Religión
¿Adónde fue a parar Dios?
«A la afirmación de Nietzsche de que “Dios ha
muerto”, Woody Allen rebatió: “No, sólo se ha mudado y ahora trabaja en un
proyecto menos ambicioso”. Muerto o emigrado, Dios efectivamente parece haberse
marchado de Occidente y no interesarse ya por él. O, al menos, no en las formas
de tebeo de la religión tradicional, orientadas a los pastores analfabetos de
la Palestina de hace dos o tres mil años y, por tanto, anacrónicas y
superficiales para el hombre tecnológico occidental de hoy. ¿Qué queda entonces
de la religión tradicional en el mundo contemporáneo y qué mutaciones del ge(é)n(esis) ha sufrido para adaptarse a las necesidades de la modernidad?
Antes de responder a estas preguntas será útil
tratar de entender los motivos por los cuales la gente cree, cuando aún cree. Al
primero, genérico y obvio, aludía Gadda al advertir que “no todos están
condenados a ser inteligentes”. En efecto, aunque sea embarazoso decirlo, la
mayoría de los hombres no brilla por su cerebro ni por su cultura y constituye
un fértil terreno para la diseminación y el arraigo de las tonterías más
disparatadas: de las promesas de los gobernantes a las mentiras de la
publicidad, de las banalidades de los medios de comunicación a los hechos
sobrenaturales de los curas.
Pero sería simplista y superficial reducir la
fe a un capítulo de la estupidez humana: por otra parte, hay muchas personas inteligentes
y cultas que creen, o al menos dicen
que creen. Una buena parte de ellas cree
que cree, según la feliz expresión de filósofo, o finge que cree, según la infeliz costumbre del hombre público. La
sensibilidad y el interés por lo trascendente no están muy difundidos en
sociedades materialistas como las occidentales, y a menudo la fe se reduce sólo
a una práctica social, adoptada sin demasiada reflexión por tranquilidad
personal, o simulada con precisos cálculos por conveniencia electoral.
Pero en las mayor parte de los casos la fe es probablemente
el resultado de un programa educativo enunciado brutalmente por el ya citado
Joseph de Maistre. No por casualidad la Iglesia y los partidos políticos que la
representan, de la Democracia Cristiana de ayer al Polo de hoy, combaten
batallas furiosas sobre la escuela privada, en nombre de la libertad de
enseñanza: porque saben perfectamente que el lavado de cerebro efectuado en los
niños tendrá efectos permanentes en los adultos. Por otra parte, si una sesión
hipnótica puede bastar para obligarnos a adquirir comportamientos inexplicables
pero inevitables, un adoctrinamiento sistemático bien podría seguir haciéndonos
creen en el Niño Jesús también de mayores.
Naturaleza y cultura aparte, las motivaciones conscientes
o inconscientes que empujan al hombre a creer pueden ser las más variadas: el
deseo de garantizar los valores morales, la necesidad de comprender y
congraciarse con la naturaleza, los sentimientos de temor, la impotencia y el
miedo en relación con la vida y la muerte, el intento de afrontar de raíz las
crisis existenciales, la satisfacción de pulsiones y deseos infantiles
reprimidos, la concreción de las ideas de perfección y de grandeza, la
conciencia de lo infinito, la activación simbólica de arquetipos colectivos, la
soledad del hombre en el universo, etc.
Pero ante cada una de estas motivaciones, de
orden, por así decir, “superior”, las religiones tradicionales ahora no saben
ofrecer más que soluciones de calidad inferior. En efecto, las necesidades a
las que hemos aludido son mejor y más adecuadamente satisfechas por otras
feligresías. Por ejemplo, la literatura, la filosofía y las ciencias naturales
y humanas están más equipadas para narrar historias, elaborar sistemas y
explicar el mundo y el hombre de lo que pueda estarlo una rudimentaria mitología
antigua de Oriente Medio: hay más cosas en el cielo y la tierra de las que
imaginaron los profetas mediorientales y los dioses de su invención.
Las religiones más inadecuadas para el mundo
moderno son, sin duda, los monoteísmos, que pretenden poseer una verdad única y
directamente revelada. Naturalmente, monoteísmos verdaderos sólo puede haber
como máximo uno: cuando hay dos, o Dios no lo quiera, incluso tres, las cosas
se complican y estallan. Por un lado, los demás monoteísmos serán percibidos
como sacrílegos y blasfemos y masacrados en las recíprocas carnicerías que han
marcado la historia antigua y reciente de judíos, cristianos y musulmanes. Por
el otro, los infieles serán considerados como seres inferiores a los que
eliminar o redimir, a través de las innumerables guerras de conquista que los imperialismos
judío, cristiano e islámico han perpetrado en los siglos, los años y los meses
pasados.
Pero la inadecuación del monoteísmo no es sólo
política. Considerar textos históricamente datados como la Biblia o el Corán
como si estuvieran divinamente inspirados lleva a tomar las costumbres
alimenticias, sexuales y sociales de antiguos pueblos como mandamientos y
preceptos universales e inmutables. Pedirle al hombre de las ciudades actuales
que siga comportándose como en el desierto de antaño significa reducirlo a una
abstracción sin tiempo ni lugar, en vez de reconocer su historicidad y conduce
directamente al fundamentalismo y la perversión.
Éstos se manifiestan, sobre todo, en una
patológica (y nada inmaculada) concepción de la mujer y la sexualidad, que
causa por un lado el desencanto de los fieles y su desinterés por las políticas
familiares de la Iglesia, sobre todo en el campo de la anticoncepción y lleva,
por el otro, a fenómenos embarazosos como la pedofilia de muchos curas, que
interpretan de manera sui (de)generis
la exhortación “dejad que los niños vengan
mí”, y recientemente han costado al Vaticano dos billones de las viejas
liras en resarcimientos sólo en Estados Unidos.
Pero quizá sea en su soberbia antropocéntrica
donde los monoteísmos revelan sus limitaciones frente al pensamiento científico.
En efecto, creer que el hombre es el hijo predilecto de un Dios choca con todos
los descubrimientos científicos de la historia moderna: el sistema copernicano,
que quita a la Tierra del centro del mundo; el evolucionismo darwiniano, que
conecta al hombre con el mono; el psicoanálisis freudiano, que desvela la
potencia del inconsciente; la relatividad einsteniana, que elimina cualquier
sistema de referencia privilegiado; la biología molecular, que reduce la vida a
la información genética; son todo etapas de un progresivo redimensionamiento
del hombre que la Iglesia no puede más que tratar de contrastar y contener patéticamente.
A la luz de sus incompatibilidades con la
modernidad, se comprenden y se explican las vicisitudes recientes de la religión
en el mundo occidental. El Vaticano, por ejemplo, hace tiempo que ha
concentrado su atención en los eslabones más débiles de la cadena humana: el
tercer mundo, los jóvenes y “los pobres de espíritu”. A ellos se dirigen las
apariciones mediáticas de un Papa superstar
en movimiento perpetuo durante un cuarto de siglo, que adoraba a vírgenes,
exorcizaba demonios, creía en los milagros y canonizaba a charlatanes.
Como testimonio de la ambivalencia de su
figura, bastará el episodio de la “revelación” del tercer secreto de Fátima,
orquestado con ocasión del Jubileo de 2000: la explicación del fallido atentado
de la plaza de San Pedro mediante una intervención directa de la Virgen,
anunciada con décadas de antelación a tres pastorcillos, constituye una
numinosa señal de predilección divina para los hombres de buena voluntad, pero
un peligroso síntoma de delirio de poder para loa hombres de buena
racionalidad.
¿Qué decir, además, de los milagros prodigados
por los santos y lo beatos que en su incansable activismo Juan Pablo II ha
proclamado a centenares, elevando, él solo, a los honores de los altares a más
santos que todos sus predecesores juntos? Los numeritos, como la ceremonia de
canonización del Padre Pío del 16 de junio de 2002 (véase la p. 220),
acompañados por una embarazosa mercantilización de gadgets, no pueden más que cavar un surco de separación entre quien
cree y quien piensa, y testimonian el desinterés de la Iglesia católica hacia
aquellos que querrían satisfacer sus necesidades de espiritualidad, pero sin
renunciar a los deberes de la racionalidad.
Naturalmente, el problema no es sólo contemporáneo:
desde el siglo XVIII hay intentos de purgar el cristianismo de sus aspectos
supersticiosos, como la creencia en los milagros y de reducirlo a una religión
natural y no revelada: en síntesis, a la existencia de un Dios que gobierna o
garantiza el mundo físico y, eventualmente, el moral. Por desgracia para la
religión, esta empresa traspasa inevitablemente la frontera del libre
pensamiento, cuando no directamente del ateísmo, que son las elecciones
naturales de los pensadores de ayer y de hoy. Y, más en general, de todos
aquellos que no consiguen vivir esquizofrénicamente una doble vida, científica
y tecnológica durante la semana, y supersticiosa
e irracional los domingos y las demás fiestas de guardar.
Para aquellos que, aun rechazando el
intrínseco fundamentalismo ofrecido por los tres monoteísmos, desean perseguir,
de algún modo, una elección espiritual, hay soluciones menos radicales que
constituyen las nuevas vías de la religión en el mundo moderno, en alternativa
a las ya gastadas de las instituciones canónicas. Algunas de estas “nuevas” vías
son, en realidad, tan viejas como las habituales, pero para un occidental presentan
unas características de frescura y de diversidad que las hacen respirables como
una ráfaga de aire fresco en un ambiente cerrado y malsano.
La primera y más apetecible alternativa es
ciertamente la de las religiones orientales, en especial las distintas
denominaciones del budismo, sobre las cuales desde hace tiempo se ha
concentrado la atención de Occidente en general, y de Estados Unidos en
particular. El motivo es sencillo: las creencias y los dogmas que enjaulan rígidamente
a la doctrina cristiana, sobre todo en la versión católica, parecen
incomprensibles o irrelevantes y son, en su mayor parte, ignorados por los
supuestos fieles.
Por ejemplo, no es posible ser católico sin
creer en la doble naturaleza y voluntad de Cristo, en la existencia del
purgatorio, en la transustanciación, en la inmaculada concepción, en la asunción,
en la inhabilidad pontificia, etc. Pero basta indagar entre parientes y
conocidos para percatarse, por ejemplo, de cuántos imaginan que “inmaculada
concepción” significa no que la Virgen nació sin pecado original, cosa difícil
de comprender, sino que concibió un hijo sin ensuciarse, por así decir, las
manos, cosa, en cambio, difícil de digerir.
No es difícil imaginar que la mayoría absoluta
–por no decir la casi totalidad- de viejecitas, jóvenes y semianalfabetos del
tercer mundo que frecuentan las iglesias, profesa como mucho un genérico y vago
cristianismo, que ignora por completo las sutilezas teológicas según las cuales
se pertenece a una de las diversas sectas cristianas, Iglesia de Roma incluida,
en vez de a otra.
Frente a un cristianismo teístico, dogmático e
irracional, el budismo se presenta, en cambio, a los occidentales como una
religión humanista, democrática y científica. Lejos de basarse en el mito
truculento de la pasión y de la muerte de un Dios bajado a la tierra para
redimirnos de nuestros pecados, se inspira en la hermosa fábula de un hombre
como nosotros que busca, experimenta, se equivoca, y por último encuentra el
camino para la liberación del sufrimiento. Y, después de haberlo encontrado, lo
enseña modestamente a quien se muestra interesado, diciendo: “Yo lo he hecho
así; si quieres, prueba también tú”.
La búsqueda de Buda se basa en una fenomenología
absolutamente científica, un análisis de la génesis del dolor y de los posibles medios para su eliminación.
Y el análisis descubre una completa interdependencia de los acontecimientos,
una rigurosa concatenación de causas y efectos según el principio del karma, que no es más que el principio de
acción y reacción, es decir, la causalidad. ¿Acaso es asombroso que el budismo
interese y atraiga en una era científica?
¿Sobre todo cuando es promocionado por personajes como el Dalai Lama, cuya
personalidad modesta y progresista contrasta profundamente con aquella soberbia
y conservadora de un Papa polaco?
Naturalmente, el budismo y las religiones
orientales son sólo algunas de las opciones que se ofrecen al occidental en
busca de alternativas al cristianismo. Una de las más interesantes, casi desconocida
por nosotros, pero difundida ya en doscientos países, es el brahaísmo, al que Tolstoi había definido
como “la más alta y pura forma de religiosidad”. Ésta fue fundada en 1863 por
un persa llamado Mirza Husain Alí Nuri, que se consideraba la décima encarnación
de Vishnú, el mesías de los judíos, y el sucesor de Zaratustra, el buda
Maitreya, el Cristo resucitado y duodécimo imán. Su enseñanza se basa en las
precedentes religiones reveladas y las funde en un original e interesante
sincretismo universal.
En Italia los caminos de las religiones
alternativas al cristianismo son escasamente practicados a causa del
obstruccionismo de la Iglesia y de sus agentes políticos. La cual y los cuales
consideran la adhesión a cualquier fe diversa, aunque sea otro monoteísmo, como
una traición de los supuestos valores occidentales que pretenden incluso
inscribir en la Constitución europea.
Situados ante la alternativa de “mejor ateos
que incrédulos”, muchos satisfacen entonces sus necesidades de espiritualidad
cayendo del fuego en las brasas y refugiándose en versiones semilaicas o
paracientíficas de las religiones. Exorcistas, demonólogos, médiums, magos,
parapsicólogos, clarividentes, sensitivos, cartománticos, sanadores, astrólogos
y toda una serie de “alternativos” se disputan, pues, con los curas, el
monopolio de la explotación de la estupidez y la credulidad humana, y todos
juntos compiten para repartirse las opíparas ganancias de un mercado
floreciente y rico.
Pero la irracionalidad enmascarada de las
pseudociencias y la fe en los astros, las cartas o el ocultismo no son menos
anacrónicas que la irracionalidad manifiesta de las religiones tradicionales y
la fe en el Zeus griego, el Júpiter latino o el Jesús cristiano. Sólo llevando
a cabo la reconstrucción de las religiones y las pseudociencias, y eligiendo
abiertamente el camino de la racionalidad y de la ciencia, Occidente podrá
finalmente llegar a una concepción no caricaturesca de la espiritualidad y
encontrar lo sagrado donde verdaderamente está: en la naturaleza del hombre.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial RBA Libros, 2010, en traducción de
Juan Carlos Gentile Vitale, pp. 134-141. ISBN: 978-84-9867-600-6.]
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