Historias de mujeres: Una doncella de cabellos de oro
«Ésta no es una princesa de cuento, sino una señorita de
Casino. Por razón de economía, ahora el Casino está a media luz. Es una
deliciosa noche estival, de luna llena. A través de las grandes ventanas,
encuadradas de verde, el cielo serenísimo es de un maravilloso azul heráldico…
Esta doncella de los cabellos de oro está sola en un rincón sombrío, tocando el
piano. La vemos de espaldas, luciendo solamente, en la penumbra, la metálica
pompa de su casco natural. ¿Natural? ¿Todo él natural? Al lado vuestro, unas
señoras discuten el tema. Vosotros no las escucháis. Vosotros permanecéis en
admiración ante la resplandeciente hermosura de aquella cabellera. Admiración y
recuerdo. Porque esta cabellera tiene un singular acento de París. No hablamos
de su color. No hablamos de la materia. No hablamos de su amplia y generosa
ordenación en el peinado. Hemos dicho acento, y tan fácil como ha sido hallar
la palabra nos sería difícil analizar el secreto del encanto. ¡Oro de las
cabelleras femeninas de París, nostalgia de París, visiones de París, bellezas
y fiebres de París! Para completar el prestigio, oís por primera vez aquí un
vals que fue allá moda hace cinco años, que llaman Quand l’amour meurt, y que ahora interpreta briosamente, en la
penumbra, la niña de los cabellos de oro.
La niña de los cabellos de oro cesa de tocar y
viene hacia la luz. Las nostalgias de París, las visiones de París, las
bellezas y las fiebres de París, y París mismo, se desvanecen… Habláis con
ella. Sentís que nada tiene que ver con vuestro fantasear. Tocaba Quand l’amour meurt por casualidad.
Estaba sola en la penumbra por casualidad. También parece que tenga por
casualidad sus cabellos magníficos… ¡Callen las señoras comentaristas! La
artificialidad tiene escaso lugar aquí. Ésta es una señorita muy natural. Muy
tranquila, muy nuestra. Está prometida. Se casará y será, como merece, muy
dichosa. ¡Adiós el ensueño! Se ha ido por las ventanas verdes, volando hacia el
azul heráldico del cielo…
Historias de enfermos y viejos: Cara o Cruz
Éste era un enfermo de hospital, un obrero
mecánico. Cuando se sentaba en el lecho, llevaba todavía una gorra, de visera
larga y flexible, y una chaquetilla de algodón azul, muy corta, con dos hileras
de botones. En lo alto, de hombro a cuello, la depresión de esta chaquetilla
dibujaba una concavidad angustiosa. Más abajo, se adivinaba el relieve de cada
costilla, como si la tela revistiera a un esqueleto. De las mangas salían,
enormes, las muñecas; del escote del cuello, más pronunciada todavía, la nuez.
En la cara, sobre los labios, que la falta de color hacía parecer ausentes, las
cavidades de la nariz tenían la misma negrura que los ojos… Catorce meses de
cárcel le habían puesto así.
El facultativo del establecimiento había
diagnosticado una ectasia gástrica, con espasmo del píloro e hipoclorhidria.
Parece que el estómago había descendido casi hasta medio abdomen. Cada mañana,
desde hacía tres o cuatro quincenas, atormentaban al enfermo las náuseas, y se
extenuaba en copiosos vómitos. Entró al hospital muy bravo, pidiendo a gritos
la operación; ponía en desear su riesgo una especie de afectación viril.
Pero, aconteció que los doctores, antes de
decidirla, quisieron tomarse unos cuantos días, pare estudiar el caso de nuevo.
Mientras tanto, en otro enfermo, albergado en la misma sala, debía practicarse
también una gastroenterostomía. Lo supo el mecánico; desde este momento, cesó
de solicitar la operación. En su ánimo, donde la excitación propia del violento
ambiente carcelario había ido apagándose, entre las melancolías, algo más
suaves, de la vida del hospital, un arduo problema empezó a plantearse en una
manera de juego de cara o cruz: “Si el tío éste (el otro enfermo) se salva, que
me hagan a mí también la operación; si se muere, por nada del mundo…” El gastroenterostomizado
murió. Entonces, el mecánico se adelantó a decir algo contra la ascendencia
femenina de quienquiera se atreviese a operarle.
Hay que saber, además, que por aquellos días,
con propósito de efectos sedantes y calmantes, habían empezado para el enfermo
unas sesiones de masaje superficial y profundo. Pronto, estas sesiones le
supieron a gloria. Las recibía como algo pacífico y bienhechor en sí mismo, como
algo misteriosamente maternal. Adoró las manos que le amasaban y parece que
alguna vez intentó besarlas al descuido.
Cada día, llegado el momento, remangaba hasta
el cuello, con impaciencia, su chaquetilla azul. Sobre la dolorida piel, dos
manos, a la vez enérgicas y dulces, empezaban un frote ligero, de izquierda a
derecha, tomando por centro el de la región dolorosa. Alternaban en el
movimiento las dos, pero una comenzaba antes de que hubiese terminado la otra.
A este juego de desflore, sucedía un tamborileo vibrátil. La palma se apoyaba
sin pesadez. Un temblor sutilmente fino y penetrante pasaba de un hombro
generoso a una mano de misericordia. De ésta, a unas aliviadas entrañas; de
éstas, a una alma, ligera ya, donde se iniciaba un aleteo de alegría… Llovía,
más tarde, la cachetina deliciosa: una serie de hachazos, percutidos con el
borde cubital de una de las manos o de las dos; otra serie de palmadas, con la
mano de plano. Por fin, le llegaba el turno a una especie de faena de modelado
vigoroso, que aprisionaba un punto, entre las yemas de los dedos de una mano y
el borde cubital de la otra, los tejidos del hueco epigástrico y lo soltaba con
rapidez. Duraban tales sesiones unos treinta minutos; y después de ellas venía
la comida; la cual no tardó en ser esperada por el doliente con exquisitas
salidas de ilusión.
Así, el
desesperado, cuando rompe, en una sucesión articulada de fuertes sollozos, el
bloque insoportable de la desesperación que le oprimía –o bien como el pueblo,
cuando diluye entre fiestas de toros u otros espectáculos de violencia cómoda
el sueño de revolución que le agitaba-, así nuestro enfermo compensó la
utilidad posible de la gran “operación”, única y grave, que se le indicaba y
que él mismo hubo de pedir algún día, con el largo deporte de una cadena de
pequeñas “operaciones” cotidianas, de trauma consolador y ligero. Compensó
sabiamente; que, por este camino, pronto se puso a mejorar.
Estuvo en el hospital mes y medio. Salió de
allí completamente curado. Se murió poco después; fue de un tiro, en una huelga
trágica. Y esto, por no haber aprendido, con la experiencia propia, a
dosificar, por lo menos, la violencia, por haber olvidado la gran lección y el
arte supremo de sustituir –en la ectasia y en la hipoclorhidria, ¡en las varias
ectasias y en las varias hipoclorhidrias del mundo!- la “operación” por el
“masaje”.
Otras historias: Gracias
Anoche vi una cosa que yo no había visto
nunca.
En una calle, en el arroyo, junto a un farol,
había una niña basurera. Muy flaca. Muy andrajosa. Inclinada, recogía en su
capacho un mezquino montón de escombros: papeles, desperdicios de fruta. Poca
cosa. La pala, ávida, rascaba las piedras.
Del portal, aún luminoso, de una casa situada
cerca de allí, salió una criada. Llevaba en la mano derecha un gran cubo lleno
y rebosante de basura. Llegóse a la niña y volcó el cubo a sus pies.
Y he aquí que la niña, con una vocecita muy
dulce, dijo:
-Gracias.
(A mí no me sirve para nada que la voz de la
chiquilla fuera muy dulce; pero como realmente lo era, tampoco tengo por qué
callarlo).
-¡Gracias!
…Sí, realmente. Había motivo de
agradecer. El capacho de la basurera, antes casi vacío, se había colmado de
abundante y rico botín. Y era aquello la codiciada materia de su trabajo. Y era
pan, lumbre, techo, vida; o poco menos. Y la criada, gratuitamente, se lo daba.
Y hasta piadosa, alargaba el camino para dejarlo a sus pies… Había que decir:
-Gracias.
¡Pero eso de echar la basura a un hombre!...
El desperdicio, el escombro, la porquería, el hedor, el estiércol, todo el
detritus miserable de nuestra vida, tirado así al cuerpo de un pobre hermano
nuestro, volcado hasta casi cubrirlo sobre una niña que tiene la voz dulce… Y
tener que decir a esto:
-Gracias.
¡Dios mío!... Por el espectáculo infame de la
miseria del mundo, por todos los golpes recibidos en la lucha, por los gargajos
de los malvados y de los imbéciles, por las manchas, por la miseria, por la
enfermedad, por la gran náusea del vivir…
… ¡Gracias!»
[El texto pertenece a la edición en español de Gadir Editorial, 2007, en selección y notas de Carlos d’Ors, pp. 73-74,
93-96 y 123-124. ISBN: 978-84-935237-1-8.]
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