miércoles, 28 de abril de 2021

Cuerpos del rey.- Pierre Michon (1945)


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Cuerpos del rey

El cielo es un hombre pero que muy grande

 «Pocas veces he rezado. A principios de septiembre de 2001, mi madre, que durante su vida adulta intentó ser mi padre y mi madre, que en su avanzada vejez habría podido ser mi hija, mi madre se estaba muriendo en el hospital de G., una ciudad pequeña. Había árboles enormes en su ventana, una muralla de hojas. Todos los días del final de ese verano fueron hermosos, el sol cambiaba incansablemente esa pared verde, bajo la mirada de una moribunda que había amado los árboles. Iba a verla a diario, pero cuando llegué el 7 de septiembre vi que había llegado el momento (lo vi con la cabeza; el corazón se me quedaba a la zaga): agonizaba con un estertor, ya no volvería a hablar, había entrado en ese tiempo del alma errabunda que los tibetanos llaman el bardo. Me senté a su lado y, al cabo de un rato que soy incapaz de calcular, al cabo de horas o de minutos, me levanté como una exhalación, salí y me fui corriendo a una librería a comprar libros. Escogí con calma. Volví con el tomo XXIII de la Carte archéologique de la Gaule Romaine, el tomo segundo de los Dits et écrits de Michel Foucault, en la colección Quarto, y un tercer libro que he olvidado. Seguía corriendo, igual que la liebre de la fábula. Podían ser de las seis de la tarde. Cuando entré en la habitación de mi madre, el estertor había cesado y la respiración también; le tomé la mano y no había perdido aún nada de su tibieza. Llamé a la enfermera, que confirmó el fallecimiento, y me dejaron solo. El único presente era mi pensamiento, y me daba constancia de las cosas, como hacía un rato. Los libros estaban colocados, con mucha formalidad, a los pies de la cama, en su bolsita, junto a los pies de los cadáveres, que son diminutos. La muralla verde le era propicia al pensamiento. También el pensamiento estaba tibio, como lo está siempre. Yo necesitaba rezar, convocar el corazón y el alma que aquella mujer se merecía. Probé con una de esas cosas que se aprenden en la catequesis, el Padre Nuestro seguramente, pero lo dejé enseguida. Y luego el texto, la oración, se me impuso, llegada desde muy lejos, como si me la hubiera enviado otra persona, y la dije en voz alta, para que, como si dijéramos, la muerta la oyese: “Hombres y hermanos que seguís en la vida, no nos juzguéis con duro corazón, pues si tenéis compasión de estos tristes, habréis más pronto de Dios el perdón”. El corazón y el alma acudieron, dije el poema de cabo a cabo, como hay que decirlo, entre lágrimas; lo dije de pie ante el cadáver de mi madre como hay que estar, entre lágrimas.
 Recé en otra ocasión, en el mes de octubre, unos años antes. Una criatura había nacido durante la noche, yo acababa de volver a mi casa al alba. Algo me embargó, que era un deseo de rezar, de clausurar, de abrirme. Sentado en la cama, tranquilo, sonriente si es que se sonríe a solas, dije de cabo a cabo, en voz alta, El sueño de Booz. Lo dije como hay que decirlo, entre el sosiego, la aceptación de todo, la esperanza sin razón aparente, la gloria que siempre llega.

 La balada de los ahorcados puede decirse para una madre muerta. El sueño de Booz puede decirse para una hija que ha nacido viva y viable, como ponen los parteros en su informe rutinario. Muy pocas obras en verso hay que puedan aguantar en esas dos ocasiones, de la misma forma que se dice que el tungsteno aguanta en una temperatura de cero absoluto, el tungsteno que reviste esos hermosos telescopios que contemplan el Big Bang, en vilo entre la tierra y la luna. El tungsteno contempla el Big Bang. Los dos poemas que ya he dicho contemplan los cadáveres, entre los que hay cadáveres de madres, contemplan el alma que es recuerdo de esos cadáveres en los que habitó, desde los que miró el trocito de Big Bang que a ella se le concedió fugitivamente; contemplan los cuerpos vivos, los niños pequeños que nacen, que envejecerán y morirán. Los contemplan, les hablan, hablan de ellos, de los cadáveres, de los niños, y de nosotros, que estamos en medio, como si los cadáveres, los niños y nosotros fuéramos lo mismo; y somos lo mismo. Tranqu
ilizan al cadáver, tranquilizan al niño en pie. Tal es sin duda el cometido de la poesía. Casi no le veo otro. Los poemas pueden tener ese efecto, pueden servir para eso, pueden abarcar en la misma ojeada el Big Bang y el juicio final y todo cuanto acontece entre ambos, el duelo eterno y la alegría, que también es eterna; la riqueza y la miseria, que es su sombra; la muralla verde, la muerta, los adjetivos viva y viable; pueden conmover y trastornar a los hombres al darles fugazmente esa visión doble. ¿De qué sirven los poetas en estos tiempos nuestros de aflicción, en este año de aflicción de 2002, como lo fue también en Moulins el año 1462, cuando Villon estaba acabando el Testamento, como lo fue también el año 1859, en cuyo mes de mayo escribió Hugo Booz, como lo fue el impreciso año del neolítico tardío en el que soñaba Booz, Wozu Dichter, para qué iba a haber poetas? Sólo para eso.

 Seguramente he rezado en más ocasiones, pero esas oraciones no lo eran del todo, no eran para una anciana muerta o una niña viva, no eran para nada, iban a los árboles, a mi complacencia conmigo mismo, a la dicha que no viene a cuento y se otorga rimas para ir a más. Una vez fui con unos amigos arqueólogos a una excavación en la alta Etiopía, en la provincia de Menz: tres mil metros de altura en los trópicos, es decir, algo así como el clima de Toscana, el cielo de un azul extravagante, y esa alfombra vegetal que los geógrafos llaman el parque y es una sabana, pero a medio camino entre los pastos y la meseta calcárea, un césped inglés. Las excavaciones fijaban el perímetro de la ciudad de tiendas de un rey medieval que tuvo buen cuidado, como lo aconsejaba Vegecio, “de asentar el campamento en lugar seguro, donde puedan conseguirse leña, pastos y agua y aire saludable en abundancia”. Había de todo eso en abundancia; había también cereal, que la gente de allá entierra con una reja de arado de madera dura de mimosa, siega con hoz y trilla en la era; enebros gigantes, tabulares, regalistas, dignos de cobijar a los reyes con su sombra; órganos basálticos con los cimientos al aire, un caótico desmoronamiento de rocas, hermosos bloques poliédricos desplomados, que apetecía comerse, como en Hambre de Rimbaud, en los que tomas asiento lo mismo que un rey; y, allende el campamento del rey y los órganos caídos, había una pradera larga y ancha plantada de eucaliptos que daba, en caída vertical, a la muralla natural de un cañón de trescientos metros de altura.
Resultado de imagen de cuerpos de rey Allí iba yo con frecuencia. No había nadie y sí lo había. Con frecuencia me creía solo y, de pronto, me rodeaban unos niños, atentos, plácidos, prestos a brindar sus servicios, a explicar en mal inglés el cometido de lo que fuera, de viento, de los árboles, de las ramas de los árboles, de Dios o de la poesía rimada, cuanto se le ocurriera a uno. No se ponían pesados. Pero se habían fijado, desde el primer día, en que yo siempre llevaba en el bolsillo varios lápices, de esos de plástico de colores que vienen en unas carteritas y se compran en los quioscos de las estaciones; para ellos eran un tesoro. Por eso las charlas y los servicios prestados transcurrían al compás de frecuentes: Father. A pen? Give a pen, father. Tales transacciones con el father (¿me tomaban acaso por un sacerdote, por un patriarca? ¿O se limitaban a dejar constancia de que era viejo?) no les impedían recoger ramas secas de eucalipto, pues para eso acudían a aquella pradera por encima del nivel del cañón. Esa tarea de espigadores era la obligación de los niños de Menz, o, como mucho, de los jóvenes; estaba enterado de que las pocas mujeres que recogían leña eran viudas, o las habían abandonado, y no tenían hijos. Abundan las mujeres en esa situación y buscan desesperadamente un compañero, un genitor; cualquiera les vale, no son nada exigentes.
 Una noche vi a una de esas mujeres. Se acercaba desde el otro extremo de la pradera. Me hacía breves señas, según se aproximaba, al tiempo que recogía leña. Eran insinuaciones discretas y meridianas a la vez, sonrisas, miradas, una forma modesta y franca de aparecer con aspecto favorecido, pero sin melindres ni ramplonería; así debían de ser las proposiciones sexuales desde siempre en las sociedades agrarias de las que ya nada sabemos. En aquel momento, no caí en la cuenta de qué quería, pensé que era afable. Llegó hasta mí, con el haz de leña bajo el brazo. Podía andar por los treinta o los cuarenta años, era aún bastante guapa, pero le faltaban dientes y tenía el vientre deformado. En ese mal norteamericano del que dispone el mundo entero, en esa lengua siria del imperio, me habló, sonriente y blindada sin alarde. Sus cuatro hijos habían muerto, su marido también. Sonreía. Tenía el indómito coraje de estar viva. Me miraba a los ojos. Come home. Bread. Milk. Me. Tala (la cerveza en etíope). Se reía y hablaba en serio. Yo me reía también. Le dije que ya tenía homes y families y que alguien me estaba esperando en la aldea para tomar tala. Le di algo que no era amor, lo que suele llevarse en el bolsillo trasero de los vaqueros y vale para todo. Se fue con la misma sonrisa, los mismos modales francos y directos.
 El falso patriarca rechazó a la espigadora de verdad.
 Me había enternecido. Se había ido. Llegaba un leve viento desde el cañón. Recité de cabo a cabo El sueño de Booz, por los eucaliptos y los enebros, por los reyes muertos, por el neolítico, por la era y los diluvios, por mí porque me gustaba y porque me hacía llorar y para estar ya borracho antes de emborracharme con tala, por el cañón por el que te puedes caer, por la jerga universal, por las oportunidades perdidas, por las mujeres que apeteces y por las que no apeteces, por nunca jamás, por Corvus crassirostris que anida en Menz, thick-billed raven, que es de vuelo torpe, pico carroñero y grito repugnante, tiene el plumaje más fúnebre que el de la corneja añosa, pero luce en la nuca el ancho de una mano infantil de armiño, de leche, de nieve, un espejo puro donde se mira el candor.
 Estaba terminando el poema cuando apareció de verdad la hoz de oro en el campo de las estrellas. Me fui a beber tala.  

 Quizás no esté de más referir lo poco que sucede en ese poema, según lo entiendo yo: un hombre duerme, una noche de trilla o de siega. Duerme al aire libre. Estamos en los tiempos bíblicos. El hombre que duerme es un segador, y algo más que un segador, el dueño de la siega, un hacendado, un latifundista. El grano rebosa. El hombre es viudo, sin hijos, recorre el último tramo del camino cumpliendo con las formas, sin resentimiento. Tiene un sueño; y ve en él, con la rígida forma de un roble que le nace del vientre, una juvenil erección y una prolongada descendencia muy ilustre. No se lo cree, sabe que sueña. Pero está en un error: mientras duerme y sueña, una Forastera que había ajustado para que espigara, una mujer muy joven, se ha tendido a su lado, ha desnudado sin ambigüedad el pecho y espera la voluntad del hombre. Con los ojos abiertos al cielo, se pregunta por el origen de la luna.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de María Teresa Gallego Urrutia, pp. 63-70. ISBN: 84-339-7096-8.]         
        

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