jueves, 15 de abril de 2021

Epistolario (Libros I-X).- Plinio el Joven (61-112)


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9.-G. Plinio saluda a su querido Minicio Fundano


 «[1] Es extraño cómo, puestos a pensar en nuestra vida en Roma, si consideramos uno por uno los días que pasamos en ella, a todos les encontramos, o así nos los parece, su  razón de ser. Sin embargo, tomados todos ellos en su conjunto, ninguna razón acude a nuestra mente que justifique el empleo de nuestro tiempo. [2] En efecto, si preguntas a  uno: “¿Qué has hecho hoy?” Te responderá: “He asistido a una ceremonia de estreno de la toga viril, he sido invitado a la formalización de un noviazgo o a una boda; tal amigo me ha rogado que acudiese a su casa para firmar como testigo en su testamento, tal otro que lo asistiese como abogado en los tribunales, tal otro que lo aconsejase en tal asunto…” [3] Todo esto que te parece necesario el mismo día en que lo haces, si te paras a pensar que lo has estado haciendo un día tras otro, te resulta entonces absurdo,  y mucho más cuando te has retirado ya al campo. En ese momento, al pensar en ello, te asalta este pensamiento: “¡En qué ocupaciones tan necias he consumido todos estos días!”
 [4] Ésta es la sensación que yo tengo cuando en El Laurentino leo, escribo o me entrego a los cuidados que exige mi salud, pues de la fortaleza del cuerpo dependen los frutos del espíritu. [5] Nada de lo que oigo causa en mí pesar por haberlo oído, ni me pesa tampoco haber dicho nada de lo que he dicho. Nadie ataca a nadie en mi presencia con malvadas palabras, ni yo tengo que censurar a nadie por su comportamiento, a no ser a mí mismo, cuando no me satisface lo que escribo. Ninguna esperanza, ningún temor me inquietan. No me llegan rumores que me desasosieguen. Tan sólo hablo conmigo y con los volúmenes de mi biblioteca. [6] ¡Qué vida ésta tan sencilla y conforme a las leyes de la naturaleza! ¡Cómo es dulce este retiro! ¡Cómo es digno del hombre de bien y más hermoso que la mayoría de las empresas humanas! ¡Son ciertamente el mar y su ribera verdaderos mouseia* que nos hacen descubrir todo tipo de maravillas y nos inspiran multitud de pensamientos!
 [7] En consecuencia, así también tú, tan pronto como se te presente la primera ocasión, deja atrás el estrépito de Roma, abandona esa vida agitada, pero vacía, esas fatigas que a nada conducen, y entrégate al estudio, retirado en el campo. [8] En efecto, como tan sabia e ingeniosamente dijo nuestro querido Atilio, más vale llevar una vida retirada que no hacer nada de provecho. Cuídate.
[…]

 11.-G. Plinio saluda a su querido Calestrio Tirón

 [1] He sufrido una pérdida dolorosísima, si es que la palabra “pérdida” puede dar cuenta en toda su extensión de lo que significa la desaparición de tan gran varón. Ha muerto Corelio Rufo. Él mismo decidió poner fin a su vida, lo que exaspera mi dolor. De entre todas las muertes, la más digna de lamentar es a mis ojos aquella que ni la naturaleza ni el hado impusieron. [2] Pues mientras que en el caso de aquellos que víctimas de una enfermedad llegan al final de sus días, encontramos un gran consuelo en el pensamiento de que esa muerte era algo inevitable, en el caso de aquellos otros a los que se lleva una muerte que ellos mismos llamaron en su busca, nuestro dolor, por el contrario, no tiene límites cuando pensamos que pudieron haber vivido aún muchos años. [3] A Corelio, ciertamente, una razón de gran peso, que para los sabios puede tanto como la necesidad impuesta por la naturaleza, lo empujó a tomar esa decisión, y ello pese a que tenía muchos motivos para vivir: una conciencia intachable, una reputación excelente, un prestigio incomparable, y además de todo ello una hija, una esposa, un nieto, varias hermanas, prendas de su amor entre las que no faltaban verdaderos amigos. [4] Era atormentado, no obstante, por una enfermedad tan prolongada y tan dolorosa que finalmente todos estos motivos tan valiosos que lo instaban a vivir tuvieron que ceder ante las razones que lo empujaban a morir.
 A la edad de treinta y dos años, se lo oí decir con frecuencia a él mismo, fue atacado por la gota. Este mal, decía, le venía de su padre. Y es que, en efecto, a menudo las enfermedades, entre otras cosas, se transmiten de padres a hijos como si fuesen una parte más de la herencia. [5] Mientras gozó del vigor de la juventud, consiguió vencer y superar este mal por la frugalidad y moderación de su vida. Durante los últimos años, en los que su enfermedad se había agravado con la vejez, la soportaba por la sola fuerza de su espíritu, aunque padecía terribles dolores y penosísimos sufrimientos. [6] En efecto, en esa época su mal no afectaba sólo a sus pies, como antes, sino que se había extendido a todos sus miembros. Recuerdo una ocasión, en tiempos de Domiciano, en que lo visité en su casa de las afueras de Roma, donde yacía postrado. [7] Inmediatamente sus esclavos salieron de la habitación, dejándonos solos. Éstas eran sus órdenes, en efecto, siempre que acudían a verlo sus más íntimos amigos. Y hasta su esposa se retiraba en tal ocasión, aunque era una mujer absolutamente digna de que se le confiase cualquier secreto. [8] Recorrió la habitación con los ojos y, tras asegurarse de que estábamos solos, me dijo: “¿Por qué crees que soporto durante tanto tiempo ya estos dolores tan crueles? Pues para sobrevivir siquiera un solo día a ese malvado”. Y si le hubiese sido dado un cuerpo a la altura de su valor, con sus propias manos habría hecho realidad sus deseos.
 Pero los dioses escucharon su plegaria. Viendo cumplido, así, el principal propósito de su vida, considerando que no estaba ya sujeto a ninguna preocupación y que podía morir como un hombre libre, decidió romper los últimos lazos, numerosos, pero secundarios, que lo ligaban a esta vida. [9] Su enfermedad había empeorado de nuevo, por lo que intentó mitigarla con su acostumbrada templanza y su constancia consiguió que su persistente mal remitiese. Luego pasaron dos, tres, cuatro días y él se abstenía de probar alimento, Su esposa, Hispula, envió a verme a nuestro común amigo G. Geminio con la tristísima noticia de que Corelio había decidido dejarse morir y ni sus propios ruegos ni los de su hija habían logrado hacerle cambiar de opinión. Me decía que yo era su última esperanza, que sólo yo podía suscitar de nuevo en él el deseo de vivir. [10] Corrí a su lado. Me acercaba a su casa cuando Julio Ático, enviado también por Hispula, me hace saber que ni siquiera yo podría conseguir nada ya, que tan obstinadamente Corelio se había ido reafirmando más y más en su decisión. Había dicho, en efecto, al médico cuando éste intentaba que probase algo de alimento: “Kekrika”**. Esta palabra ha dejado una huella indeleble en mi espíritu, fruto tanto de la admiración que me ha hecho sentir por él como de la añoranza que, al recordarla, me causa su ausencia.
 [11] Pienso en el excelente amigo y en el excelente varón del que me veo privado. Tenía, ciertamente, sesenta y siete años cumplidos, una edad muy avanzada incluso para los más robustos. Lo sé. Se ha liberado de una larguísima enfermedad. Lo sé. Ha muerto sin haber sufrido la pérdida de ninguno de sus seres queridos, en un momento en que nuestra patria, que para él era lo más querido de todo, goza de una gran prosperidad. También esto lo sé. [12] Y sin embargo lo lamento como si se tratase de la muerte de un hombre joven y de gran vigor. Y aunque me consideres un hombre débil, lo lamento también por mí mismo, pues, al perderlo a él, he perdido a un testigo de mi propia vida, a quien en ella me servía de guía y de maestro. Te diré en resumen lo mismo que a mi querido amigo Calvisio al poco de conocer esta desdicha: “Temo cumplir con menos celo mis deberes a partir de ahora”. [13] Por todo ello, escríbeme para consolarme, pero no con frases del tipo “era una persona mayor, estaba enfermo”, todos estos razonamientos ya los conozco, sino con argumentos que sean nuevos y de gran eficacia, tales que yo nunca los haya oído antes, que nunca antes los haya leído. Y es que todos estos consuelos que alguna vez he oído o que he leído, ya acuden a mi mente por sí mismos, pero se ven superados por un dolor tan grande como es éste de ahora. Cuídate.
[…]

 14.-G. Plinio saluda a su querido Junio Máurico

Resultado de imagen de plinio el joven epistolario [1] Me ruegas que busque un marido adecuado para la hija de tu hermano, y es justo que sea a mí antes que a nadie a quien solicites este servicio. Sabes, en efecto, cuánto admiré y aprecié a ese excelente varón que fue tu hermano: sus consejos me acompañaron durante toda mi juventud y gracias a sus alabanzas llegué a parecer digno de se alabado. [2] Ningún servicio más noble ni que me resulte más agradable has podido solicitarme, ningún otro había que yo pudiese aceptar más honrosamente que el de escoger a un joven que sea digno de ser el padre de los nietos de Aruleno Rústico.
 [3] Habría sido necesario quizás buscarlo durante largo tiempo, si no existiese ya un candidato ideal, casi como si hubiese estado previsto de antemano, en la persona de Minicio Aciliano, con quien estoy unido por esos lazos de afecto tan íntimos como sólo pueden estar unidos dos jóvenes amigos (pues, en efecto, es tan sólo unos pocos años más joven que yo), pero que, al mismo tiempo, me respeta como a un anciano, pues desea ser formado e instruido por mí como yo lo fui en otro tiempo por ti y por tu hermano. [4] Es natural de Brixia, de esa parte de nuestra querida Italia que aún conserva mucho de esa antigua modestia, templanza y sencillez tradicionales del campesinado italiano y las mantiene vivas. [5] Su padre es Minicio Macrino, que ejerce la primacía dentro del estamento de los caballeros, y eso porque no ha tenido aspiraciones más altas. En efecto, cuando el divino Vespasiano  quiso nombrarlo senador y adjudicarle un rango equivalente al de los antiguos pretores, prefirió seguir viviendo como un ciudadano particular  rodeado de la estima general antes que participar no sé si decir de las intrigas o de los honores de la vida pública, mostrando así toda la firmeza de sus principios. [6] Su abuela materna es Serrana Prócula, del municipio de Patavium. Ya conoces la rigidez de las costumbres de esa región, pues, aún así, Serrana es un modelo de decoro incluso para sus paisanos. Igualmente su tío materno P. Acilio  es de una seriedad, una inteligencia y una lealtad prácticamente excepcionales. En definitiva, no encontrarás en toda su familia nada que no te agrade encontrar también en la tuya.
 [7] Y por lo que al propio Aciliano se refiere, es un hombre de una gran energía y muy trabajador, cualidades que acompaña, no obstante, de una gran modestia. Ha ejercido de la manera más honrosa la cuestura, el tribunado y la pretura, y así por sus propios méritos te ha evitado ya la necesidad de apoyar su candidatura a las magistraturas. [8] Su rostro es de una gran delicadeza y bajo él fluye en abundancia la sangre, lo que hace que tenga siempre muy buen color. En cuanto al resto de su cuerpo, su figura es tan hermosa como conviene a un hombre libre y hay en ella una cierta nobleza digna de un senador. Creo que todos estos atractivos no deben despreciarse en absoluto, pues han de ser ofrecidos como una especie de premio a la pureza de las jóvenes doncellas. [9] No sé si añadir que su padre posee grandes riquezas. En efecto, cuando considero que eres tú quien me ha rogado que le busque yerno, creo que debo dejar fuera de la discusión el aspecto económico; sin embargo, cuando pienso en las costumbres de nuestra sociedad y en las leyes de nuestra ciudad, que consideran que la fortuna personal debe ser valorada incluso como uno de los atributos más importantes del individuo, me parece que tampoco debo pasar por alto esta circunstancia. Y es que, en efecto, el que desea tener hijos, sobre todo si desea tener una familia numerosa, debe incluir también esta consideración a la hora de elegir el mejor partido. [10] Quizá pienses que me he dejado llevar por el amor que siento por este joven y que he defendido su candidatura por encima de lo que sus méritos lo permiten. No obstante, te doy mi palabra de que cuando lo conozcas, descubrirás que sus cualidades son mucho mayores de lo que mi descripción deja entrever. Siento, desde luego, una extraordinaria simpatía por este joven, tanta como se merece, pero ten en cuenta que precisamente, cuando queremos a una persona, procuramos no excedernos en nuestros elogios de modo que éstos no lleguen a resultar una carga para ella. Cuídate.»                

 *Esto es: “santuarios habitados por las Musas”.
 **Esto es: “Mi sentencia es irrevocable”.

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2007, en edición y traducción de José Carlos Martín, pp. 99-101, 104-107 y 110-112. ISBN: 978-84-376-2424-2.]
  

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