viernes, 9 de abril de 2021

Los cigarrillos son sublimes.- Richard Klein (1941)


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VII.- Una conclusión polémica


  «Este libro parece sugerir que la actual campaña contra los cigarrillos en Estados Unidos, y su repercusión internacional, no es más que un brote de censura moral camuflado de preocupación por la salud. A juzgar por la historia del antitabaquismo, esta nueva ola se inscribe en un proceso cíclico de represión y vuelta de la conducta reprimida, que garantiza el inevitable vaivén del péndulo hacia el lado opuesto, especialmente en períodos de tensión social provocados por crisis económicas o políticas. Este movimiento pendular puede que ya haya empezado. La creciente oleada de histerismo ha logrado ahogar las voces de quienes defendían los beneficios sociales y culturales de los cigarrillos: esa cualidad misteriosa que los ha llevado a conquistar el mundo, como dice Cocteau. A fin de cuentas, se trata de un mundo en el que, durante casi un siglo, al menos una tercera parte de la población adulta ha fumado miles de millones de cigarrillos al día.
 En 1631, el parlamento de París, alarmado por los informes médicos sobre la salud de los presos, prohibió fumar en las cárceles. En 1659 los padres de la ciudad de Colmar prohibieron fumar a los burgueses e instaron a la población, en nombre del civismo, a denunciar a quienes no respetasen esta prohibición (Vigié 58). No sabemos el grado de éxito obtenido por esta campaña entre la población reclusa, pero acaso podamos intuir lo persuasivo que resultó el argumento a juzgar por las líneas iniciales del Don Juan de Molière –representada ante el rey en 1665-, que se atreve a poner en boca de Sganarelle un exaltado himno al tabaco en el que se afirma sentenciosamente: “Una vida sin tabaco no merece la pena ser vivida”. La represión del tabaco suele garantizar su regreso bajo una forma mucho más virulenta. La demonización de un hábito por sus efectos nocivos para su salud lo convierte en algo irresistible, lo envuelve con la seducción del vicio y el poderoso atractivo de lo que debe permanecer oculto. La censura estimula irremisiblemente la práctica que se propone inhibir y, por lo general, la vuelve más compulsiva, precisamente por su clandestinidad. Pensemos, por ejemplo, en la masturbación.
 En La historia de la sexualidad, Michel Foucault distingue entre dos tipos de leyes históricas promulgadas con el fin de controlar el placer. Por un lado están las prohibiciones, como las que se lanzaban durante la Edad Media contra el adulterio, que efectivamente resultaban disuasorias. Por otro lado están las incitaciones, como las reglas y normas contra la masturbación promulgadas en el siglo XIX por pedagogos, médicos, sacerdotes y moralistas, que al convertir esta práctica en un vicio no sólo no conseguían reducirlo, sino que, antes al contrario, todo se volvía súbitamente masturbatorio. Lo que en otro tiempo podría haber sido una minucia se convirtió en objeto de recelos moralizantes, y bastaba con decirlo para que fuese cierto. Como la masturbación, lo que hoy llamamos drogas ha calado en todas las clases sociales. Durante años, el gobierno y el clero han apostado por la guerra y el problema es hoy tal vez mayor que nunca. Los cigarrillos son malos, no es necesario demonizarlos. Como ocurrió en el caso de la masturbación, se sirve mejor, no sólo a la verdad sino también a la salud pública, demostrando un poco de compasión hacia el diablo.
 Hablar de censura en lo que respecta a los cigarrillos presupone lo que este libro ha pretendido demostrar: que fumar cigarrillo no es sólo un acto físico sino un acto discursivo, una forma de expresión muda pero elocuente. Se trata de un discurso perfectamente codificado, complejo desde el punto de vista retórico, con un amplio repertorio de convenciones presentes en todo momento en la historia literaria, filosófica y cultural del tabaco. En el momento actual, el hecho de fumar se ha convertido en una especie de obscenidad, del mismo modo en que la obscenidad se ha convertido en una cuestión de salud pública. Por supuesto, los censores siempre afirman velar por el bienestar físico y moral del cuerpo, al que desean proteger de los daños que supuestamente se derivan del comportamiento socialmente proscrito. Puesto que fumar es un acto sin palabras, se trata de una forma de expresión especialmente susceptible de ser suprimida por censores que, sin embargo, vacilan a la hora de prohibir el lenguaje. Los crecientes ataques contra el tabaco en las décadas pasadas podrían considerarse como el preludio a la ola de censura que amenaza con arrasar Estados Unidos. Como el baile flamenco, que fue prohibido en el carnaval francés, fumar cigarrillos se ha convertido en algo que despierta temores irracionales e impulsos en exceso represivos, aun cuando es cierto que merece ser desaprobado de manera civilizada. Los cigarrillos son nocivos para la salud, como tantas otras cosas que se consumen treinta veces al día; aunque puede que ellos sean aún peores. Pero la historia demuestra que las leyes destinadas a suprimirlos pueden producir precisamente lo contrario de lo que se proponen, y esta paradoja genera recelos hacia los motivos y actitudes ocultos tras esta imposición.
 Los primeros capítulos de este libro se proponían demostrar que la demonización de que han sido objeto los cigarrillos durante los últimos veinte años es el anverso de las cualidades benéficas  que en otras épocas se ha atribuido al tabaco. Un demonio es un dios muy viejo cuyo culto ha sido reprimido pero cuya capacidad de seducción sobre el oficiante consigue invertir su signo: lo que antes era objeto de adoración resulta ahora atemorizante y enormemente tentador. En su afán por combatir al diablo, los cazadores de brujas encuentran el mal en todas partes, porque es el rostro que atribuyen a sus propios impulsos negativos. Dice el refrán que a grandes males grandes remedios y, como ocurre con las guerras de religión, la campaña antitabaco se presta al fanatismo cruel y la indignación farisaica. Está prohibido fumar en edificios públicos en los que se podría habilitar algún espacio para fumar. La persecución fanática refuerza por lo general el culto que se propone abolir, favoreciendo así la práctica de ceremonias secretas y movimientos clandestinos de perversa teología. Este libro se propone revelar al dios oculto tras la máscara del mal de los cigarrillos, demostrar su capacidad para seguir poseyéndonos. Si hay alguna posibilidad de que la sociedad renuncie al tabaco, sin duda no se conseguirá con censuras, que sólo servirán para estimular su consumo. Cuando la sociedad vislumbre al fin el aura de divinidad que se esconde tras esta horrible máscara comprenderá la naturaleza de su vieja fascinación y podrá inventar nuevos dioses para estos nuevos tiempos.
Resultado de imagen de los cigarrillos son sublimes En los capítulos precedentes hemos analizado algunos de los beneficios y los placeres relacionados con el consumo de cigarrillos, su sabiduría y su belleza. Hemos estudiado la descripción que de ellos se hace en la literatura y en la filosofía, como ejemplos de la noble ambición de apropiarse del mundo simbólicamente. Fumar genera formas de satisfacción estética y estados de conciencia propios de las más irresistibles variedades de experiencia artística y religiosa. Los cigarrillos han estado ligados, por lo general, a poderosas corrientes liberadoras en lo político y en lo sexual. Han servido a generaciones de hombres y mujeres en períodos de angustia para controlar y mitigar la ansiedad, como un sucedáneo de la oración. Son para muchos un instrumento sutil y eficaz que favorece la interacción social, un arma contra la intromisión de otras subjetividades y una especie de varita mágica que invita a la intromisión de un modo sumamente seductor. Y, sin embargo, pese a los múltiples beneficios y la innegable belleza que tienen los cigarrillos, en la actualidad sólo se habla de sus efectos nocivos. Para eliminarlos basta con decir que los cigarrillos son muy perjudiciales para la salud. Pero esto nos lleva a preguntarnos, ¿se atribuye hoy a la salud tanto valor como para convertirla en el único criterio válido a la hora de definir lo que es bueno y lo que es hermoso? Tal vez no baste con sopesar los pros y los contras de los cigarrillos, puesto que son precisamente sus efectos nocivos lo que los hace sublimes, puesto que nadie fumaría si fuesen inofensivos. La buena salud, en opinión de Svevo, está reñida en lo esencial con el progreso de la civilización, que por su propia naturaleza aumenta la enfermedad. La vida es en sí misma una enfermedad progresiva de la que sólo nos curamos póstumamente; porque si la salud es la ausencia de enfermedad, sólo se alcanza con la muerte. Vivir significa elegir los propios venenos. El héroe de Svevo es capaz de renunciar a su adicción al tabaco sólo al final de su vida, cuando abandona la persistente ilusión de que algún día estará definitivamente sano.
 El culto a la salud forma parte de la ideología dominante en Estados Unidos, por razones que resultan a la vez ingenuas y siniestras y sirven para enmascarar los efectos devastadores de una cruel industrialización, al tiempo que favorecen los intereses directos de uno de los principales sectores de la economía. Esta tendencia ha distorsionado y oscurecido otras visiones más acertadas de nuestra biología y de la relación entre vida y supervivencia. Ha generado formas de hipocresía cuya transparencia resulta más evidente en otros países, pero que tiene consecuencias para la calidad de vida y la libertad social en este país.
 En 1990, en un discurso pronunciado  en la Universidad de Pennsylvania, Louis W. Sullivan, Secretario de Salud y Servicios Sociales, declaró nuevamente la guerra al tabaco, empleando la retórica que el Papa Pablo VI utilizara en 1965 ante las Naciones Unidas para pedir el fin de la guerra: “Hagamos que esto sea el comienzo de un nuevo esfuerzo supremo para combatir los intentos de la industria del tabaco de enriquecerse a costa de la salud y el bienestar de nuestros pobres ciudadanos. Esta especulación con la salud debe concluir. ¡Basta! (New York Times, 7 de noviembre de 1990).»

   [El texto pertenece a la edición en español de Turner Publicaciones, 1993, en traducción de Catalina Martínez, pp. 195-198. ISBN: 978-84-7506-864-0.]
                      

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