VII.- Una conclusión polémica
«Este libro parece sugerir que la actual
campaña contra los cigarrillos en Estados Unidos, y su repercusión
internacional, no es más que un brote de censura moral camuflado de preocupación
por la salud. A juzgar por la historia del antitabaquismo, esta nueva ola se
inscribe en un proceso cíclico de represión y vuelta de la conducta reprimida,
que garantiza el inevitable vaivén del péndulo hacia el lado opuesto,
especialmente en períodos de tensión social provocados por crisis económicas o
políticas. Este movimiento pendular puede que ya haya empezado. La creciente
oleada de histerismo ha logrado ahogar las voces de quienes defendían los
beneficios sociales y culturales de los cigarrillos: esa cualidad misteriosa
que los ha llevado a conquistar el mundo, como dice Cocteau. A fin de cuentas,
se trata de un mundo en el que, durante casi un siglo, al menos una tercera
parte de la población adulta ha fumado miles de millones de cigarrillos al día.
En 1631, el parlamento de París, alarmado por
los informes médicos sobre la salud de los presos, prohibió fumar en las cárceles.
En 1659 los padres de la ciudad de Colmar prohibieron fumar a los burgueses e
instaron a la población, en nombre del civismo, a denunciar a quienes no
respetasen esta prohibición (Vigié 58). No sabemos el grado de éxito obtenido
por esta campaña entre la población reclusa, pero acaso podamos intuir lo
persuasivo que resultó el argumento a juzgar por las líneas iniciales del Don Juan de Molière –representada ante
el rey en 1665-, que se atreve a poner en boca de Sganarelle un exaltado himno
al tabaco en el que se afirma sentenciosamente: “Una vida sin tabaco no merece
la pena ser vivida”. La represión del tabaco suele garantizar su regreso bajo
una forma mucho más virulenta. La demonización de un hábito por sus efectos
nocivos para su salud lo convierte en algo irresistible, lo envuelve con la
seducción del vicio y el poderoso atractivo de lo que debe permanecer oculto. La
censura estimula irremisiblemente la práctica que se propone inhibir y, por lo
general, la vuelve más compulsiva, precisamente por su clandestinidad. Pensemos,
por ejemplo, en la masturbación.
En La historia
de la sexualidad, Michel Foucault distingue entre dos tipos de leyes históricas
promulgadas con el fin de controlar el placer. Por un lado están las prohibiciones,
como las que se lanzaban durante la Edad Media contra el adulterio, que efectivamente
resultaban disuasorias. Por otro lado están las incitaciones, como las reglas y
normas contra la masturbación promulgadas en el siglo XIX por pedagogos, médicos,
sacerdotes y moralistas, que al convertir esta práctica en un vicio no sólo no
conseguían reducirlo, sino que, antes al contrario, todo se volvía súbitamente
masturbatorio. Lo que en otro tiempo podría haber sido una minucia se convirtió
en objeto de recelos moralizantes, y bastaba con decirlo para que fuese cierto.
Como la masturbación, lo que hoy llamamos drogas ha calado en todas las clases
sociales. Durante años, el gobierno y el clero han apostado por la guerra y el
problema es hoy tal vez mayor que nunca. Los cigarrillos son malos, no es
necesario demonizarlos. Como ocurrió en el caso de la masturbación, se sirve
mejor, no sólo a la verdad sino también a la salud pública, demostrando un poco
de compasión hacia el diablo.
Hablar de censura en lo que respecta a los
cigarrillos presupone lo que este libro ha pretendido demostrar: que fumar
cigarrillo no es sólo un acto físico sino un acto discursivo, una forma de
expresión muda pero elocuente. Se trata de un discurso perfectamente
codificado, complejo desde el punto de vista retórico, con un amplio repertorio
de convenciones presentes en todo momento en la historia literaria, filosófica
y cultural del tabaco. En el momento actual, el hecho de fumar se ha convertido
en una especie de obscenidad, del mismo modo en que la obscenidad se ha
convertido en una cuestión de salud pública. Por supuesto, los censores siempre
afirman velar por el bienestar físico y moral del cuerpo, al que desean
proteger de los daños que supuestamente se derivan del comportamiento
socialmente proscrito. Puesto que fumar es un acto sin palabras, se trata de
una forma de expresión especialmente susceptible de ser suprimida por censores
que, sin embargo, vacilan a la hora de prohibir el lenguaje. Los crecientes ataques
contra el tabaco en las décadas pasadas podrían considerarse como el preludio a
la ola de censura que amenaza con arrasar Estados Unidos. Como el baile
flamenco, que fue prohibido en el carnaval francés, fumar cigarrillos se ha
convertido en algo que despierta temores irracionales e impulsos en exceso
represivos, aun cuando es cierto que merece ser desaprobado de manera
civilizada. Los cigarrillos son nocivos para la salud, como tantas otras cosas
que se consumen treinta veces al día; aunque puede que ellos sean aún peores. Pero
la historia demuestra que las leyes destinadas a suprimirlos pueden producir
precisamente lo contrario de lo que se proponen, y esta paradoja genera recelos
hacia los motivos y actitudes ocultos tras esta imposición.
Los primeros capítulos de este libro se proponían
demostrar que la demonización de que han sido objeto los cigarrillos durante
los últimos veinte años es el anverso de las cualidades benéficas que en otras épocas se ha atribuido al tabaco.
Un demonio es un dios muy viejo cuyo culto ha sido reprimido pero cuya
capacidad de seducción sobre el oficiante consigue invertir su signo: lo que
antes era objeto de adoración resulta ahora atemorizante y enormemente
tentador. En su afán por combatir al diablo, los cazadores de brujas encuentran
el mal en todas partes, porque es el rostro que atribuyen a sus propios
impulsos negativos. Dice el refrán que a grandes males grandes remedios y, como
ocurre con las guerras de religión, la campaña antitabaco se presta al
fanatismo cruel y la indignación farisaica. Está prohibido fumar en edificios públicos
en los que se podría habilitar algún espacio para fumar. La persecución fanática
refuerza por lo general el culto que se propone abolir, favoreciendo así la práctica
de ceremonias secretas y movimientos clandestinos de perversa teología. Este
libro se propone revelar al dios oculto tras la máscara del mal de los
cigarrillos, demostrar su capacidad para seguir poseyéndonos. Si hay alguna posibilidad
de que la sociedad renuncie al tabaco, sin duda no se conseguirá con censuras,
que sólo servirán para estimular su consumo. Cuando la sociedad vislumbre al
fin el aura de divinidad que se esconde tras esta horrible máscara comprenderá
la naturaleza de su vieja fascinación y podrá inventar nuevos dioses para estos
nuevos tiempos.
En los capítulos precedentes hemos analizado
algunos de los beneficios y los placeres relacionados con el consumo de
cigarrillos, su sabiduría y su belleza. Hemos estudiado la descripción que de
ellos se hace en la literatura y en la filosofía, como ejemplos de la noble
ambición de apropiarse del mundo simbólicamente. Fumar genera formas de
satisfacción estética y estados de conciencia propios de las más irresistibles
variedades de experiencia artística y religiosa. Los cigarrillos han estado
ligados, por lo general, a poderosas corrientes liberadoras en lo político y en
lo sexual. Han servido a generaciones de hombres y mujeres en períodos de
angustia para controlar y mitigar la ansiedad, como un sucedáneo de la oración.
Son para muchos un instrumento sutil y eficaz que favorece la interacción
social, un arma contra la intromisión de otras subjetividades y una especie de
varita mágica que invita a la intromisión de un modo sumamente seductor. Y, sin
embargo, pese a los múltiples beneficios y la innegable belleza que tienen los
cigarrillos, en la actualidad sólo se habla de sus efectos nocivos. Para
eliminarlos basta con decir que los cigarrillos son muy perjudiciales para la
salud. Pero esto nos lleva a preguntarnos, ¿se atribuye hoy a la salud tanto
valor como para convertirla en el único criterio válido a la hora de definir lo
que es bueno y lo que es hermoso? Tal vez no baste con sopesar los pros y los
contras de los cigarrillos, puesto que son precisamente sus efectos nocivos lo
que los hace sublimes, puesto que nadie fumaría si fuesen inofensivos. La buena
salud, en opinión de Svevo, está reñida en lo esencial con el progreso de la
civilización, que por su propia naturaleza aumenta la enfermedad. La vida es en
sí misma una enfermedad progresiva de la que sólo nos curamos póstumamente;
porque si la salud es la ausencia de enfermedad, sólo se alcanza con la muerte.
Vivir significa elegir los propios venenos. El héroe de Svevo es capaz de
renunciar a su adicción al tabaco sólo al final de su vida, cuando abandona la
persistente ilusión de que algún día estará definitivamente sano.
El culto a la salud forma parte de la
ideología dominante en Estados Unidos, por razones que resultan a la vez
ingenuas y siniestras y sirven para enmascarar los efectos devastadores de una
cruel industrialización, al tiempo que favorecen los intereses directos de uno
de los principales sectores de la economía. Esta tendencia ha distorsionado y
oscurecido otras visiones más acertadas de nuestra biología y de la relación
entre vida y supervivencia. Ha generado formas de hipocresía cuya transparencia
resulta más evidente en otros países, pero que tiene consecuencias para la
calidad de vida y la libertad social en este país.
En 1990, en un discurso pronunciado en la Universidad de Pennsylvania, Louis W. Sullivan,
Secretario de Salud y Servicios Sociales, declaró nuevamente la guerra al
tabaco, empleando la retórica que el Papa Pablo VI utilizara en 1965 ante las
Naciones Unidas para pedir el fin de la guerra: “Hagamos que esto sea el
comienzo de un nuevo esfuerzo supremo para combatir los intentos de la
industria del tabaco de enriquecerse a costa de la salud y el bienestar de
nuestros pobres ciudadanos. Esta especulación con la salud debe concluir.
¡Basta! (New York Times, 7 de noviembre
de 1990).»
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