martes, 27 de abril de 2021

Cuentos filosóficos.- Eugenio D'Ors (1881-1954)


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Historias de mujeres: Una doncella de cabellos de oro


 «Ésta no es una  princesa de cuento, sino una señorita de Casino. Por razón de economía, ahora el Casino está a media luz. Es una deliciosa noche estival, de luna llena. A través de las grandes ventanas, encuadradas de verde, el cielo serenísimo es de un maravilloso azul heráldico… Esta doncella de los cabellos de oro está sola en un rincón sombrío, tocando el piano. La vemos de espaldas, luciendo solamente, en la penumbra, la metálica pompa de su casco natural. ¿Natural? ¿Todo él natural? Al lado vuestro, unas señoras discuten el tema. Vosotros no las escucháis. Vosotros permanecéis en admiración ante la resplandeciente hermosura de aquella cabellera. Admiración y recuerdo. Porque esta cabellera tiene un singular acento de París. No hablamos de su color. No hablamos de la materia. No hablamos de su amplia y generosa ordenación en el peinado. Hemos dicho acento, y tan fácil como ha sido hallar la palabra nos sería difícil analizar el secreto del encanto. ¡Oro de las cabelleras femeninas de París, nostalgia de París, visiones de París, bellezas y fiebres de París! Para completar el prestigio, oís por primera vez aquí un vals que fue allá moda hace cinco años, que llaman Quand l’amour meurt, y que ahora interpreta briosamente, en la penumbra, la niña de los cabellos de oro.
 La niña de los cabellos de oro cesa de tocar y viene hacia la luz. Las nostalgias de París, las visiones de París, las bellezas y las fiebres de París, y París mismo, se desvanecen… Habláis con ella. Sentís que nada tiene que ver con vuestro fantasear. Tocaba Quand l’amour meurt por casualidad. Estaba sola en la penumbra por casualidad. También parece que tenga por casualidad sus cabellos magníficos… ¡Callen las señoras comentaristas! La artificialidad tiene escaso lugar aquí. Ésta es una señorita muy natural. Muy tranquila, muy nuestra. Está prometida. Se casará y será, como merece, muy dichosa. ¡Adiós el ensueño! Se ha ido por las ventanas verdes, volando hacia el azul heráldico del cielo…
   
Historias de enfermos y viejos: Cara o Cruz

 Éste era un enfermo de hospital, un obrero mecánico. Cuando se sentaba en el lecho, llevaba todavía una gorra, de visera larga y flexible, y una chaquetilla de algodón azul, muy corta, con dos hileras de botones. En lo alto, de hombro a cuello, la depresión de esta chaquetilla dibujaba una concavidad angustiosa. Más abajo, se adivinaba el relieve de cada costilla, como si la tela revistiera a un esqueleto. De las mangas salían, enormes, las muñecas; del escote del cuello, más pronunciada todavía, la nuez. En la cara, sobre los labios, que la falta de color hacía parecer ausentes, las cavidades de la nariz tenían la misma negrura que los ojos… Catorce meses de cárcel le habían puesto así.
 El facultativo del establecimiento había diagnosticado una ectasia gástrica, con espasmo del píloro e hipoclorhidria. Parece que el estómago había descendido casi hasta medio abdomen. Cada mañana, desde hacía tres o cuatro quincenas, atormentaban al enfermo las náuseas, y se extenuaba en copiosos vómitos. Entró al hospital muy bravo, pidiendo a gritos la operación; ponía en desear su riesgo una especie de afectación viril.
 Pero, aconteció que los doctores, antes de decidirla, quisieron tomarse unos cuantos días, pare estudiar el caso de nuevo. Mientras tanto, en otro enfermo, albergado en la misma sala, debía practicarse también una gastroenterostomía. Lo supo el mecánico; desde este momento, cesó de solicitar la operación. En su ánimo, donde la excitación propia del violento ambiente carcelario había ido apagándose, entre las melancolías, algo más suaves, de la vida del hospital, un arduo problema empezó a plantearse en una manera de juego de cara o cruz: “Si el tío éste (el otro enfermo) se salva, que me hagan a mí también la operación; si se muere, por nada del mundo…” El gastroenterostomizado murió. Entonces, el mecánico se adelantó a decir algo contra la ascendencia femenina de quienquiera se atreviese a operarle.
 Hay que saber, además, que por aquellos días, con propósito de efectos sedantes y calmantes, habían empezado para el enfermo unas sesiones de masaje superficial y profundo. Pronto, estas sesiones le supieron a gloria. Las recibía como algo pacífico y bienhechor en sí mismo, como algo misteriosamente maternal. Adoró las manos que le amasaban y parece que alguna vez intentó besarlas al descuido.
 Cada día, llegado el momento, remangaba hasta el cuello, con impaciencia, su chaquetilla azul. Sobre la dolorida piel, dos manos, a la vez enérgicas y dulces, empezaban un frote ligero, de izquierda a derecha, tomando por centro el de la región dolorosa. Alternaban en el movimiento las dos, pero una comenzaba antes de que hubiese terminado la otra. A este juego de desflore, sucedía un tamborileo vibrátil. La palma se apoyaba sin pesadez. Un temblor sutilmente fino y penetrante pasaba de un hombro generoso a una mano de misericordia. De ésta, a unas aliviadas entrañas; de éstas, a una alma, ligera ya, donde se iniciaba un aleteo de alegría… Llovía, más tarde, la cachetina deliciosa: una serie de hachazos, percutidos con el borde cubital de una de las manos o de las dos; otra serie de palmadas, con la mano de plano. Por fin, le llegaba el turno a una especie de faena de modelado vigoroso, que aprisionaba un punto, entre las yemas de los dedos de una mano y el borde cubital de la otra, los tejidos del hueco epigástrico y lo soltaba con rapidez. Duraban tales sesiones unos treinta minutos; y después de ellas venía la comida; la cual no tardó en ser esperada por el doliente con exquisitas salidas de ilusión.
Resultado de imagen de eugenio d'ors cuentos filosoficos  Así, el desesperado, cuando rompe, en una sucesión articulada de fuertes sollozos, el bloque insoportable de la desesperación que le oprimía –o bien como el pueblo, cuando diluye entre fiestas de toros u otros espectáculos de violencia cómoda el sueño de revolución que le agitaba-, así nuestro enfermo compensó la utilidad posible de la gran “operación”, única y grave, que se le indicaba y que él mismo hubo de pedir algún día, con el largo deporte de una cadena de pequeñas “operaciones” cotidianas, de trauma consolador y ligero. Compensó sabiamente; que, por este camino, pronto se puso a mejorar.
 Estuvo en el hospital mes y medio. Salió de allí completamente curado. Se murió poco después; fue de un tiro, en una huelga trágica. Y esto, por no haber aprendido, con la experiencia propia, a dosificar, por lo menos, la violencia, por haber olvidado la gran lección y el arte supremo de sustituir –en la ectasia y en la hipoclorhidria, ¡en las varias ectasias y en las varias hipoclorhidrias del mundo!- la “operación” por el “masaje”.        

Otras historias: Gracias

 Anoche vi una cosa que yo no había visto nunca.
 En una calle, en el arroyo, junto a un farol, había una niña basurera. Muy flaca. Muy andrajosa. Inclinada, recogía en su capacho un mezquino montón de escombros: papeles, desperdicios de fruta. Poca cosa. La pala, ávida, rascaba las piedras.
 Del portal, aún luminoso, de una casa situada cerca de allí, salió una criada. Llevaba en la mano derecha un gran cubo lleno y rebosante de basura. Llegóse a la niña y volcó el cubo a sus pies.
 Y he aquí que la niña, con una vocecita muy dulce, dijo:
 -Gracias.
 (A mí no me sirve para nada que la voz de la chiquilla fuera muy dulce; pero como realmente lo era, tampoco tengo por qué callarlo).
 -¡Gracias!
…Sí, realmente. Había motivo de agradecer. El capacho de la basurera, antes casi vacío, se había colmado de abundante y rico botín. Y era aquello la codiciada materia de su trabajo. Y era pan, lumbre, techo, vida; o poco menos. Y la criada, gratuitamente, se lo daba. Y hasta piadosa, alargaba el camino para dejarlo a sus pies… Había que decir:
 -Gracias.
 ¡Pero eso de echar la basura a un hombre!... El desperdicio, el escombro, la porquería, el hedor, el estiércol, todo el detritus miserable de nuestra vida, tirado así al cuerpo de un pobre hermano nuestro, volcado hasta casi cubrirlo sobre una niña que tiene la voz dulce… Y tener que decir a esto:
 -Gracias.
 ¡Dios mío!... Por el espectáculo infame de la miseria del mundo, por todos los golpes recibidos en la lucha, por los gargajos de los malvados y de los imbéciles, por las manchas, por la miseria, por la enfermedad, por la gran náusea del vivir…
 … ¡Gracias!»

   [El texto pertenece a la edición en español de Gadir Editorial, 2007, en selección y notas de Carlos d’Ors, pp. 73-74, 93-96 y 123-124. ISBN: 978-84-935237-1-8.]

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