El colegio en Oriente
«El colegio (mdarse) tiene sobre todo para los orientales, y por tanto también
para nosotros, un significado extraordinariamente limitado. En Europa, el
colegio ocupa el centro de la vida estatal y eclesiástica, para príncipes y
ciudadanos por igual; de su eficiencia dependen en gran medida el crecimiento mental
y la formación del carácter, así como las perspectivas de futuro de cada uno. En
Oriente, en cambio, el mdarse es algo
totalmente secundario que para muchos ni siquiera existe. Sin embargo y antes
de entrar en ulteriores discusiones, quisiera dejar claro a qué llamábamos colegio
en nuestra casa.
A la edad de seis o siete años todos los
hermanos, niños y niñas, debían entrar en el mdarse. Las niñas sólo aprendíamos a leer, mientras que los niños
aprendían a leer y escribir. Para encargarse de las clases había en Bet il
Mtoni y Bet il Sahel una única maestra, que el padre había hecho venir desde Omán.
Cuando la maestra enfermaba y debía guardar cama, nos embargaba una gran alegría;
nunca le encontraban una suplente y por lo tanto teníamos fiesta.
No había un aula propiamente dicha; la clase
tenía lugar en una galería abierta a la cual tenían acceso también palomas, papagayos
y pavos reales. Desde ella podíamos contemplar cómodamente el patio y entretenernos
deliciosamente con el trajín reinante. El mobiliario del aula constaba únicamente
de una estera enorme. Igual de sencillo era nuestro material escolar: necesitábamos
tan sólo un Corán con su atril (marfaa),
un pequeño tintero con tinta de fabricación propia, una pluma de bambú y un
buen omóplato de camello blanqueado. Este último hacía las veces de pizarra: se
puede escribir muy fácilmente sobre él con tinta y crispa mucho menos a los
nervios que el rasgar de la tiza en la pizarra. De la limpieza del omóplato se
solían ocupar nuestros esclavos.
En primer lugar, como aquí, debíamos aprender
el complicado alfabeto árabe; a continuación, y a falta de otro libro de texto,
comenzábamos a leer el Corán, que los chicos, como ya se ha dicho, copiaban. Cuando
los alumnos no saben leer aún muy bien, lo hacen todos a coro y en voz alta. Sin
embargo, eso es todo y nunca hay explicaciones sobre lo que se lee y se
aprende. De ahí que de cada mil personas haya como máximo una que comprenda y
sepa interpretar palabra por palabra las ideas y los preceptos del texto
sagrado de los musulmanes, a pesar de que casi el ochenta por ciento se haya aprendido
la mitad de dicho texto de memoria. Las reflexiones sobre el texto sagrado son
válidas también para las personas no religiosas y los no creyentes; basta con
que el alumno crea en lo que le enseñan, una máxima que se aplica
rigurosamente.
A las siete de la mañana, tras comer algo de
fruta, debíamos acudir puntualmente a nuestra estera, enrollada durante la noche
y acabada de limpiar, y aguardar la llegada de nuestra severa maestra. Hasta
que llegaba dedicábamos el tiempo a luchar, boxear, saltar, a practicar
peligrosísimas actividades de escalada en el pasamano y a otros juegos de
infancia. En la curva de la galería situábamos a un vigilante que, con tos
fingida, nos advertía con antelación de la llegada de la maestra. Nos sentábamos
todos en un abrir y cerrar de ojos, la viva imagen de la inocencia, sobre la
estera y en cuanto oíamos sus pasos acercándose saltábamos como pelotas de goma
para coger respetuosamente la mano de la temida maestra y desearle buenos días.
Ella llevaba siempre en una mano su odiado bastón de caña y en la otra un
enorme tintero de latón. Formábamos en fila delante de ella hasta que tomaba
asiento; sólo entonces podíamos seguir su ejemplo. Nos sentábamos todos juntos
con las piernas cruzadas sobre la estera, reunidos en círculo alrededor de la
maestra.
Entonces comenzaba a recitar la primera sura del Corán y el padrenuestro musulmán,
que nosotros repetíamos a coro y cerrábamos con el conocido amin. A continuación repetíamos lo
aprendido el día anterior y nos daba nuevo material para leer y escribir. La
clase duraba regularmente hasta la nueve y, al terminar el desayuno, hasta
mediodía a la hora de la segunda plegaria.
Cada uno podía llevar consigo a uno de sus
esclavos, que podía tomar también parte en la clase; éstos se sentaban detrás
de nosotros, a una cierta distancia, mientras nosotros nos agrupábamos como
mejor nos placía: no teníamos puestos fijos, del mismo modo que no había clases
diferenciadas. En cuanto a las notas, que aquí se dan varias veces al año y que
tanta excitación despiertan, allí nadie sabía ni lo que eran. Si alguien tenía
un rendimiento o un comportamiento especialmente bueno o malo, solía
comunicarse de forma verbal a la madre y el padre. Este último dio a la maestra
órdenes expresas de castigarnos con severidad siempre que hubiera motivos. Además,
nuestra naturaleza salvaje la obligaba a utilizar a menudo el maldito bastón de
caña.
Aparte de leer y escribir sólo se enseñaba un
poco a contar, hasta cien por escrito y hasta mil oralmente; las cantidades
mayores parecían ser algo malo. Tampoco la gramática y la ortografía merecían
una gran atención y no era sino más tarde, durante los años en los que leíamos
mucho, cuando aprendíamos el complicado ilnahu
por nosotros mismos. De todas las ciencias, como la historia, la geografía, las
ciencias naturales, la matemática y todas las demás, estando en casa ni tuve
noticia de ellas, ni mucho menos las aprendí; no fue hasta llegar aquí cuando
tuve el placer de conocer todas estas ramas del saber. Sin embargo, sigo siendo
incapaz de responder a la pregunta de si a mí, con la poca erudición que a duras
penas me he podido procurar aquí, me va mejor que a la gente de mi país. Lo único
seguro es que jamás me he sentido tan defraudada y engañada como cuando más he
sabido. ¡Ah, afortunados compatriotas! Ni en vuestros sueños sospecháis todo lo
que conlleva la sacrosanta civilización…
Finalmente, los llamados deberes, a los que
aquí hay que dedicar tantas horas, no casaban en absoluto con el carácter de
nuestras clases.
La propia maestra infiere tal temor que es
tenida en gran consideración, especialmente por sus alumnos y alumnas; jamás en
su presencia le faltarán al respeto debido e incluso después, al hacerse mayores,
se comportarán ante ella con la mayor deferencia. No es nada extraño que si dos
personas no logran de ninguna forma ponerse de acuerdo en algún asunto recurran,
en última instancia, a la mediación de la maestra. De hecho, esa relación tiene
cierto parecido con la que se establece entre algunos católicos muy devotos y
su padre espiritual.
Sin embargo, los escolares orientales tiene también
algo en común con los europeos: el instinto natural para ganarse y seducir a la
maestra con regalos. Cada vez que mis hijos me piden unas monedas para
comprarle un ramo o una maceta de flores a la señorita Tal o Cual, me acuerdo
involuntariamente de mis propios años de escolar; se trata de algo que se
encuentra en la naturaleza profunda de las personas, no en su nacionalidad. No
en vano, antes de que oyera hablar de la existencia de Alemania y de todas sus
escuelas y escolares, tanto mis hermanos como yo le llevábamos a nuestra maestra
todo lo posible, preferiblemente golosinas de todo tipo, para así ganarnos su
inestimable protección; nuestro padre se encargaba de darnos cada día sus
deliciosos bombones franceses y nosotros los echábamos a sus pies. Sin embargo,
la agasajada que, debo decir lamentablemente, sufría a menudo y para nuestra
satisfacción, de dolor de muelas y tenía que marcharse a su casa, no siempre se
dejaba seducir por nuestros obsequios; decía que sólo queríamos que se pusiera
enferma de tanto comer y así empeorar el suplicio de sus dolores de muelas con
tantos dulces. Y si he de ser sincera, estoy segura de que ninguno de nosotros deseaba
que la pobre encontrara un remedio definitivo para sus dientes cariados.
La duración de la escolaridad era
indeterminada. Lo que se podía aprender, y que se debía aprender a toda costa,
el niño podía dominarlo en uno, dos o tres años. Eso dependía tan sólo de su
talento natural.
Los trabajos manuales no formaban parte del
plan de estudios de la escuela, si es que puedo expresarme en esos términos. Esa
tarea correspondía a nuestras madres, que poseían, casi sin excepción, una
notable y en ocasiones excelente habilidad para coser, zurcir y hacer encaje de
bolillos. También en ese sentido gozamos, pues, de una formación muy distinta,
ya que el aprendizaje dependía en gran medida de nuestras ganas y afición. Yo,
por ejemplo, tengo hermanas que si se vieran en la situación de tenerse que
ganar el pan con sus propias manos, no tendrían ningún problema ya que son muy
diestras con las manos; otras, en cambio, serían incapaces siquiera de enhebrar
una aguja.
También existen colegios públicos, sólo para
hijos de personas sin recursos. Todo aquel que está mínimamente acomodado
dispone de profesor o profesora privada. En ciertas circunstancias es la secretaria
quien se encarga de dar clase a las niñas, aunque por supuesto sólo mientras éstas
son muy pequeñas.
Eso es lo poco que sé contar de nuestras
escuelas. Naturalmente, me resultaría muy fácil compararlas con las escuelas
alemanas, o comparar a los estudiantes europeos, con una formación
extraordinaria, con los ignorantes estudiantes árabes. Yo he nacido, me he
criado y he crecido allí, y puedo juzgar desde mi propia experiencia; vivo aquí
desde hace muchos años, mando a mis hijos al colegio y por lo tanto he tenido
también oportunidad de formarme hasta cierto punto una opinión. En comparación
con los nativos, tal vez tenga a mi favor el hecho de que éstos, al estar acostumbrados
a ello, no se percatan de muchas de las cosas que un observador imparcial y
criado en otro entorno social detecta al instante. No me gustaría dármelas de
jueza; sin embargo, por todo ello muchas personas están también interesadas en
conocer lo que pienso.
En general, me parece que en relación con la
escuela los europeos se exceden en sus pretensiones en la misma medida en que
los árabes se quedan cortos. Ninguna de las dos naciones ha encontrado aún la vía
del medio, ni la encontrará; esa contradicción se perpetuará irremediablemente
mientras el mundo sea mundo.
Aquí no hay apenas ciencia que no se enseñe a
los niños, y además a tal nivel que para el intelecto infantil resulta
imposible retenerla. En cuanto los niños comienzan a acudir a la escuela, los
padres dejan de disponer de ellos. Al terminar el horario escolar, sufren tal
sobrecarga de deberes que a menudo es imposible pensar siquiera en una
convivencia agradable con ellos y en una actuación consecuente y regular sobre
la formación de su carácter. Todo el santo día es una carrera eterna de deber
en deber. ¡Y cuántos de esos trabajos no tienen validez duradera alguna para
los niños! Tanto es lo que hay que aprender que parece que la única posibilidad
sea relegarlo todo de nuevo al olvido lo antes posible. Robar así a los niños
un tiempo que aprovecharían mucho mejor estando con su familia es, sin duda,
una injusticia.
Por si eso fuera poco, los pobrecitos tienen
que pasar cinco horas o incluso más al día apelotonados en una sala que se
llama clase pero parece una jaula, donde reinan un calor y un ambiente
sofocante que escapan a cualquier
descripción. ¡En una escuela que contaba con más de doscientos niños había tan
sólo cuatro vasos para beber agua! ¿Cómo no va uno a sentir náuseas al besar a
su hijo cuando éste regresa del colegio? ¿Cómo puede alguien extrañarse de que
un escolar se ponga enfermo? Cuando están en casa, los padres cuidan y miman a
los pequeños tanto como les es posible, pero el aire que respiran en el colegio
frustra todos esos esfuerzos. ¡Y qué aspecto tienen muchos de los estudiantes
del país! A una le duele el corazón al verlos, pobrecitos. ¿No era acaso mejor
nuestra galería al aire libre? ¿Y de qué sirve la mejor educación si para
alcanzarla hay que echar a perder el cuerpo?
Como ya he dicho, ni quiero ni puedo juzgar la
educación europea en su conjunto; sólo quería expresar algunas de las cosas que
he visto y que me convencieron de que aquí el colegio y la formación tiene
también muchos aspectos negativos. En cualquier caso, espero que me perdonen si
me pregunto aún qué derecho tienen los europeos para compadecer a un pueblo que
tildan de “no ilustrado” y hasta qué punto están legitimados para implantar su
civilización en el mismo por la fuerza. Muchos se burlarán de esto o se encogerán
de hombros: en cualquier caso, he podido constatar con certeza que quienes creen
que hay que proporcionar a la gente formación e instrucción por su propio interés
suelen estar equivocados. Como árabe nacida y criada en un entorno totalmente
analfabeto según los estándares europeos, sé mejor que nadie el poco éxito que
una formación general europea tendría entre los orientales musulmanes.
El caso de otras naciones que desean adoptar
la formación europea, como los japoneses, es distinto; que se adapten tanto
como quieran. Para los musulmanes, en cualquier caso, la formación europea presenta
un sinfín de elementos absolutamente incompatibles con sus rígidas concepciones
religiosas. La gente de aquí se burla a menudo de la pseudoerudición turca; y,
sin embargo, los turcos se han esmerado por civilizarse, ni que sea hasta
cierto punto, más de lo que les convenía. Con ello no han logrado más que
debilitarse sin llegar a civilizarse, porque la civilización europea contradice
y se opone a todos sus conceptos fundamentales. La civilización no se puede
imponer por la fuerza y habría que reconocer también a los demás pueblos el
derecho a cultivar libremente y sin coacciones sus concepciones e ideas
nacionales, perfiladas a lo largo de los siglos por la experiencia y la filosofía
práctica. Ante todo, los árabes devotos se sentirían profundamente heridos si
alguien pretendiera comenzar su ilustración enseñándoles ciencias naturales,
sin el conocimiento de las cuales no se puede ni hablar de una formación más
profunda. ¡Qué estremecimiento vital y qué discrepancias provocaría quien
quisiera hablarle de leyes naturales a alguien que en toda la vida del universo
hasta el ser más diminuto ve con una fe inquebrantable una sola cosa: la mano
de Dios, que todo lo controla y dirige!»
[El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2004, en traducción de Carles Andreu Saburit, pp. 101-109.
ISB: 84-8428-232-5.]
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