Cuatro
«En la fiesta todos eran inteligentes y
agradables, pero no particularmente guapos. Ninguna eminencia llegó en compañía
de una chica nueva, guapa y joven que, por ser nueva y por no saberse todos los
nombres, parecería grosera y superior y, así, atravesaría con dolorosas flechas
la carne de gente más mayor y más conocida que ella. Gafas que titilaban. Los
académicos, como los antiguos barones del Imperio, tosían títulos y
universidades, pero no pasó mucho tiempo antes de que las insignias perdieran
su brillo y los rostros recuperaran la resignación que suscitaban el exceso de
clases y las sonrisas dóciles y poco interesadas de los alumnos.
El anfitrión y la anfitriona eran de una
inteligencia excepcional y, por tanto, se mostraron sucesivamente ansiosos,
aburridos y complacidos. Su apartamento de la calle Ochenta Este era típico de
la ciudad: era el hogar de una pareja joven y brillante cuyo integrante
masculino pasa una pensión alimenticia. Los hijos pequeños vienen de visita
durante el fin de semana y duermen en el despacho del hombre o de la mujer, del
que trabaje en casa. Libros y discos y cuadros, un par de cuidados muebles
antiguos, alfombras y cojines bonitos y
grandes plantas en la ventana que da al sur. En la cocinita cuadrada, ollas de
cobre, algunas piezas antiguas de plata y fuentes esmaltadas.
Una mujer dijo: Para dejar a alguien no se
puede pedir permiso. Ahí es donde él cometió un error.
Y si el permiso se lo dieran, estaría furioso.
Agotador.
Divorcios y separaciones: así es como te
prestan atención. Todo el mundo examina su estado y algunos dicen: Qué raro,
eran mucho más felices que nosotros. Por la Noventa Este hay calles en las que
parejas de triunfadores relativamente jóvenes compran casas e incurren en
gastos altísimos para remodelarlas. Dejan maderas antiguas a la vista, eliminan
los peldaños de la entrada para que los borrachos no ronden por ahí y reservan
una planta entera para que los niños no molesten. Las tensiones y los gastos y
la casa –un mausoleo con los dos nombres grabados a la espera de las fechas-
llevan a la pareja a la separación. A estas calles se las conoce como “El
corredor de la muerte”.
Dos mujeres recién divorciadas se me acercaron
con ceños graves e inquisitivos. ¿Te sientes sola?, preguntaron.
No siempre.
Maravilloso, dijo la primera sonriendo. La
segunda, seria, dijo: Genial.
Cuán agradables eran las habitaciones; cuán
reconfortantes los disgustos de los neoyorkinos, sus insomnios llenos de
palabras, su paciente exégesis de terrores asombrosos. Divorcios y abandonos,
lo inaceptable y lo inalcanzable, el aburrimiento lleno de acción, una mediana
edad triste y tumultuosa tocada por accidentes, desarraigos, golpes maestros y
reformas desesperadas. La debilidad al descubierto; las fuerzas ocultas,
desenmascaradas. Predicciones: lo que perdurará y lo que ya está condenado, lo
que empezará y lo que terminará. Trabajo y amor; los ociosos que imaginan el
placer de los que trabajan. Los que trabajan y sus ceños socarrones, que se
preguntan: ¿Cuándo me pasará algo nuevo? A fin de cuentas, soy un triunfador. O
casi.
Se habló de la pobreza. La pobreza está
arrasando este año, dijo alguien. Se habló de un viaje a México, de un año
sabático, de alguien enfermo, de una novela que había gustado mucho y
disgustado todavía más, de alguien que bebía mucho, de la gente de mediana edad
que se pone a pintar (la mayoría, esposas rechazadas), de New York y New Haven,
y de la criatura más veloz del reino animal: la cucaracha.
Me puse a hablar con una mujer guapa de unos cuarenta y pocos. Es
Judith: muy delgada, pelo corto, castaño y abundante. Lo lleva al estilo
africano, un estilo que confiere –a las caras blancas, al menos- un aspecto
sano y jovial, casi alarmantemente jovial.
Judith no es una mujer feliz. Pero se diría
que sus malas elecciones irradian felicidad, en sus elegías se aprecia cierta
corrección estética y cierto orden. Es una connoisseur
de sonrisa radiante con unos dientes algo grandes para resultar tristes y unos
ojos preciosos que casan con su carácter a la perfección, unos ojos que brillan
como si estuviera a punto de llorar.
Tiene un doctorado, título extremadamente
agradable y sorprendente, puesto que su vida giraba alrededor del amor y la
decepción, como si, en lugar de
académica, hubiera sido una cortesana. Llevaba pantalones de seda negra y una
blusa de flores de chiffon. Tras su
sonrisa, suspira con la resignación que nace de la experiencia: la resignación
del harén. Como no contaba más que malas noticias, salpicaba su charla de “por
supuestos” y “naturalmentes”.
Sí, estoy con alguien, pero vive en
California, naturalmente. A eso no se le puede llamar “estar”, por supuesto.
De repente empezó a hablar de su hijo. Un
desastre. ¿De verdad quieres que te lo cuente? Ahora, ¿dónde está? Por ahí,
pidió el alta en el hospital y no quería quedarse en casa. Tiene veintiún años.
Me casé muy joven, por supuesto, por supuesto. El padre -¿qué padre?- está en
Florida, creo. No, no sabe nada, naturalmente. Está pelado. Crié a mi hija
sola. Mi padre me ayudó mucho. Estas cosas cuestan una fortuna. No te lo
creerías.
¿Ahora? No hace nada; vive con una pareja,
psiquiatras los dos, una terapia, se supone. Me odian, naturalmente. La
temporada que pasó conmigo hará cosa de cinco meses fue una pesadilla.
Lo llamo. Lo llamo mucho, pero no quiere
hablar conmigo. Yo quería que fuera a este sitio tan bueno de Connecticut. Fue
y luego se marchó, sin más. Casi siempre deprimido, sí, pero luego se pasa de
revoluciones y se pone violento.
Judith fuma, se toma una copa de vino, come un
poco de queso. ¿Drogas? ¿Y lo preguntas? Por supuesto. Anfetaminas, más que
nada. Tiene una pinta horrible, flaquísimo, un esqueleto… Mudo, casi, excepto
cuando se coloca, entonces se ríe mucho. Tiene la piel hecha un desastre,
palidísima, casi verde… No, no, era un niño precioso. Y tampoco era tonto,
naturalmente.
Baja los ojos. No volverá a estar bien nunca,
nunca.
Judith callaba contemplando las diez plagas.
¿Es egipcia o israelita? ¿Es ella quien provoca las plagas o quien las sufre?
¿Y los amantes en la habitación al lado de la cuna? ¿Se parece mucho a su
padre? ¿Quiere volver a tener veinte años? No sabemos cómo se transmite el
veneno de una persona a la otra, pero a Judith la han acusado más veces que a
un corredor de apuestas.
Estamos a principios de primavera y ya está
bronceada, con la piel teñida de un ligerísimo color tostado. Le gustaría hacer
algo mejor, algo solemne, quizá, pero tiene que contentarse con una ascensión
solitaria a la azotea protegida con un jersey para mostrarle su pálida cara al
sol.
Frenesí repentino. ¿Qué día es hoy? ¡Jueves!
Todos los jueves por la noche llamo a mi hijo por teléfono. Lo coge esa puta
loquera; cualquiera diría que soy un cobrador o un acosador. Luego se pone el
marido loquero: ¿querías algo? Luego se pone el chico y no dice nada y por fin
dice: claro, aquí estoy bien.
Busca el monedero. Jueves por la noche. Quieren que se me pase la
llamada, naturalmente. Los tres. Pero no se me puede olvidar, pero entonces ellos
se acordarán de que se me pasó.
Se echa un chal negro sobre su disfraz de
odalisca y sale apresuradamente. En la puerta me dedica su vacilante sonrisita
de la mala suerte. Qué guapa es, con su cabeza llena de rizos, sus grandes
dientes fotogénicos y el broche de brillantes de su doctorado. Los hombres la
han tratado mal, ha sido un maltrato leve, leve como un caso leve de
bronquitis, por poner. Y ese maltrato lo provoca con su encantador descontento
de odalisca, con esos velos de la mala suerte a través de los cuales sus ojos
brillan con una curiosa esperanza irónica. Buenas noches, Judith. Tómate una
copa antes de tu llamada.
Nueva York, ciudad de mujeres. Las vagabundas
sentadas entre harapos abrazan con tanta fuerza su montón de basura, que ésta pasa
a formar parte de su propio cuerpo. La cabeza, envuelta en un viejo trozo de
franela, emerge de entre los restos de un melón. Al lado de la bolsa de tomates
gotean, rojas, lastimosas llagas hinchadas. Una vagabunda sostiene una botella
de perfume vacía que corona con un nudillo que no se distingue de su dedo.
Ellas y su basura, crecimiento parasitario colmado de sufrimiento; el cristal
roto grita, las venas rotas lloran; talones doloridos con el dolor de la bota
rajada.
Que alguien se apiade de ellas. Que se apiade
de la señorita Cramer, mi antigua vecina, que ha tenido que descender a un
lugar más pequeño; está a la vuelta de la esquina, cerca de la comisaría de
policía abandonada, entre edificios de ladrillo rojo que, condenados, van
vaciándose mientras esperan al verdugo.
Lunes de invierno. ¿Qué le ha pasado, señorita
Cramer? Estamos en diciembre y las Navidades se acercan. En la ventana empañada
de la lavandería china hay un reno; en la ventana de la prostituta feroz hay
una corona de papel verde, y en la ferretería, desde el día de Acción de
Gracias, un árbol iluminado.
¿Qué le ha pasado a la impertinente profesora
de música, la mezzo fracasada que
solía recibir a sus alumnos con negras miradas sonoras, evaluándolos como si
fueran artículos saldados que tuviera que reparar para poder usar?
La señorita Cramer en invierno con un vestido
de seda estampada manchado, aquí y allá, con distintas marcas de desgracia.
Lleva unos zapatos de lona rasgados, sin medias que cubran sus piernas
amoratadas y descoloridas, sin nada que alivie sus pobres tobillos desnudos y
cubiertos de lapas de suciedad. Y acaba de sufrir el golpe de una pérdida
insoportable: sus dos caniches negros. Unos animales ricos, resplandecientes,
de buena cuna, como ella, acostumbrados a recibir, cada mañana, una docena de
besos en su hocico frío y negro.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Duomo ediciones, 2009, en traducción
de Marta Alcaraz, pp. 34-39. ISBN: 978-84-92723171.]
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