9.-G. Plinio saluda a su querido Minicio Fundano
«[1] Es extraño cómo, puestos a pensar en
nuestra vida en Roma, si consideramos uno por uno los días que pasamos en ella,
a todos les encontramos, o así nos los parece, su razón de ser. Sin embargo, tomados todos
ellos en su conjunto, ninguna razón acude a nuestra mente que justifique el
empleo de nuestro tiempo. [2] En efecto, si preguntas a uno: “¿Qué has hecho hoy?” Te responderá: “He
asistido a una ceremonia de estreno de la toga viril, he sido invitado a la
formalización de un noviazgo o a una boda; tal amigo me ha rogado que acudiese
a su casa para firmar como testigo en su testamento, tal otro que lo asistiese
como abogado en los tribunales, tal otro que lo aconsejase en tal asunto…” [3]
Todo esto que te parece necesario el mismo día en que lo haces, si te paras a
pensar que lo has estado haciendo un día tras otro, te resulta entonces
absurdo, y mucho más cuando te has
retirado ya al campo. En ese momento, al pensar en ello, te asalta este
pensamiento: “¡En qué ocupaciones tan necias he consumido todos estos días!”
[4] Ésta es la sensación que yo tengo cuando
en El Laurentino leo, escribo o me entrego a los cuidados que exige mi salud,
pues de la fortaleza del cuerpo dependen los frutos del espíritu. [5] Nada de
lo que oigo causa en mí pesar por haberlo oído, ni me pesa tampoco haber dicho
nada de lo que he dicho. Nadie ataca a nadie en mi presencia con malvadas
palabras, ni yo tengo que censurar a nadie por su comportamiento, a no ser a mí
mismo, cuando no me satisface lo que escribo. Ninguna esperanza, ningún temor
me inquietan. No me llegan rumores que me desasosieguen. Tan sólo hablo conmigo
y con los volúmenes de mi biblioteca. [6] ¡Qué vida ésta tan sencilla y
conforme a las leyes de la naturaleza! ¡Cómo es dulce este retiro! ¡Cómo es
digno del hombre de bien y más hermoso que la mayoría de las empresas humanas!
¡Son ciertamente el mar y su ribera verdaderos mouseia* que nos hacen descubrir
todo tipo de maravillas y nos inspiran multitud de pensamientos!
[7] En consecuencia, así también tú, tan
pronto como se te presente la primera ocasión, deja atrás el estrépito de Roma,
abandona esa vida agitada, pero vacía, esas fatigas que a nada conducen, y
entrégate al estudio, retirado en el campo. [8] En efecto, como tan sabia e
ingeniosamente dijo nuestro querido Atilio, más vale llevar una vida retirada
que no hacer nada de provecho. Cuídate.
[…]
11.-G. Plinio saluda a su
querido Calestrio Tirón
[1] He sufrido una pérdida dolorosísima, si es
que la palabra “pérdida” puede dar cuenta en toda su extensión de lo que
significa la desaparición de tan gran varón. Ha muerto Corelio Rufo. Él mismo
decidió poner fin a su vida, lo que exaspera mi dolor. De entre todas las
muertes, la más digna de lamentar es a mis ojos aquella que ni la naturaleza ni
el hado impusieron. [2] Pues mientras que en el caso de aquellos que víctimas
de una enfermedad llegan al final de sus días, encontramos un gran consuelo en
el pensamiento de que esa muerte era algo inevitable, en el caso de aquellos
otros a los que se lleva una muerte que ellos mismos llamaron en su busca,
nuestro dolor, por el contrario, no tiene límites cuando pensamos que pudieron
haber vivido aún muchos años. [3] A Corelio, ciertamente, una razón de gran peso,
que para los sabios puede tanto como la necesidad impuesta por la naturaleza,
lo empujó a tomar esa decisión, y ello pese a que tenía muchos motivos para
vivir: una conciencia intachable, una reputación excelente, un prestigio
incomparable, y además de todo ello una hija, una esposa, un nieto, varias
hermanas, prendas de su amor entre las que no faltaban verdaderos amigos. [4]
Era atormentado, no obstante, por una enfermedad tan prolongada y tan dolorosa
que finalmente todos estos motivos tan valiosos que lo instaban a vivir
tuvieron que ceder ante las razones que lo empujaban a morir.
A la edad de treinta y dos años, se lo oí
decir con frecuencia a él mismo, fue atacado por la gota. Este mal, decía, le
venía de su padre. Y es que, en efecto, a menudo las enfermedades, entre otras
cosas, se transmiten de padres a hijos como si fuesen una parte más de la
herencia. [5] Mientras gozó del vigor de la juventud, consiguió vencer y
superar este mal por la frugalidad y moderación de su vida. Durante los últimos
años, en los que su enfermedad se había agravado con la vejez, la soportaba por
la sola fuerza de su espíritu, aunque padecía terribles dolores y penosísimos
sufrimientos. [6] En efecto, en esa época su mal no afectaba sólo a sus pies,
como antes, sino que se había extendido a todos sus miembros. Recuerdo una
ocasión, en tiempos de Domiciano, en que lo visité en su casa de las afueras de
Roma, donde yacía postrado. [7] Inmediatamente sus esclavos salieron de la
habitación, dejándonos solos. Éstas eran sus órdenes, en efecto, siempre que
acudían a verlo sus más íntimos amigos. Y hasta su esposa se retiraba en tal
ocasión, aunque era una mujer absolutamente digna de que se le confiase
cualquier secreto. [8] Recorrió la habitación con los ojos y, tras asegurarse de
que estábamos solos, me dijo: “¿Por qué crees que soporto durante tanto tiempo
ya estos dolores tan crueles? Pues para sobrevivir siquiera un solo día a ese
malvado”. Y si le hubiese sido dado un cuerpo a la altura de su valor, con sus
propias manos habría hecho realidad sus deseos.
Pero los dioses escucharon su plegaria. Viendo
cumplido, así, el principal propósito de su vida, considerando que no estaba ya
sujeto a ninguna preocupación y que podía morir como un hombre libre, decidió
romper los últimos lazos, numerosos, pero secundarios, que lo ligaban a esta
vida. [9] Su enfermedad había empeorado de nuevo, por lo que intentó mitigarla
con su acostumbrada templanza y su constancia consiguió que su persistente mal
remitiese. Luego pasaron dos, tres, cuatro días y él se abstenía de probar
alimento, Su esposa, Hispula, envió a verme a nuestro común amigo G. Geminio
con la tristísima noticia de que Corelio había decidido dejarse morir y ni sus
propios ruegos ni los de su hija habían logrado hacerle cambiar de opinión. Me
decía que yo era su última esperanza, que sólo yo podía suscitar de nuevo en él
el deseo de vivir. [10] Corrí a su lado. Me acercaba a su casa cuando Julio Ático,
enviado también por Hispula, me hace saber que ni siquiera yo podría conseguir
nada ya, que tan obstinadamente Corelio se había ido reafirmando más y más en
su decisión. Había dicho, en efecto, al médico cuando éste intentaba que
probase algo de alimento: “Kekrika”**. Esta palabra ha dejado una huella indeleble en mi
espíritu, fruto tanto de la admiración que me ha hecho sentir por él como de la
añoranza que, al recordarla, me causa su ausencia.
[11] Pienso en el excelente amigo y en el
excelente varón del que me veo privado. Tenía, ciertamente, sesenta y siete
años cumplidos, una edad muy avanzada incluso para los más robustos. Lo sé. Se
ha liberado de una larguísima enfermedad. Lo sé. Ha muerto sin haber sufrido la
pérdida de ninguno de sus seres queridos, en un momento en que nuestra patria,
que para él era lo más querido de todo, goza de una gran prosperidad. También
esto lo sé. [12] Y sin embargo lo lamento como si se tratase de la muerte de un
hombre joven y de gran vigor. Y aunque me consideres un hombre débil, lo
lamento también por mí mismo, pues, al perderlo a él, he perdido a un testigo
de mi propia vida, a quien en ella me servía de guía y de maestro. Te diré en
resumen lo mismo que a mi querido amigo Calvisio al poco de conocer esta
desdicha: “Temo cumplir con menos celo mis deberes a partir de ahora”. [13] Por
todo ello, escríbeme para consolarme, pero no con frases del tipo “era una
persona mayor, estaba enfermo”, todos estos razonamientos ya los conozco, sino
con argumentos que sean nuevos y de gran eficacia, tales que yo nunca los haya
oído antes, que nunca antes los haya leído. Y es que todos estos consuelos que
alguna vez he oído o que he leído, ya acuden a mi mente por sí mismos, pero se
ven superados por un dolor tan grande como es éste de ahora. Cuídate.
[…]
14.-G.
Plinio saluda a su querido Junio Máurico
[1] Me ruegas que busque un marido adecuado
para la hija de tu hermano, y es justo que sea a mí antes que a nadie a quien
solicites este servicio. Sabes, en efecto, cuánto admiré y aprecié a ese
excelente varón que fue tu hermano: sus consejos me acompañaron durante toda mi
juventud y gracias a sus alabanzas llegué a parecer digno de se alabado. [2] Ningún
servicio más noble ni que me resulte más agradable has podido solicitarme, ningún
otro había que yo pudiese aceptar más honrosamente que el de escoger a un joven
que sea digno de ser el padre de los nietos de Aruleno Rústico.
[3] Habría sido necesario quizás buscarlo
durante largo tiempo, si no existiese ya un candidato ideal, casi como si
hubiese estado previsto de antemano, en la persona de Minicio Aciliano, con
quien estoy unido por esos lazos de afecto tan íntimos como sólo pueden estar
unidos dos jóvenes amigos (pues, en efecto, es tan sólo unos pocos años más joven
que yo), pero que, al mismo tiempo, me respeta como a un anciano, pues desea
ser formado e instruido por mí como yo lo fui en otro tiempo por ti y por tu hermano.
[4] Es natural de Brixia, de esa parte de nuestra querida Italia que aún
conserva mucho de esa antigua modestia, templanza y sencillez tradicionales del
campesinado italiano y las mantiene vivas. [5] Su padre es Minicio Macrino, que
ejerce la primacía dentro del estamento de los caballeros, y eso porque no ha
tenido aspiraciones más altas. En efecto, cuando el divino Vespasiano quiso nombrarlo senador y adjudicarle un rango
equivalente al de los antiguos pretores, prefirió seguir viviendo como un
ciudadano particular rodeado de la
estima general antes que participar no sé si decir de las intrigas o de los
honores de la vida pública, mostrando así toda la firmeza de sus principios. [6]
Su abuela materna es Serrana Prócula, del municipio de Patavium. Ya conoces la
rigidez de las costumbres de esa región, pues, aún así, Serrana es un modelo de
decoro incluso para sus paisanos. Igualmente su tío materno P. Acilio es de una seriedad, una inteligencia y una
lealtad prácticamente excepcionales. En definitiva, no encontrarás en toda su
familia nada que no te agrade encontrar también en la tuya.
[7] Y por lo que al propio Aciliano se
refiere, es un hombre de una gran energía y muy trabajador, cualidades que
acompaña, no obstante, de una gran modestia. Ha ejercido de la manera más
honrosa la cuestura, el tribunado y la pretura, y así por sus propios méritos
te ha evitado ya la necesidad de apoyar su candidatura a las magistraturas. [8]
Su rostro es de una gran delicadeza y bajo él fluye en abundancia la sangre, lo
que hace que tenga siempre muy buen color. En cuanto al resto de su cuerpo, su
figura es tan hermosa como conviene a un hombre libre y hay en ella una cierta
nobleza digna de un senador. Creo que todos estos atractivos no deben
despreciarse en absoluto, pues han de ser ofrecidos como una especie de premio
a la pureza de las jóvenes doncellas. [9] No sé si añadir que su padre posee
grandes riquezas. En efecto, cuando considero que eres tú quien me ha rogado
que le busque yerno, creo que debo dejar fuera de la discusión el aspecto económico;
sin embargo, cuando pienso en las costumbres de nuestra sociedad y en las leyes
de nuestra ciudad, que consideran que la fortuna personal debe ser valorada
incluso como uno de los atributos más importantes del individuo, me parece que
tampoco debo pasar por alto esta circunstancia. Y es que, en efecto, el que
desea tener hijos, sobre todo si desea tener una familia numerosa, debe incluir
también esta consideración a la hora de elegir el mejor partido. [10] Quizá
pienses que me he dejado llevar por el amor que siento por este joven y que he defendido
su candidatura por encima de lo que sus méritos lo permiten. No obstante, te
doy mi palabra de que cuando lo conozcas, descubrirás que sus cualidades son
mucho mayores de lo que mi descripción deja entrever. Siento, desde luego, una
extraordinaria simpatía por este joven, tanta como se merece, pero ten en
cuenta que precisamente, cuando queremos a una persona, procuramos no
excedernos en nuestros elogios de modo que éstos no lleguen a resultar una
carga para ella. Cuídate.»
*Esto es: “santuarios habitados por las
Musas”.
**Esto es: “Mi sentencia es irrevocable”.
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