sábado, 17 de abril de 2021

Las mejores palabras. De la libre expresión.- Daniel Gamper (1969)


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Breve fisiología existencial de la conversación


 «No todas las personas saben escuchar ni se puede presuponer razonablemente que hablen en condiciones equitativas. Precisamente porque no todos se articulan con la misma elegancia, claridad,  profundidad, conocimientos y fuerza de persuasión cobra sentido la exigencia de igualdad, a saber, para no crear jerarquías basadas en criterios cognitivos, como quisieran los partidarios de la democracia censitaria.
 Las democracias exigen tácitamente que todos puedan opinar sobre asuntos de los que no saben nada. Es una circunstancia análoga a la que provocan los silencios incómodos entre personas que no tienen nada que decirse pero sienten que es de mala educación permanecer juntos en silencio. Una situación que se ha ampliado a la relación de los individuos consigo mismos, incitados irresistiblemente a comunicarse todo el tiempo con el potentísimo adminículo que portan casi adosado al cuerpo.
 La obligación moral de tener una opinión sobre los asuntos políticamente relevantes contrasta con las notables diferencias –no sólo de clase y económicas- entre las personas. Algunos tienen un nudo en la garganta. Las opiniones que de ahí salen deben abrirse paso entre oquedades y escondrijos casi como si partieran del centro de una pirámide. Tras este laborioso recorrido, las palabras salen ya agotadas, pues antes de ser emitidas han sido diseccionadas, sopesadas desde todos los ángulos, y los argumentos travestidos en su contrario, ponderando las razones recíprocas. Este parco hablante, a quien podemos llamar empatista, es llevado a abrazar a los enemigos, porque a veces confunde la inclinación ante los mejores argumentos con la pleitesía que el burgués le debe al cliente. Desconfiado de sí mismo, el empatista actúa guiado por una mezcla de impotencia y vasallaje que en las conversaciones le lleva a preferir la derrota a la victoria dialéctica.
 En el otro extremo se halla el polemista, que se expresa hechizado por su propio ingenio y que utiliza las palabras sólo para afirmarse en contraposición con quien sea. El exceso de espontaneidad lo hace simpático y atractivo, por lo que, a pesar de su connatural deshonestidad intelectual, suele inclinar los debates al terreno que más le conviene. Las reacciones airadas que también provoca no lo amedrentan, sino que son un incentivo de su producción verbal.
 El empatista elucubra tanto antes de hablar que las palabras le salen trituradas, mudas, poco expresivas, sin brillo, congestionadas, como si se hicieran oír a través de una espesa capa de mocos. Es tan consciente de sus limitaciones, tan impiadoso consigo, que siempre preferiría callar y suele necesitar estimulantes artificiales para manifestarse. Se diría entonces que el polemista no es más que un empatista borracho que busca conocerse hablando.
 Todos hablamos porque todos tenemos la obligación y el derecho de tener una opinión. Tal unanimidad invita a un pensamiento afónico cuya forma de expresión sea la ausencia de expresión. La dificultad para deshacer nudos neuronales, el miedo a manifestar los afectos propios y la renuncia a hablar de lo que no se conoce desembocan en un silencio desde el cual se oye el ruido circundante.
 En las debidas circunstancias, también hay razones óptimas para hablar, a gritos si es necesario. El vigor de la palabra emitida por quien de repente logra devolverle vitalidad a su laringe y alcanza la fonación no es causado por una repentina iluminación cognitiva. Quien súbitamente rompe su silencio, para el que tenía las buenas razones de su ignorancia –del conocimiento de lo que ignora-, lleva consigo el sello de la autenticidad. Puede que hable o grite para protestar por una injusticia padecida o percibida. Su autoridad proviene del daño que pretende expresar. Sin embargo, al levantar la voz y gesticular vehementemente corre el riesgo de hurtarse esta autoridad, que es arteramente interpretada como sobreactuación histérica. La palabra articulada en forma de grito es creíble en la medida en que da voz genuina a la vulnerabilidad humana. Al escucharla y traducirla a las mejores palabras se consuma la finalidad de la fonación: “la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto”*.
 No sólo están los que no saben o no pueden hablar, también los que deciden no oír. Nos prestamos oídos unos a otros, pues sin un no hay palabra. Si aceptamos, como hacemos ahora, que la comunicación –y no la expresión-  es la función fundamental del discurso político libre (free political speech), entonces presuponemos un receptor para toda emisión. El del anacoreta es dios; el de la prensa, la ciudadanía; el del maestro, el alumno; el del amante, el amado. El receptor puede estar ausente, pero no por eso desaparece, pues quien piensa habla consigo mismo.
 Es mucho presuponer, sin embargo, que haya alguien que escucha en general. Ni siquiera podemos estar seguros de que quien está a nuestro lado lo haga.
 ¿Cómo son las palabras de los que conviven? ¿Qué escuchamos cuando escuchamos al partenaire de una vida? “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: así tengo los mejores pensamientos”, escribe Barthes. Se puede “pensar en otra cosa” con quien se ama, porque la conversación amorosa no exige alcanzar un acuerdo sino afianzar el entendimiento previo. Tal vez la vida en pareja exitosa sea aquella en la cual los gestos cotidianos poseen sentido en la medida en que se encuentran ligados a una íntima comprensión mutua, siendo las palabras los travesaños de un destino común. Cuando abundan los reproches de quien no se siente escuchado, entonces es que el vínculo previo no da más de sí. Entonces, las palabras que sirven para construir puentes cotidianos han sido silenciadas y sustituidas por gestos de rechazo**. El resultado es que ya no se puede “pensar en otra cosa”; no se puede pensar.
 También escuchamos para saber qué hacer, para proyectarnos hacia el futuro. Ejercemos la libertad seleccionado a quién le damos crédito como prestamistas de nuestros oídos. Al hacerlo estamos ya decidiendo qué queremos escuchar. Lo decisivo entonces no es tanto qué nos dice el otro como que nosotros lo hayamos elegido para que nos aconseje o ilustre y por tanto sepamos ya qué nos dirá. Eso no es más que escuchar en forma debilitada.
 Hay asimismo la escucha de quien no escucha porque está obcecado en sus convicciones y se ha quedado sordo de tanto escucharse. El egotista, como el polemista, incurre en conversiones unilaterales durante las cuales expulsa frases a borbotones que no necesitan un interlocutor que preste oídos sino alguien que beba sus palabras. Este escuchante pasivo deglute significantes como otros se zampan libros, y corre el peligro de indigestarse por exceso de empatía.
Resultado de imagen de las mejores palabras  Puede que todo se reduzca a una cuestión fisiológica, pues sin los órganos pertinentes no hay escucha ni fonación. Con el incremento de la esperanza de vida han aumentado los casos de sordera, así como los productos para mejorar la calidad auditiva de la gente. El sordo, dado que no entiende, ha sido tratado históricamente como un idiota; incapaz de conversar, queda excluido de la sociedad. El proceso de sordera, para quien la adquiere con la edad, se puede dar en un breve lapso. En pocos años, surgen pitidos insoportables que impiden cualquier actividad hasta que el torturado paciente se acostumbra a su infierno interior. O bien se da una pérdida de agudos acompañada de dificultad para distinguir las palabras en medio del ruido. El individuo deja de socializar de manera óptima, salvo que se instale la correspondiente tecnología que lo devuelva a la percepción adecuada de los sonidos articulados: pequeños adminículos que hacen maravillas, pues filtran los sonidos redundantes y devuelven la funcionalidad social al sordo o casi sordo. Se restaura así el déficit de recepción y se devuelve al individuo a la comunidad. Al abuelo, con sus aparatos recién instalados, ya no hay que repetirle mil veces las cosas, deja de ser un interlocutor irritante y participa íntegramente en el galimatías colectivo***.
 Sin embargo, la fisiología del oído es existencial. No se reduce a su complexión ni se explica mediante resonancias magnéticas, requiere antes bien un ojo clínico que sepa ver el vínculo psicosomático o sociosomático de las patologías de la escucha. Perdemos oído también porque ya hemos escuchado bastante, porque no queremos oír nada más, porque lo que hemos escuchado nos ha dañado. De tanto escuchar, algunos se debilitan, como si hubiera un cupo de lo que uno puede recibir sin perderse en el otro. Tal vez por eso algunas sorderas sean inasequibles a las explicaciones científicas. Los médicos se escudan entonces en eventuales traumas auditivos de la infancia, porque cuando no saben qué decir aducen otras explicaciones plausibles y válidas por eliminación. Tampoco les corresponde a ellos diagnosticar intoxicaciones de palabras.
 El poeta que atiende a las palabras de la lengua reconocerá a las musas cuando lo tienten, no duda, sólo espera. En cambio, quien quiere entender le que le parece incomprensible se pierde por el camino y acaba aprendiendo más del rodeo a ninguna parte que de la llegada a donde sea.»  
          
  *Aristóteles, Política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, 1253a15. [N. del A.]
 ** Esto debe de ser lo que tiene en mente Michel Houellebecq, que siempre sabe encontrar las mejores palabras para escenificar lúcidamente el desencanto del narciso moderno, cuando escribe: “la vocación de la palabra no es crear el amor, sino la división y el odio, la palabra separa a medida que se formula, mientras que un informe parloteo amoroso, semilingüístico, hablar a tu mujer o a tu hombre como se hablaría a un perro, genera las condiciones de un amor incondicional y duradero”, Serotonina, Anagrama, Barcelona, 2019, p. 80. [N. del A.]
 *** A propósito de la sordera y su “mundo completo”, es muy recomendable el estudio de Oliver Sacks Veo una voz, Anagrama, Barcelona, 2003. [N. del A.]
  
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2019, pp. 29-34. ISBN: 978-84-339-6437-3.]

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