, de loza o de porcelana, y aparentemente estas opciones sólo presuponen consideraciones estéticas.

 1.-El plato, territorio oral

 El territorio, en su acepción etológica (Lorenz), es la zona, fundamentada en el dominio sexual y en la posibilidad de saciar el hambre, que un animal se reserva y cuyo acceso se prohíbe a sus congéneres. En la actualidad, la noción de territorio casi ya no existe en el hombre (aun cuando los recientes acontecimientos yugoslavos podrían ser interpretados en parte desde esta óptica), mientras que los grupos prehistóricos, la civilización medieval en Europa o, en especial, las tribus de África o de Australia hacían todavía un uso riguroso de la misma.
 En una filiación inconsciente, etológica y sociológica a la vez, el modesto plato cumple la función de territorio oral exclusivo de cada uno, tornándose de esta suerte en espacio simbólico privilegiado, puesto que en nuestra civilización, sea cual fuere el aspecto considerado –político, económico, social o psicológico-, espacio y territorio individuales son cada vez más limitados y cada vez más precisos: “La evolución de nuestras grandes sociedades modernas tiende a pulverizar los marcos intermedios, a reducir los individuos a átomos intercambiables, a desposeerlos en provecho de un poder centralizado y anónimo”.
 ¿Qué posee realmente en exclusiva, para él solo, insistimos, el Homo economicus moderno, que no sea propiedad de ningún grupo, familia o holding?
 Todo individuo dotado de un vulgar instinto predador ejercido sobre los bienes materiales, incluso si es “normalmente” consciente de su alienación, se negaría a reconocer que únicamente su plato, su ropa (sobre todo sus zapatos) y su coche delimitan estructuras estrictamente personales, y quizás ni eso, únicamente por un breve lapso de tiempo. En cuanto al resto, lo quiera o no lo quiera, lo comparte: su casa, su cama, su dinero, sus hijos… Tenemos otra prueba más en el consumo: los artífices de la moda, fundados en símbolos económicos inconscientes, continúan poniendo límites sin cesar, “puesto que el mantel nivelador y unificador es sustituido por los sets individuales que señalan el territorio de cada uno, impidiendo que se me
zclen demasiado la existencia y los destinos de los partícipes reunidos en torno a una mesa”.
 El plato contiene nuestra parte de comida, dicho de otra manera: la porción de mundo que nos está reservada. De esta forma representa materialmente nuestra posibilidad de sobrevivir, porque la oscura angustia de la falta, contrariamente a las apariencias de nuestra sociedad de consumo, perdura en el fantasma arcaico. Esta ambigüedad entre lo real y lo imaginario nos conduce consecuentemente a la comprensión instintiva de ese rasgo de comportamiento, hoy chocante, por el que el plato es siempre defendido de las agresiones, incluso ficticias, del otro. En efecto, este utensilio es un fragmento de realidad y cumple inconscientemente la función de representación metonímica del instinto predador que, bien o mal reprimido, está presente en las pulsiones.
 En el fondo, está claro que “lo que se espera de la vajilla es que recoja y delimite una porción de mundo en la que se concentrará la atención y, a partir de ahí, se empezará a ordenar el mundo”. Hic et nunc, el orden del mundo comienza, y comenzará siempre, por el respeto hacia el contenido del palto del otro. Es frecuente observar que existe una agresividad que, en el momento de elegir los trozos de la fuente común para el propio plato, tiene ya buen cuidado de enmascararse con una aparente indiferencia que no resiste una observación cuidadosa. Los odios familiares irreversibles –todos lo sabemos aun cuando queramos ignorarlo- no tienen a menudo otro origen: “ellos” (los padres) comían demasiado o no lo suficiente, engullían egoístamente, se moderaban con ostentación. Por el sentimiento de culpa de mis padres o por sus reivindicaciones, el niño que fui era privado del conciliábulo feliz con su plato…
Resultado de imagen de gisele harrus revidi El depósito de alimentos en un plato señala la apropiación de su contenido. Por esta razón inconsciente, la gente que está a régimen se comporta  a veces en la mesa, de forma aparentemente absurda, comiendo de pie, sirviéndose directamente de la fuente común sin hacer transitar el alimento por su plato, evitando así la apropiación simbólica, comportamiento que su entorno soporta mal. Procediendo así, consumen un alimento “anónimo” que, por arte de magia, no puede resultarles perjudicial, cosa que los demás, dentro de la misma lógica del inconsciente, viven como una agresión en la parte que personalmente les corresponde.
 Picotear o comer del plato ajeno abre un abanico de relaciones que abarca todos los registros de la agresividad humana, desde la rivalidad de odio fraterno hasta los preludios de la agresión amorosa, en la que el plato prefigura el lecho donde se unirán los cuerpos.
 Finalmente, junto con el lecho, el plato es siempre el último refugio contra la angustia de la soledad y el sentimiento de pérdida de uno mismo: es la superficie en donde, una y otra vez, se busca la sustancia vital que debería tapar la grieta que se produce en el cuerpo. En las prisiones o, anteriormente, en el ejército, los individuos desposeídos de todo tenían, sin embargo, su escudilla personal. ¿Ofrecían inconscientemente dichas instituciones un objeto que permitiera evitar la pérdida de identificación? Transmutado a veces en objeto transicional, en determinados momentos de autismo presentes en todos, el plato permite también reconocer el mundo exterior simbolizado mediante los buenos objetos incorporables. “Entre la persona social y su propio cuerpo en el que la naturaleza se desata, entre ese mismo cuerpo y el universo biológico y físico los utensilios de mesa o de aseo cumplen una función eficaz a título de aislantes o de mediadores. La interposición de sus presencias evita la descarga catastrófica que amenazaría con producirse”. Los utensilios canalizan la pulsión arcaica situando la cultura entre el hombre primario y el mundo. Al hacer esto, ejercen una función política, ya que la función de lo político es gestionar la penuria, ya sea la materialidad, la falta en ser o la castración lo que aquella recubra. Los pletóricos servicios de la mesa versallesca tenían por función el interponerse entre el rey y sus súbditos y acentuaban, por su suntuosidad, la distancia entre las reales pulsiones y las necesidades vitales proletarias.
 El plato es finalmente, y sobre todo, negación del vacío, objeto de renegación de la falta. Todo continente sustenta la evidencia de un contenido, todo contenido participa, por tanto, teóricamente de la lucha contra el horror vacui. Cuando la mirada abarca la superficie de ese objeto familiar, representaciones imaginarias, incluso alucinatorias, coexisten en el propio acto de la percepción. De todas formas, incluso vacío, el plato no es tanto vacío absoluto del mundo como vacío de una porción familiar, aquella, concebible, abocada a la ingestión y no la de la angustia metafísica profunda. Un vacío estrictamente delimitado frustra, castiga o angustia, pero puede ser contenido en la psique sin temor de derrumbamiento.
 En torno a la mesa familiar, la silla y el plato vacíos designan el sitio del otro: viajero, pobre, ausente o muerto. Esta vacuidad hace presente al Desconocido que puede surgir y reclamar lo que se le debe y, como respuesta, el gesto caritativo sirve de hecho para conjurar la miseria, la soledad, el duelo. Ex nihilo, el espacio infinito es espacio de vida, sin límites humanos, representación de la inexistencia de sí mismo y de Dios. Baudelaire hace rimar vide (vacío) con avide (ávido), porque en la propia angustia del vacío nace una avidez insaciable: “Cuando ávido (avide) responde a vacío (vide), el vacío se experimenta en el fondo de una boca que desea, se siente en el hueco de la garganta o en el hueco del estómago, como una necesidad “devoradora”, o como una insatisfacción que nada clama […]. La insaciabilidad es indicio del error cometido por los que escogen alimentos corruptibles y que dependen del azar”. El plato y el alimento efímero con que se llena fijan al hombre en el instante, en lo inmanente, en lo relativo, mientras que el vacío contra natura lo llena de una angustia fría y mortífera.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Trea, 2004, en traducción de Matilde Bohigas Hurtado, pp. 141-146. ISBN: 84-9704-125-9.]

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