domingo, 4 de abril de 2021

Memorias de una princesa de Zanzíbar. La vida en un harén del siglo XIX.- Emily Ruete [Sayyida Salme de Zanzíbar y Omán] (1844-1924)


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El colegio en Oriente


 «El colegio (mdarse) tiene sobre todo para los orientales, y por tanto también para nosotros, un significado extraordinariamente limitado. En Europa, el colegio ocupa el centro de la vida estatal y eclesiástica, para príncipes y ciudadanos por igual; de su eficiencia dependen en gran medida el crecimiento mental y la formación del carácter, así como las perspectivas de futuro de cada uno. En Oriente, en cambio, el mdarse es algo totalmente secundario que para muchos ni siquiera existe. Sin embargo y antes de entrar en ulteriores discusiones, quisiera dejar claro a qué llamábamos colegio en nuestra casa.
 A la edad de seis o siete años todos los hermanos, niños y niñas, debían entrar en el mdarse. Las niñas sólo aprendíamos a leer, mientras que los niños aprendían a leer y escribir. Para encargarse de las clases había en Bet il Mtoni y Bet il Sahel una única maestra, que el padre había hecho venir desde Omán. Cuando la maestra enfermaba y debía guardar cama, nos embargaba una gran alegría; nunca le encontraban una suplente y por lo tanto teníamos fiesta.
 No había un aula propiamente dicha; la clase tenía lugar en una galería abierta a la cual tenían acceso también palomas, papagayos y pavos reales. Desde ella podíamos contemplar cómodamente el patio y entretenernos deliciosamente con el trajín reinante. El mobiliario del aula constaba únicamente de una estera enorme. Igual de sencillo era nuestro material escolar: necesitábamos tan sólo un Corán con su atril (marfaa), un pequeño tintero con tinta de fabricación propia, una pluma de bambú y un buen omóplato de camello blanqueado. Este último hacía las veces de pizarra: se puede escribir muy fácilmente sobre él con tinta y crispa mucho menos a los nervios que el rasgar de la tiza en la pizarra. De la limpieza del omóplato se solían ocupar nuestros esclavos.
 En primer lugar, como aquí, debíamos aprender el complicado alfabeto árabe; a continuación, y a falta de otro libro de texto, comenzábamos a leer el Corán, que los chicos, como ya se ha dicho, copiaban. Cuando los alumnos no saben leer aún muy bien, lo hacen todos a coro y en voz alta. Sin embargo, eso es todo y nunca hay explicaciones sobre lo que se lee y se aprende. De ahí que de cada mil personas haya como máximo una que comprenda y sepa interpretar palabra por palabra las ideas y los preceptos del texto sagrado de los musulmanes, a pesar de que casi el ochenta por ciento se haya aprendido la mitad de dicho texto de memoria. Las reflexiones sobre el texto sagrado son válidas también para las personas no religiosas y los no creyentes; basta con que el alumno crea en lo que le enseñan, una máxima que se aplica rigurosamente.
 A las siete de la mañana, tras comer algo de fruta, debíamos acudir puntualmente a nuestra estera, enrollada durante la noche y acabada de limpiar, y aguardar la llegada de nuestra severa maestra. Hasta que llegaba dedicábamos el tiempo a luchar, boxear, saltar, a practicar peligrosísimas actividades de escalada en el pasamano y a otros juegos de infancia. En la curva de la galería situábamos a un vigilante que, con tos fingida, nos advertía con antelación de la llegada de la maestra. Nos sentábamos todos en un abrir y cerrar de ojos, la viva imagen de la inocencia, sobre la estera y en cuanto oíamos sus pasos acercándose saltábamos como pelotas de goma para coger respetuosamente la mano de la temida maestra y desearle buenos días. Ella llevaba siempre en una mano su odiado bastón de caña y en la otra un enorme tintero de latón. Formábamos en fila delante de ella hasta que tomaba asiento; sólo entonces podíamos seguir su ejemplo. Nos sentábamos todos juntos con las piernas cruzadas sobre la estera, reunidos en círculo alrededor de la maestra.
 Entonces comenzaba a recitar la primera sura del Corán y el padrenuestro musulmán, que nosotros repetíamos a coro y cerrábamos con el conocido amin. A continuación repetíamos lo aprendido el día anterior y nos daba nuevo material para leer y escribir. La clase duraba regularmente hasta la nueve y, al terminar el desayuno, hasta mediodía a la hora de la segunda plegaria.
 Cada uno podía llevar consigo a uno de sus esclavos, que podía tomar también parte en la clase; éstos se sentaban detrás de nosotros, a una cierta distancia, mientras nosotros nos agrupábamos como mejor nos placía: no teníamos puestos fijos, del mismo modo que no había clases diferenciadas. En cuanto a las notas, que aquí se dan varias veces al año y que tanta excitación despiertan, allí nadie sabía ni lo que eran. Si alguien tenía un rendimiento o un comportamiento especialmente bueno o malo, solía comunicarse de forma verbal a la madre y el padre. Este último dio a la maestra órdenes expresas de castigarnos con severidad siempre que hubiera motivos. Además, nuestra naturaleza salvaje la obligaba a utilizar a menudo el maldito bastón de caña.
 Aparte de leer y escribir sólo se enseñaba un poco a contar, hasta cien por escrito y hasta mil oralmente; las cantidades mayores parecían ser algo malo. Tampoco la gramática y la ortografía merecían una gran atención y no era sino más tarde, durante los años en los que leíamos mucho, cuando aprendíamos el complicado ilnahu por nosotros mismos. De todas las ciencias, como la historia, la geografía, las ciencias naturales, la matemática y todas las demás, estando en casa ni tuve noticia de ellas, ni mucho menos las aprendí; no fue hasta llegar aquí cuando tuve el placer de conocer todas estas ramas del saber. Sin embargo, sigo siendo incapaz de responder a la pregunta de si a mí, con la poca erudición que a duras penas me he podido procurar aquí, me va mejor que a la gente de mi país. Lo único seguro es que jamás me he sentido tan defraudada y engañada como cuando más he sabido. ¡Ah, afortunados compatriotas! Ni en vuestros sueños sospecháis todo lo que conlleva la sacrosanta civilización…
 Finalmente, los llamados deberes, a los que aquí hay que dedicar tantas horas, no casaban en absoluto con el carácter de nuestras clases.
 La propia maestra infiere tal temor que es tenida en gran consideración, especialmente por sus alumnos y alumnas; jamás en su presencia le faltarán al respeto debido e incluso después, al hacerse mayores, se comportarán ante ella con la mayor deferencia. No es nada extraño que si dos personas no logran de ninguna forma ponerse de acuerdo en algún asunto recurran, en última instancia, a la mediación de la maestra. De hecho, esa relación tiene cierto parecido con la que se establece entre algunos católicos muy devotos y su padre espiritual.
 Sin embargo, los escolares orientales tiene también algo en común con los europeos: el instinto natural para ganarse y seducir a la maestra con regalos. Cada vez que mis hijos me piden unas monedas para comprarle un ramo o una maceta de flores a la señorita Tal o Cual, me acuerdo involuntariamente de mis propios años de escolar; se trata de algo que se encuentra en la naturaleza profunda de las personas, no en su nacionalidad. No en vano, antes de que oyera hablar de la existencia de Alemania y de todas sus escuelas y escolares, tanto mis hermanos como yo le llevábamos a nuestra maestra todo lo posible, preferiblemente golosinas de todo tipo, para así ganarnos su inestimable protección; nuestro padre se encargaba de darnos cada día sus deliciosos bombones franceses y nosotros los echábamos a sus pies. Sin embargo, la agasajada que, debo decir lamentablemente, sufría a menudo y para nuestra satisfacción, de dolor de muelas y tenía que marcharse a su casa, no siempre se dejaba seducir por nuestros obsequios; decía que sólo queríamos que se pusiera enferma de tanto comer y así empeorar el suplicio de sus dolores de muelas con tantos dulces. Y si he de ser sincera, estoy segura de que ninguno de nosotros deseaba que la pobre encontrara un remedio definitivo para sus dientes cariados.
 La duración de la escolaridad era indeterminada. Lo que se podía aprender, y que se debía aprender a toda costa, el niño podía dominarlo en uno, dos o tres años. Eso dependía tan sólo de su talento natural.
 Los trabajos manuales no formaban parte del plan de estudios de la escuela, si es que puedo expresarme en esos términos. Esa tarea correspondía a nuestras madres, que poseían, casi sin excepción, una notable y en ocasiones excelente habilidad para coser, zurcir y hacer encaje de bolillos. También en ese sentido gozamos, pues, de una formación muy distinta, ya que el aprendizaje dependía en gran medida de nuestras ganas y afición. Yo, por ejemplo, tengo hermanas que si se vieran en la situación de tenerse que ganar el pan con sus propias manos, no tendrían ningún problema ya que son muy diestras con las manos; otras, en cambio, serían incapaces siquiera de enhebrar una aguja.
 También existen colegios públicos, sólo para hijos de personas sin recursos. Todo aquel que está mínimamente acomodado dispone de profesor o profesora privada. En ciertas circunstancias es la secretaria quien se encarga de dar clase a las niñas, aunque por supuesto sólo mientras éstas son muy pequeñas.
 Eso es lo poco que sé contar de nuestras escuelas. Naturalmente, me resultaría muy fácil compararlas con las escuelas alemanas, o comparar a los estudiantes europeos, con una formación extraordinaria, con los ignorantes estudiantes árabes. Yo he nacido, me he criado y he crecido allí, y puedo juzgar desde mi propia experiencia; vivo aquí desde hace muchos años, mando a mis hijos al colegio y por lo tanto he tenido también oportunidad de formarme hasta cierto punto una opinión. En comparación con los nativos, tal vez tenga a mi favor el hecho de que éstos, al estar acostumbrados a ello, no se percatan de muchas de las cosas que un observador imparcial y criado en otro entorno social detecta al instante. No me gustaría dármelas de jueza; sin embargo, por todo ello muchas personas están también interesadas en conocer lo que pienso.
Resultado de imagen de emily ruete memorias de una princesa En general, me parece que en relación con la escuela los europeos se exceden en sus pretensiones en la misma medida en que los árabes se quedan cortos. Ninguna de las dos naciones ha encontrado aún la vía del medio, ni la encontrará; esa contradicción se perpetuará irremediablemente mientras el mundo sea mundo.
  Aquí no hay apenas ciencia que no se enseñe a los niños, y además a tal nivel que para el intelecto infantil resulta imposible retenerla. En cuanto los niños comienzan a acudir a la escuela, los padres dejan de disponer de ellos. Al terminar el horario escolar, sufren tal sobrecarga de deberes que a menudo es imposible pensar siquiera en una convivencia agradable con ellos y en una actuación consecuente y regular sobre la formación de su carácter. Todo el santo día es una carrera eterna de deber en deber. ¡Y cuántos de esos trabajos no tienen validez duradera alguna para los niños! Tanto es lo que hay que aprender que parece que la única posibilidad sea relegarlo todo de nuevo al olvido lo antes posible. Robar así a los niños un tiempo que aprovecharían mucho mejor estando con su familia es, sin duda, una injusticia.
 Por si eso fuera poco, los pobrecitos tienen que pasar cinco horas o incluso más al día apelotonados en una sala que se llama clase pero parece una jaula, donde reinan un calor y un ambiente sofocante que escapan a  cualquier descripción. ¡En una escuela que contaba con más de doscientos niños había tan sólo cuatro vasos para beber agua! ¿Cómo no va uno a sentir náuseas al besar a su hijo cuando éste regresa del colegio? ¿Cómo puede alguien extrañarse de que un escolar se ponga enfermo? Cuando están en casa, los padres cuidan y miman a los pequeños tanto como les es posible, pero el aire que respiran en el colegio frustra todos esos esfuerzos. ¡Y qué aspecto tienen muchos de los estudiantes del país! A una le duele el corazón al verlos, pobrecitos. ¿No era acaso mejor nuestra galería al aire libre? ¿Y de qué sirve la mejor educación si para alcanzarla hay que echar a perder el cuerpo?
 Como ya he dicho, ni quiero ni puedo juzgar la educación europea en su conjunto; sólo quería expresar algunas de las cosas que he visto y que me convencieron de que aquí el colegio y la formación tiene también muchos aspectos negativos. En cualquier caso, espero que me perdonen si me pregunto aún qué derecho tienen los europeos para compadecer a un pueblo que tildan de “no ilustrado” y hasta qué punto están legitimados para implantar su civilización en el mismo por la fuerza. Muchos se burlarán de esto o se encogerán de hombros: en cualquier caso, he podido constatar con certeza que quienes creen que hay que proporcionar a la gente formación e instrucción por su propio interés suelen estar equivocados. Como árabe nacida y criada en un entorno totalmente analfabeto según los estándares europeos, sé mejor que nadie el poco éxito que una formación general europea tendría entre los orientales musulmanes.
 El caso de otras naciones que desean adoptar la formación europea, como los japoneses, es distinto; que se adapten tanto como quieran. Para los musulmanes, en cualquier caso, la formación europea presenta un sinfín de elementos absolutamente incompatibles con sus rígidas concepciones religiosas. La gente de aquí se burla a menudo de la pseudoerudición turca; y, sin embargo, los turcos se han esmerado por civilizarse, ni que sea hasta cierto punto, más de lo que les convenía. Con ello no han logrado más que debilitarse sin llegar a civilizarse, porque la civilización europea contradice y se opone a todos sus conceptos fundamentales. La civilización no se puede imponer por la fuerza y habría que reconocer también a los demás pueblos el derecho a cultivar libremente y sin coacciones sus concepciones e ideas nacionales, perfiladas a lo largo de los siglos por la experiencia y la filosofía práctica. Ante todo, los árabes devotos se sentirían profundamente heridos si alguien pretendiera comenzar su ilustración enseñándoles ciencias naturales, sin el conocimiento de las cuales no se puede ni hablar de una formación más profunda. ¡Qué estremecimiento vital y qué discrepancias provocaría quien quisiera hablarle de leyes naturales a alguien que en toda la vida del universo hasta el ser más diminuto ve con una fe inquebrantable una sola cosa: la mano de Dios, que todo lo controla y dirige!»

   [El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2004, en traducción de Carles Andreu Saburit, pp. 101-109. ISB: 84-8428-232-5.]                  
              

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