Breve fisiología existencial de la conversación
«No todas las personas saben escuchar ni se
puede presuponer razonablemente que hablen en condiciones equitativas. Precisamente
porque no todos se articulan con la misma elegancia, claridad, profundidad,
conocimientos y fuerza de persuasión cobra sentido la exigencia de igualdad, a
saber, para no crear jerarquías basadas en criterios cognitivos, como quisieran
los partidarios de la democracia censitaria.
Las democracias exigen tácitamente que todos
puedan opinar sobre asuntos de los que no saben nada. Es una circunstancia análoga
a la que provocan los silencios incómodos entre personas que no tienen nada que
decirse pero sienten que es de mala educación permanecer juntos en silencio. Una
situación que se ha ampliado a la relación de los individuos consigo mismos,
incitados irresistiblemente a comunicarse todo el tiempo con el potentísimo
adminículo que portan casi adosado al cuerpo.
La obligación moral de tener una opinión sobre
los asuntos políticamente relevantes contrasta con las notables diferencias –no
sólo de clase y económicas- entre las personas. Algunos tienen un nudo en la
garganta. Las opiniones que de ahí salen deben abrirse paso entre oquedades y
escondrijos casi como si partieran del centro de una pirámide. Tras este
laborioso recorrido, las palabras salen ya agotadas, pues antes de ser emitidas
han sido diseccionadas, sopesadas desde todos los ángulos, y los argumentos
travestidos en su contrario, ponderando las razones recíprocas. Este parco
hablante, a quien podemos llamar empatista,
es llevado a abrazar a los enemigos, porque a veces confunde la inclinación
ante los mejores argumentos con la pleitesía que el burgués le debe al cliente.
Desconfiado de sí mismo, el empatista actúa guiado por una mezcla de impotencia
y vasallaje que en las conversaciones le lleva a preferir la derrota a la
victoria dialéctica.
En el otro extremo se halla el polemista, que se expresa hechizado por
su propio ingenio y que utiliza las palabras sólo para afirmarse en
contraposición con quien sea. El exceso de espontaneidad lo hace simpático y
atractivo, por lo que, a pesar de su connatural deshonestidad intelectual,
suele inclinar los debates al terreno que más le conviene. Las reacciones
airadas que también provoca no lo amedrentan, sino que son un incentivo de su
producción verbal.
El empatista elucubra tanto antes de hablar que
las palabras le salen trituradas, mudas, poco expresivas, sin brillo,
congestionadas, como si se hicieran oír a través de una espesa capa de mocos. Es
tan consciente de sus limitaciones, tan impiadoso consigo, que siempre preferiría
callar y suele necesitar estimulantes artificiales para manifestarse. Se diría
entonces que el polemista no es más que un empatista borracho que busca
conocerse hablando.
Todos hablamos porque todos tenemos la obligación
y el derecho de tener una opinión. Tal unanimidad invita a un pensamiento afónico
cuya forma de expresión sea la ausencia de expresión. La dificultad para
deshacer nudos neuronales, el miedo a manifestar los afectos propios y la
renuncia a hablar de lo que no se conoce desembocan en un silencio desde el
cual se oye el ruido circundante.
En las debidas circunstancias, también hay
razones óptimas para hablar, a gritos si es necesario. El vigor de la palabra
emitida por quien de repente logra devolverle vitalidad a su laringe y alcanza
la fonación no es causado por una repentina iluminación cognitiva. Quien súbitamente
rompe su silencio, para el que tenía las buenas razones de su ignorancia –del conocimiento
de lo que ignora-, lleva consigo el sello de la autenticidad. Puede que hable o
grite para protestar por una injusticia padecida o percibida. Su autoridad
proviene del daño que pretende expresar. Sin embargo, al levantar la voz y
gesticular vehementemente corre el riesgo de hurtarse esta autoridad, que es
arteramente interpretada como sobreactuación histérica. La palabra articulada en
forma de grito es creíble en la medida en que da voz genuina a la
vulnerabilidad humana. Al escucharla y traducirla a las mejores palabras se
consuma la finalidad de la fonación: “la palabra es para manifestar lo
conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto”*.
No sólo están los que no saben o no pueden
hablar, también los que deciden no oír. Nos prestamos oídos unos a otros, pues
sin un tú no hay palabra. Si
aceptamos, como hacemos ahora, que la comunicación –y no la expresión- es la función fundamental del discurso político
libre (free political speech),
entonces presuponemos un receptor para toda emisión. El del anacoreta es dios;
el de la prensa, la ciudadanía; el del maestro, el alumno; el del amante, el
amado. El receptor puede estar ausente, pero no por eso desaparece, pues quien
piensa habla consigo mismo.
Es mucho presuponer, sin embargo, que haya
alguien que escucha en general. Ni siquiera podemos estar seguros de que quien
está a nuestro lado lo haga.
¿Cómo son las palabras de los que conviven? ¿Qué
escuchamos cuando escuchamos al partenaire de una vida? “Estar con quien se ama
y pensar en otra cosa: así tengo los mejores pensamientos”, escribe Barthes. Se
puede “pensar en otra cosa” con quien se ama, porque la conversación amorosa no
exige alcanzar un acuerdo sino afianzar el entendimiento previo. Tal vez la
vida en pareja exitosa sea aquella en la cual los gestos cotidianos poseen
sentido en la medida en que se encuentran ligados a una íntima comprensión
mutua, siendo las palabras los travesaños de un destino común. Cuando abundan
los reproches de quien no se siente escuchado, entonces es que el vínculo
previo no da más de sí. Entonces, las palabras que sirven para construir
puentes cotidianos han sido silenciadas y sustituidas por gestos de rechazo**. El
resultado es que ya no se puede “pensar en otra cosa”; no se puede pensar.
También escuchamos para saber qué hacer, para
proyectarnos hacia el futuro. Ejercemos la libertad seleccionado a quién le
damos crédito como prestamistas de nuestros oídos. Al hacerlo estamos ya
decidiendo qué queremos escuchar. Lo decisivo entonces no es tanto qué nos dice
el otro como que nosotros lo hayamos elegido para que nos aconseje o ilustre y
por tanto sepamos ya qué nos dirá. Eso no es más que escuchar en forma
debilitada.
Hay asimismo la escucha de quien no escucha porque
está obcecado en sus convicciones y se ha quedado sordo de tanto escucharse. El
egotista, como el polemista, incurre en conversiones unilaterales durante las
cuales expulsa frases a borbotones que no necesitan un interlocutor que preste
oídos sino alguien que beba sus palabras. Este escuchante pasivo deglute
significantes como otros se zampan libros, y corre el peligro de indigestarse
por exceso de empatía.
Puede que todo se reduzca a una cuestión
fisiológica, pues sin los órganos pertinentes no hay escucha ni fonación. Con
el incremento de la esperanza de vida han aumentado los casos de sordera, así
como los productos para mejorar la calidad auditiva de la gente. El sordo, dado
que no entiende, ha sido tratado históricamente como un idiota; incapaz de
conversar, queda excluido de la sociedad. El proceso de sordera, para quien la
adquiere con la edad, se puede dar en un breve lapso. En pocos años, surgen
pitidos insoportables que impiden cualquier actividad hasta que el torturado
paciente se acostumbra a su infierno interior. O bien se da una pérdida de
agudos acompañada de dificultad para distinguir las palabras en medio del
ruido. El individuo deja de socializar de manera óptima, salvo que se instale
la correspondiente tecnología que lo devuelva a la percepción adecuada de los
sonidos articulados: pequeños adminículos que hacen maravillas, pues filtran los
sonidos redundantes y devuelven la funcionalidad social al sordo o casi sordo.
Se restaura así el déficit de recepción y se devuelve al individuo a la
comunidad. Al abuelo, con sus aparatos recién instalados, ya no hay que
repetirle mil veces las cosas, deja de ser un interlocutor irritante y
participa íntegramente en el galimatías colectivo***.
Sin embargo, la fisiología del oído es
existencial. No se reduce a su complexión ni se explica mediante resonancias
magnéticas, requiere antes bien un ojo clínico que sepa ver el vínculo psicosomático
o sociosomático de las patologías de la escucha. Perdemos oído también porque
ya hemos escuchado bastante, porque no queremos oír nada más, porque lo que
hemos escuchado nos ha dañado. De tanto escuchar, algunos se debilitan, como si
hubiera un cupo de lo que uno puede recibir sin perderse en el otro. Tal vez
por eso algunas sorderas sean inasequibles a las explicaciones científicas. Los
médicos se escudan entonces en eventuales traumas auditivos de la infancia,
porque cuando no saben qué decir aducen otras explicaciones plausibles y válidas
por eliminación. Tampoco les corresponde a ellos diagnosticar intoxicaciones de
palabras.
El poeta que atiende a las palabras de la
lengua reconocerá a las musas cuando lo tienten, no duda, sólo espera. En
cambio, quien quiere entender le que le parece incomprensible se pierde por el
camino y acaba aprendiendo más del rodeo a ninguna parte que de la llegada a
donde sea.»
** Esto debe de ser lo que tiene en mente
Michel Houellebecq, que siempre sabe encontrar las mejores palabras para
escenificar lúcidamente el desencanto del narciso moderno, cuando escribe: “la
vocación de la palabra no es crear el amor, sino la división y el odio, la
palabra separa a medida que se formula, mientras que un informe parloteo
amoroso, semilingüístico, hablar a tu mujer o a tu hombre como se hablaría a un
perro, genera las condiciones de un amor incondicional y duradero”, Serotonina, Anagrama, Barcelona, 2019,
p. 80. [N. del A.]
*** A propósito de la sordera y su “mundo completo”,
es muy recomendable el estudio de Oliver Sacks Veo una voz, Anagrama, Barcelona, 2003. [N. del A.]
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