Terceras escenas
II.-El mundo de Marcel
5
«La presentación de Rose se efectuó en un bar
cercano a la plaza de la República. A Julio le habían destinado una mujer excesivamente
delgada. En esta primera entrevista sólo se trataba de simpatizar el uno con el
otro, con el detalle importante de que ella debía aceptar lo que le fuera
presentado.
De todas formas, la francesa acogió con agrado
a Julio, al ver el pelo abundante que cubría la cabeza del español.
Marcel tardó menos tiempo en dejar solucionado
su caso. Aquella misma madrugada tendría que dormir con Suzi. Julio lo haría a la
noche siguiente. Rose le explicó que había que arreglar lo de la habitación.
Al salir del café las dos mujeres, Julio
formuló esta protesta:
-¡No me agrada esa mujer! Está muy flaca.
-Eso no es un inconveniente –arguyó Marcel-. Lo
interesante es que te lleve a casa muchos francos.
Unos minutos más tarde, y a propósito de
mujeres, Marcel dio una serie de consejos.
-No olvides esto –y Marcel apagó su sonrisa-:
Rose es una mujer parecida a las demás mujeres. Quiero decir que tendrás que
golpearla de vez en cuando. Sobre todo, procura ser tú el que diga siempre la última
palabra.
En general, la mujer sólo tiene un deseo y es
que la sepan encarrilar convenientemente. En cuanto a las bofetadas, repártelas
en el instante en que tú tengas razón. Jamás perdona una mujer que se la golpee
sin que exista un motivo –y sin que para Julio fuera muy clara esta definición,
Marcel terminó friamente-: En estos aspectos, las mujeres son iguales a los
elefantes.
6
Marcel se separó de sus amigos dejando una
deuda de cuarenta francos. De no haber tenido que marchar en busca de Suzi, aún
hubiera podido quedar en paz. Pero Suzi estaba en casa consumiéndose de
impaciencia. Hacía veinte minutos que ella se había contemplado en la luna del
armario, viendo su cuerpo grácil y su rostro exangüe rodeado por una melena
dorada. Todos los muebles de la alcoba conocían los círculos morados que
rodeaban los ojos de Suzi y en un mudo lenguaje se decían una y otra vez: “Esta
es Suzi, la de las poesías”.
Marcel hizo una entrada discretamente
estudiada. Apareció con un gesto melancólico, la besó sin apretar demasiado y tiró
sobre la cama un objeto pequeño. Suzi descubrió que era un libro de versos.
Ahora fue Suzi quien besó a Marcel y dispuso
unos bocadillos de jamón cocido y cerveza. Sentada sobre la cama, ella mordía
el pan y el jamón, y sus piernas movíanse nerviosas enseñando una blancura de
cera. Marcel terminó en seguida con su bocadillo y comenzó a desnudarse. Al ir
a guardar su traje, descubrió en el armario unos billetes. Sonrió lleno de
orgullo y se quitó la camisa y los calzoncillos. Suzi contempló el cuerpo atlético
de Marcel y, por efecto de unas comparaciones, resultó que su nuevo amante era
una verdadera alhaja, muy superior a todo lo que ella había conocido.
Suzi explicó con una voz dulzona que en el
armario estaba la colonia, y que el agua del lavabo quemaba, de caliente que
corría.
Esto fue lo más vulgar que Suzi dijo aquella
noche. Todo lo que habló después correspondió a cosas espirituales y bellas. Marcel
recitó versos, la amó pasionalmente, y, por último, volvió a la declamación. Y
Suzi fue feliz. Tenía en sus ojos adormecidos un brillo triste que no engañaba.
Este débil fulgor decía en un lenguaje de sueño: “Tú eres Suzi, la de las poesías”.
7
Las cosas empezaron a tomar grandes
proporciones en cuanto el reloj del bar indicó que Julio tenía que marchar a
casa de “ella”. En el trayecto se le cruzó el disgusto que le producía la
delgadez de Rose. Con una desgana que hubiera escandalizado a Marcel, subió la
escalera y entró en la habitación. Era la primera noche y Rose no había llegado
aún.
Después de pasear, de sentarse sobre las dos
sillas y de observar el bidé –éste era portátil y enseñaba dos desconchaduras-
decidió desnudarse y meterse en la cama.
En vano esperó la llegada de Rose. No encontró
otra solución que apagar la luz, lo que originó que se durmiera, a pesar de los
esfuerzos que hizo por estar alerta. En pleno sueño le despertó un doble ruido;
Rose acababa de dar al interruptor de la luz.
-He venido más tarde de lo que pensaba –empezó
Rose, mientras se desnudaba rápidamente-, por causa de un pelma que no ha
querido dejarme hasta el último momento. Ya habrá tomado el tren de Bayona…
Creo que es un viajante.
Antes de entrar en la cama, Rose manipuló con
un irrigador. Julio procuró no escuchar los ruidos que hacía ella. Aquel jaleo
explicaba con demasiada claridad lo que sucedía en la habitación.
Cuando Rose acabó sus lavados, se acercó a la
cama con el bolso de calle, lo abrió y sacó unos billetes que puso encima de la
mesilla de noche. Tocó en un hombro de Julio para que volviera la cabeza y
observara el dinero.
-Está bien –dijo sin interés, y añadió-: Acuéstate,
tendrás mucho sueño.
-¡Ojalá pudiera dormirme en seguida! Todavía
tardaré en cerrar los ojos.
Rose llenó un vaso de agua, se tomó dos píldoras
blancas y bebió un sorbo.
-Si no fuera por esto –Rose se refería a las píldoras-
no podría dormir.
Se acostó pegada a Julio y respiró como si se
hallara cansada.
-¡Qué hombre ese! –se trataba del viajante-,
no ha parado en toda la noche. Y tú esperando, ¿verdad, niño mío?
Rose dio unos besos en la cara de Julio. Aunque
la alcoba estaba caliente por la calefacción, el rostro de Rose parecía helado.
-Pégate a mí –pidió ella-. ¿No sientes? Tengo
frío.
Como si el viajante fuera para Rose una obsesión,
volvió a sacarlo en sus palabras.
-Todavía quería que le acompañara a la estación.
-¿Por qué me hablas de ese hombre? –y Julio no
ocultó su irritación.
-¿Te molesta que hable del viajante?
-¡Naturalmente que me molesta! ¿Acaso necesito
saber lo que has hecho durante la noche?
-Sin embargo, bien esperabas mi dinero –confesó
Rose casi alterada.
-¿Tu dinero? ¿Quién te ha dicho que yo espero
tu dinero?
-Entonces, ¿por qué estás conmigo?
-Bien… bien… -Julio estaba próximo a gritar-. Estoy
por tu dinero, pero ahora déjame dormir.
Julio se separó, buscando un extremo de la
cama. Rose se descompuso al notar el movimiento.
-¿Por qué me tratas así? –gritó con la voz
rota.
-Si te dijera la verdad no ibas a entenderme…
Es preferible que durmamos.
-¿Pero qué es lo que yo he hecho? –clamó Rose
llena de indignación-. ¿Es que te doy asco?
-No, no me das asco; pero prefiero que me
dejes dormir. Además, ya es de día – y señaló la vaga claridad que venía de
fuera.
-Hace falta ser tonto para decirme eso –aclaró
Rose con ánimo de arreglar la cosa-. Tú no necesitas madrugar… Ahí tienes mi
dinero.
Julio guardó silencio, pero un silencio
mortificante.
-¿Por qué callas? ¿Te has vuelto bobo?
Necesito que hables, ¿o creerás que voy a quedarme conforme con esta manera de
portarte conmigo? –terminó a punto de llorar.
Julio siguió sin responder; pero no transcurrió
mucho tiempo cuando Rose volvió a la carga:
-Al fin y al cabo, estoy en mi casa.
Y antes de que añadiera otra cosa observó cómo
Julio se levantaba todo alterado. Cogió su ropa y empezó a vestirse con una
nerviosa rapidez.
-Supongo que lo de vestirte es una broma –dijo
Rose viendo que él ya se había puesto el chaleco y la americana.
Julio no respondió. Se puso el abrigo y alcanzó
la puerta.
Rose recibió la marcha verdaderamente
sorprendida. ¡Todo era tan extraño! Lo que más le llenaba de confusión era que
Julio no la había golpeado. Toda aturdida, abandonó la cama y abrió el balconcillo
en el justo instante que Julio salía del portal y marchaba calle adelante. Rose
lo llamó una vez, dos veces; pero Julio no volvió la cabeza. Rose no tuvo otro
remedio que regresar a la cama. Ya acostada, volvió a levantarse para cerrar el
balconcillo; pero antes miró la calle por donde Julio había pasado. La calle
estaba desierta y un sol amarillo sacaba reflejos a multitud de cosas que en
aquel momento no tenían para Rose el más mínimo interés.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Cátedra, en edición de Blanca Bravo, 2005, pp. 287-291. ISBN: 84-376-2253-0.]
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