Capítulo I
«Había un hombre en el Condado de Barcelona,
cuyo nombre era Yosef ben Zabarra, vivía
tranquilo y sosegado con sus amigos y compañeros desde su adolescencia. Los
que le conocían, se le acercaban, y los amigos le amaban y le consideraban como un príncipe y un noble. Todo el mundo
quería cultivar su amistad. También él los honraba y asistía, los servía y
cuidaba. Con la ayuda de su Hacedor, preparaba medicamentos que cicatrizan para curar al que de ellos estuviera
enfermo, según su buen saber y entender. Se ocupaba de su enfermedad
sirviéndole y dándole asistencia con amor
y clemencia. Al primogénito según su primogenitura y al más joven con arreglo a
su juventud. Todos le amaban mucho y deseaban su amistad. ¡Como siervo se vendió a José!
Era de noche y yo, José, estaba durmiendo
sobre mi lecho con dulce sueño, que era la única recompensa por mi fatiga.
Hay cosas que suponen esfuerzo del alma y descanso del cuerpo, y otras que son
esfuerzo del cuerpo y descanso del alma, pero el sueño es descanso del cuerpo y
del alma juntamente. Este hecho no se le oculta a nadie.
Preguntaron a Hipócrates, el piadoso: “¿Qué es
el sueño?”
Respondió: “La profundización de las fuerzas
hasta el fondo del alma, para que el cuerpo pueda encontrar reposo y descanso”.
Y ya dijo Aristóteles: “El sueño natural es el remedio para cualquier
enfermedad”. Y Galeno afirmaba: “El sueño natural aumenta las fuerzas pero
debilita los humores”.
El sabio Yohani añadió: “El sueño a su debido
tiempo lleva el cuerpo a la salud”.
Cuando yo estaba durmiendo vi ante mí, en
sueños, una persona de gran talla que tenía figura de hombre. El me despertó como se despierta a uno de su
sueño y me dijo:
-¡Levántate, hombre! ¿Cómo puedes dormir? ¡Despierta! Mira cómo rojea el vino. ¡Ea, incorpórate! Siéntate y come de la caza
que te traigo, de lo que conseguí yo mismo. Como estaba amaneciendo, me levanté con precipitación y vi ante mí
pan, vino y viandas. Entretanto tenía el hombre en la mano una lámpara
encendida cuya luz se dispersaba por
todos los rincones. Comencé yo a hablar diciendo:
-¿Qué es esto, mi señor?
Él contestó:
-Mi vino, mi pan y mi comida. Siéntate a comer
y beber conmigo, pues te amo como si fueras mi hermano.
Pero yo, después de agradecerle su bondad y
honor, su amistad y su generosidad, le repliqué:
-No puedo, mi señor, comer ni beber sin haber
rezado al que comprende mi camino y endereza mis pasos y mi caminar y el que
hace por mí todo lo que necesito. Y Moisés, nuestro maestro, el elegido entre
los profetas, el principal de todos los llamados, la paz sea con él, ha dicho:
“no comeréis sangre, ni adivinaréis,
ni haréis hechizos”. Advirtió así a los israelitas para que no comieran hasta
haber rezado por su vida, porque la
sangre es la vida. Saúl habló de
esta manera: “Degolladlos aquí y
comedlos, pero no pequéis contra Dios tomando la sangre”. Además, todo el
que come antes de rezar y rogar es llamado amigo del diablo y hechicero. Le
preguntaron a Aristóteles: “¿Qué tiene preferencia, la oración o la comida?”
Respondió: “La oración, pues la oración es la vida del alma y la comida la vida
del cuerpo. Además, plegaria y rezo no son posibles para una persona saciada y
un vientre lleno”. Preguntaron a un filósofo: “¿Qué es mejor, comer o rezar?”
Contestó: “El mucho rezar es provechoso, pero el mucho comer es nocivo”. Otro
sabio dijo: “La oración introduce en la comida”. Uno de los sabios añadió: “La
plegaria es como el viento que se eleva por las alturas y la comida como el cadáver
que desciende bajo tierra”.
(Mi interlocutor) dijo entonces:
-Reza según tu voluntad y haz lo que mejor te
parezca. Me lavé las manos y la cara, oré ante Dios y después comí de todo lo
que puso ante mis ojos porque su persona
me resultaba agradable. A media comida pedí agua de la fuente para beber, pero me dijo con reproche:
-Bebe vino, pues todas las perlas no son nada
comparadas con él, y es delicioso a la
vista.
Respondí:
-No lo quiero, ni deseo beberlo, pues tengo miedo de él.
Él me replicó:
-¿Por qué me lo odias en tu corazón, si es el
gozo y la alegría de todos los corazones?
Le respondí de esta manera:
-No puedo beberlo porque todo el que lo hace
se embriaga y ni siquiera a su hermano
reconoce. El vino nubla la vista y oscurece la blancura de los dientes.
Engendra el olvido y embrutece el alma sabia. Quita el don del habla a los
expertos y a los ancianos el buen sentido. Debilita las fuerzas del cuerpo
y hace temblar los miembros con sus movimientos, porque debilita los tendones
que los mueven y engendra muchas enfermedades como la hemiplejía, deterioro y
torcedura de la boca y entumecimiento. Aplasta a todas las partes y a todas las
fuerzas del cuerpo. Divulga los secretos de los amigos y compañeros, produce
disputas entre hermanos. Es por tanto un traidor el vino, que quita la ropa en tiempo de frío.
Y así habló el poeta para todo aquel en quien se despierte el deseo de beber:
No se incline, amigo mío, tu corazón tras el
vino
pues aunque endulce más que un
panal de miel,
como las aguas de Mara es.
Conspira contra todos sus amigos,
traiciona a los que le aman,
incluso en tiempo de frío
Y entonó este proverbio:
Cuídate mucho, amigo mío, de no
Mirar al vino cuando rojea.
Pues cuando tu amigo clame por su
subsistencia,
tú estarás durmiendo.
Además añadió:
Bebe, amigo mío, zumo de granadas,
para que no colme el corazón del
hombre hasta embriagarlo.
Guárdate y no andes vacilando con
el vino
como un ebrio que se tambalea
vomitando.
Moseh, nuestro maestro, sobre él sea la paz,
prohibió al nazireo* cualquier vino o licor porque está consagrado durante su
nazireato, para no pecar por ello y profanar su nazireato. También el sacerdote
cuando iba a servir en el Santuario tenía prohibido el vino.
Se encolerizó aquel hombre y dijo:
-¿A qué viene que tú injuries el vino, lo
desprecies y emitas contra él calumnias, no pocas sino muchas, y recuerdes lo
malo y olvides lo bueno? ¿Es que no sabes, ni has oído que es quien engendra la
alegría y expulsa la tristeza y la nostalgia? ¡Que beba y olvide su miseria todo el que esté atormentado! Además,
el vino ayuda a hacer la digestión, es eficaz con el dolor que no se puede
apaciguar, quita el catarro y es útil para los enfermos intestinales, pues si
se rebaja con agua, es laxante. Fortalece el
corazón agotado, expulsa los humores de venas y riñones, asegura el
engendrar el apetito y despierta en el corazón mezquino la generosidad. Alarga
la juventud, retrasa la vejez, aguza los pensamientos, alegra el rostro e
ilumina las ideas. Ya dijeron nuestros rabinos, sean sobre ellos las
bendiciones: “El vino y el perfume dan clarividencia”. Y por el pecado que por
el vino cometiera el nazireo en su nazireato, ordena la Escritura ofrecer dos tórtolas o dos pichones para expiarlo
del pecado cometido sobre el alma humillada.
[…]
Pero yo le dije:
-Después de que te me adelantaste con tu
misericordia, señor mío, no se encienda
tu cólera contra tu siervo, has de saber que los médicos de la antigüedad,
que eran sabios y entendidos, ordenaron beber agua durante la comida porque es
más pesada que el vino, y con su pesadez hace bajar el alimento a lo más
recóndito del estómago, donde favorece su digestión con la ayuda del calor del
hígado que está debajo. Una o dos horas después de la comida, prescribían beber
un poco de vino sin agua para aumentar el calor natural y favorecer la fuerza
de la digestión.
Entonces me dijo:
-Bien has hablado, también yo me reafirmo en
tus palabras, porque un poco es provechoso pero mucho es nocivo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1983, en
edición de Marta Forteza Rey, pp. 65-70. ISBN: 84-276-0641-9.]
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