lunes, 12 de abril de 2021

Elogio de la impertinencia.- Piergiorgio Odifreddi (1950)


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Religión

¿Adónde fue a parar Dios?

  «A la afirmación de Nietzsche de que “Dios ha muerto”, Woody Allen rebatió: “No, sólo se ha mudado y ahora trabaja en un proyecto menos ambicioso”. Muerto o emigrado, Dios efectivamente parece haberse marchado de Occidente y no interesarse ya por él. O, al menos, no en las formas de tebeo de la religión tradicional, orientadas a los pastores analfabetos de la Palestina de hace dos o tres mil años y, por tanto, anacrónicas y superficiales para el hombre tecnológico occidental de hoy. ¿Qué queda entonces de la religión tradicional en el mundo contemporáneo y qué mutaciones del ge(é)n(esis) ha sufrido para adaptarse a las necesidades de la modernidad?
 Antes de responder a estas preguntas será útil tratar de entender los motivos por los cuales la gente cree, cuando aún cree. Al primero, genérico y obvio, aludía Gadda al advertir que “no todos están condenados a ser inteligentes”. En efecto, aunque sea embarazoso decirlo, la mayoría de los hombres no brilla por su cerebro ni por su cultura y constituye un fértil terreno para la diseminación y el arraigo de las tonterías más disparatadas: de las promesas de los gobernantes a las mentiras de la publicidad, de las banalidades de los medios de comunicación a los hechos sobrenaturales de los curas.
 Pero sería simplista y superficial reducir la fe a un capítulo de la estupidez humana: por otra parte, hay muchas personas inteligentes y cultas que creen, o al menos dicen que creen. Una buena parte de ellas cree que cree, según la feliz expresión de filósofo, o finge que cree, según la infeliz costumbre del hombre público. La sensibilidad y el interés por lo trascendente no están muy difundidos en sociedades materialistas como las occidentales, y a menudo la fe se reduce sólo a una práctica social, adoptada sin demasiada reflexión por tranquilidad personal, o simulada con precisos cálculos por conveniencia electoral.
 Pero en las mayor parte de los casos la fe es probablemente el resultado de un programa educativo enunciado brutalmente por el ya citado Joseph de Maistre. No por casualidad la Iglesia y los partidos políticos que la representan, de la Democracia Cristiana de ayer al Polo de hoy, combaten batallas furiosas sobre la escuela privada, en nombre de la libertad de enseñanza: porque saben perfectamente que el lavado de cerebro efectuado en los niños tendrá efectos permanentes en los adultos. Por otra parte, si una sesión hipnótica puede bastar para obligarnos a adquirir comportamientos inexplicables pero inevitables, un adoctrinamiento sistemático bien podría seguir haciéndonos creen en el Niño Jesús también de mayores.
 Naturaleza y cultura aparte, las motivaciones conscientes o inconscientes que empujan al hombre a creer pueden ser las más variadas: el deseo de garantizar los valores morales, la necesidad de comprender y congraciarse con la naturaleza, los sentimientos de temor, la impotencia y el miedo en relación con la vida y la muerte, el intento de afrontar de raíz las crisis existenciales, la satisfacción de pulsiones y deseos infantiles reprimidos, la concreción de las ideas de perfección y de grandeza, la conciencia de lo infinito, la activación simbólica de arquetipos colectivos, la soledad del hombre en el universo, etc.
 Pero ante cada una de estas motivaciones, de orden, por así decir, “superior”, las religiones tradicionales ahora no saben ofrecer más que soluciones de calidad inferior. En efecto, las necesidades a las que hemos aludido son mejor y más adecuadamente satisfechas por otras feligresías. Por ejemplo, la literatura, la filosofía y las ciencias naturales y humanas están más equipadas para narrar historias, elaborar sistemas y explicar el mundo y el hombre de lo que pueda estarlo una rudimentaria mitología antigua de Oriente Medio: hay más cosas en el cielo y la tierra de las que imaginaron los profetas mediorientales y los dioses de su invención.
 Las religiones más inadecuadas para el mundo moderno son, sin duda, los monoteísmos, que pretenden poseer una verdad única y directamente revelada. Naturalmente, monoteísmos verdaderos sólo puede haber como máximo uno: cuando hay dos, o Dios no lo quiera, incluso tres, las cosas se complican y estallan. Por un lado, los demás monoteísmos serán percibidos como sacrílegos y blasfemos y masacrados en las recíprocas carnicerías que han marcado la historia antigua y reciente de judíos, cristianos y musulmanes. Por el otro, los infieles serán considerados como seres inferiores a los que eliminar o redimir, a través de las innumerables guerras de conquista que los imperialismos judío, cristiano e islámico han perpetrado en los siglos, los años y los meses pasados.
 Pero la inadecuación del monoteísmo no es sólo política. Considerar textos históricamente datados como la Biblia o el Corán como si estuvieran divinamente inspirados lleva a tomar las costumbres alimenticias, sexuales y sociales de antiguos pueblos como mandamientos y preceptos universales e inmutables. Pedirle al hombre de las ciudades actuales que siga comportándose como en el desierto de antaño significa reducirlo a una abstracción sin tiempo ni lugar, en vez de reconocer su historicidad y conduce directamente al fundamentalismo y la perversión.
 Éstos se manifiestan, sobre todo, en una patológica (y nada inmaculada) concepción de la mujer y la sexualidad, que causa por un lado el desencanto de los fieles y su desinterés por las políticas familiares de la Iglesia, sobre todo en el campo de la anticoncepción y lleva, por el otro, a fenómenos embarazosos como la pedofilia de muchos curas, que interpretan de manera sui (de)generis la exhortación “dejad que los niños vengan  mí”, y recientemente han costado al Vaticano dos billones de las viejas liras en resarcimientos sólo en Estados Unidos.
 Pero quizá sea en su soberbia antropocéntrica donde los monoteísmos revelan sus limitaciones frente al pensamiento científico. En efecto, creer que el hombre es el hijo predilecto de un Dios choca con todos los descubrimientos científicos de la historia moderna: el sistema copernicano, que quita a la Tierra del centro del mundo; el evolucionismo darwiniano, que conecta al hombre con el mono; el psicoanálisis freudiano, que desvela la potencia del inconsciente; la relatividad einsteniana, que elimina cualquier sistema de referencia privilegiado; la biología molecular, que reduce la vida a la información genética; son todo etapas de un progresivo redimensionamiento del hombre que la Iglesia no puede más que tratar de contrastar y contener patéticamente.
 A la luz de sus incompatibilidades con la modernidad, se comprenden y se explican las vicisitudes recientes de la religión en el mundo occidental. El Vaticano, por ejemplo, hace tiempo que ha concentrado su atención en los eslabones más débiles de la cadena humana: el tercer mundo, los jóvenes y “los pobres de espíritu”. A ellos se dirigen las apariciones mediáticas de un Papa superstar en movimiento perpetuo durante un cuarto de siglo, que adoraba a vírgenes, exorcizaba demonios, creía en los milagros y canonizaba a charlatanes.
 Como testimonio de la ambivalencia de su figura, bastará el episodio de la “revelación” del tercer secreto de Fátima, orquestado con ocasión del Jubileo de 2000: la explicación del fallido atentado de la plaza de San Pedro mediante una intervención directa de la Virgen, anunciada con décadas de antelación a tres pastorcillos, constituye una numinosa señal de predilección divina para los hombres de buena voluntad, pero un peligroso síntoma de delirio de poder para loa hombres de buena racionalidad.
 ¿Qué decir, además, de los milagros prodigados por los santos y lo beatos que en su incansable activismo Juan Pablo II ha proclamado a centenares, elevando, él solo, a los honores de los altares a más santos que todos sus predecesores juntos? Los numeritos, como la ceremonia de canonización del Padre Pío del 16 de junio de 2002 (véase la p. 220), acompañados por una embarazosa mercantilización de gadgets, no pueden más que cavar un surco de separación entre quien cree y quien piensa, y testimonian el desinterés de la Iglesia católica hacia aquellos que querrían satisfacer sus necesidades de espiritualidad, pero sin renunciar a los deberes de la racionalidad.
 Naturalmente, el problema no es sólo contemporáneo: desde el siglo XVIII hay intentos de purgar el cristianismo de sus aspectos supersticiosos, como la creencia en los milagros y de reducirlo a una religión natural y no revelada: en síntesis, a la existencia de un Dios que gobierna o garantiza el mundo físico y, eventualmente, el moral. Por desgracia para la religión, esta empresa traspasa inevitablemente la frontera del libre pensamiento, cuando no directamente del ateísmo, que son las elecciones naturales de los pensadores de ayer y de hoy. Y, más en general, de todos aquellos que no consiguen vivir esquizofrénicamente una doble vida, científica y tecnológica durante la semana,  y supersticiosa e irracional los domingos y las demás fiestas de guardar.
 Para aquellos que, aun rechazando el intrínseco fundamentalismo ofrecido por los tres monoteísmos, desean perseguir, de algún modo, una elección espiritual, hay soluciones menos radicales que constituyen las nuevas vías de la religión en el mundo moderno, en alternativa a las ya gastadas de las instituciones canónicas. Algunas de estas “nuevas” vías son, en realidad, tan viejas como las habituales, pero para un occidental presentan unas características de frescura y de diversidad que las hacen respirables como una ráfaga de aire fresco en un ambiente cerrado y malsano.
 La primera y más apetecible alternativa es ciertamente la de las religiones orientales, en especial las distintas denominaciones del budismo, sobre las cuales desde hace tiempo se ha concentrado la atención de Occidente en general, y de Estados Unidos en particular. El motivo es sencillo: las creencias y los dogmas que enjaulan rígidamente a la doctrina cristiana, sobre todo en la versión católica, parecen incomprensibles o irrelevantes y son, en su mayor parte, ignorados por los supuestos fieles.
Resultado de imagen de elogio de la impertinencia Por ejemplo, no es posible ser católico sin creer en la doble naturaleza y voluntad de Cristo, en la existencia del purgatorio, en la transustanciación, en la inmaculada concepción, en la asunción, en la inhabilidad pontificia, etc. Pero basta indagar entre parientes y conocidos para percatarse, por ejemplo, de cuántos imaginan que “inmaculada concepción” significa no que la Virgen nació sin pecado original, cosa difícil de comprender, sino que concibió un hijo sin ensuciarse, por así decir, las manos, cosa, en cambio, difícil de digerir.
 No es difícil imaginar que la mayoría absoluta –por no decir la casi totalidad- de viejecitas, jóvenes y semianalfabetos del tercer mundo que frecuentan las iglesias, profesa como mucho un genérico y vago cristianismo, que ignora por completo las sutilezas teológicas según las cuales se pertenece a una de las diversas sectas cristianas, Iglesia de Roma incluida, en vez de a otra.
 Frente a un cristianismo teístico, dogmático e irracional, el budismo se presenta, en cambio, a los occidentales como una religión humanista, democrática y científica. Lejos de basarse en el mito truculento de la pasión y de la muerte de un Dios bajado a la tierra para redimirnos de nuestros pecados, se inspira en la hermosa fábula de un hombre como nosotros que busca, experimenta, se equivoca, y por último encuentra el camino para la liberación del sufrimiento. Y, después de haberlo encontrado, lo enseña modestamente a quien se muestra interesado, diciendo: “Yo lo he hecho así; si quieres, prueba también tú”.
 La búsqueda de Buda se basa en una fenomenología absolutamente científica, un análisis de la génesis del dolor  y de los posibles medios para su eliminación. Y el análisis descubre una completa interdependencia de los acontecimientos, una rigurosa concatenación de causas y efectos según el principio del karma, que no es más que el principio de acción y reacción, es decir, la causalidad. ¿Acaso es asombroso que el budismo interese  y atraiga en una era científica? ¿Sobre todo cuando es promocionado por personajes como el Dalai Lama, cuya personalidad modesta y progresista contrasta profundamente con aquella soberbia y conservadora de un Papa polaco?
 Naturalmente, el budismo y las religiones orientales son sólo algunas de las opciones que se ofrecen al occidental en busca de alternativas al cristianismo. Una de las más interesantes, casi desconocida por nosotros, pero difundida ya en doscientos países, es el brahaísmo, al que Tolstoi había definido como “la más alta y pura forma de religiosidad”. Ésta fue fundada en 1863 por un persa llamado Mirza Husain Alí Nuri, que se consideraba la décima encarnación de Vishnú, el mesías de los judíos, y el sucesor de Zaratustra, el buda Maitreya, el Cristo resucitado y duodécimo imán. Su enseñanza se basa en las precedentes religiones reveladas y las funde en un original e interesante sincretismo universal.
 En Italia los caminos de las religiones alternativas al cristianismo son escasamente practicados a causa del obstruccionismo de la Iglesia y de sus agentes políticos. La cual y los cuales consideran la adhesión a cualquier fe diversa, aunque sea otro monoteísmo, como una traición de los supuestos valores occidentales que pretenden incluso inscribir en la Constitución europea.
 Situados ante la alternativa de “mejor ateos que incrédulos”, muchos satisfacen entonces sus necesidades de espiritualidad cayendo del fuego en las brasas y refugiándose en versiones semilaicas o paracientíficas de las religiones. Exorcistas, demonólogos, médiums, magos, parapsicólogos, clarividentes, sensitivos, cartománticos, sanadores, astrólogos y toda una serie de “alternativos” se disputan, pues, con los curas, el monopolio de la explotación de la estupidez y la credulidad humana, y todos juntos compiten para repartirse las opíparas ganancias de un mercado floreciente y rico.
 Pero la irracionalidad enmascarada de las pseudociencias y la fe en los astros, las cartas o el ocultismo no son menos anacrónicas que la irracionalidad manifiesta de las religiones tradicionales y la fe en el Zeus griego, el Júpiter latino o el Jesús cristiano. Sólo llevando a cabo la reconstrucción de las religiones y las pseudociencias, y eligiendo abiertamente el camino de la racionalidad y de la ciencia, Occidente podrá finalmente llegar a una concepción no caricaturesca de la espiritualidad y encontrar lo sagrado donde verdaderamente está: en la naturaleza del hombre.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial RBA Libros, 2010, en traducción de Juan Carlos Gentile Vitale, pp. 134-141. ISBN: 978-84-9867-600-6.]

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