miércoles, 7 de abril de 2021

Tenga usted éxito en su muerte. Anti-método para vivir.- Fabrice Hadjadj (1971)


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2.-La gracia del miedo

Sobre el pánico a morir
El coraje de tener miedo

 «Tito Livio cuenta que en la primera batalla contra Aníbal, una tropa romana, presa de espanto y no  sabiendo por dónde huir, se arrojó derecha hacia los cartagineses, que les hicieron un gran número de víctimas, “pagando por una vergonzosa huida el mismo precio que hubiera tenido una gloriosa victoria”. El miedo da alas. Ocurre incluso que la gallina toma un impulso más potente que el águila. Se alaba en ese caso su coraje, cuando lo único que hay es una cobardía tan alocada que pone todo patas arriba en su huida. El temerario, además, es siempre un poco cobarde. No tiene la paciencia de mantener su posición. Desconoce lo realmente temible, y así, con prisa por acabar, temeroso de afrontar a un enemigo de su talla, se mete en la boca del lobo.
 ¿En qué consiste, pues, el verdadero coraje? La virtud de la fortaleza, recuerda Aristóteles, consiste menos en atacar que en aguantar, menos en superar que en soportar. “Lo que a ciertos hombres les vale el título de fuertes es, ante todo, soportar la adversidad”. Desde ese punto de vista, las películas de artes marciales nos presentan a individuos particularmente débiles: los zarandean un poco y, ¡zas!, le propinan un patadón en la cara a su prójimo; los hieren en la comisura de la boca y, ¡bum!, una avalancha de miembros acribilla y desmenuza al adversario. Su fuerza física disimula una gran debilidad moral. Es lo contrario de las películas de Bergman, por ejemplo, donde se despliega un arte marcial verdaderamente soberano: mujeres que soportan el engaño y el abandono de los hombres y que, a veces, manifestación suprema de su potencia, llegan a perdonar.
 Resistir exige más fuerza que atacar por tres razones, recuerda Tomás de Aquino: “1º) El que ataca juega el papel del más fuerte; el que resiste es, pues, el más débil que resiste al más fuerte, lo que siempre es más difícil. 2º) Para el que ataca, el peligro parece alejado, ahora bien es más difícil no ser conmovido por cosas presentes que por cosas futuras. 3º) Resistir se prolonga en el tiempo; atacar, por el contrario, puede ser el efecto de un impulso repentino. Ahora bien, es más incómodo permanecer mucho tiempo inconmovible que dirigirse inmediatamente a algo difícil. Lo cual hace decir a Aristóteles que “algunos que corren al encuentro de los peligros, desaparecen cuando se encuentran en medio de ellos; los hombres fuertes hacen todo lo contrario”. El hombre fuerte no va al encuentro del peligro. Pero, si se encuentra en medio de la tempestad, no suelta el timón.
 Si no hubiera nada de temible en aguantar, ¿dónde estaría el coraje? Tener un corazón de piedra es no tener corazón. El verdadero coraje no consiste en no tener miedo, sino en soportar un miedo legítimo, en asumir la angustia, y no en huir de ella. Se pueden extraer de esto unas cuantas conclusiones: la fe más fuerte es la que soporta más oscuridad; la esperanza más fuerte, la que soporta más desesperanza; la caridad más fuerte, la que soporta más asco. Para esta última virtud Santa Teresita era ejemplar. Mostraba una mayor diligencia por aquellas de sus hermanas que le causaban la mayor antipatía. Tenía ganas de soltarles una bofetada. Pero les ofrecía flores. No se trataba de hipocresía. Era la fuerza de una caridad perfecta. La hipocresía, por el contrario, hubiera sido ser superficialmente sincera y dejar ver una antipatía que no dijera nada de los esfuerzos del corazón.
 Pero ¿es legítimo el miedo a la muerte? ¿Cómo tener miedo si se asegura la inmortalidad de su alma? ¿No sería ese miedo únicamente fruto de la ignorancia? Algunos cristianos lo dicen y absorben así su tranquilizante. Hemos hablado hace un momento del juicio: eso debería bastar para devolverles unos santos cólicos. Pero hay otra cosa, que es una paradoja central del martirio y la valentía auténtica. “Cuanto más completa es la virtud de un hombre valiente y mayor su felicidad, más penoso le resultará también el pensamiento de la muerte; porque precisamente para un hombre como ése, la vida es digna de ser vivida, la muerte lo privará precisamente a él de los mayores bienes y él tiene plena conciencia de ello; todo eso no deja de afligirlo”*. La vida del hombre justo y virtuoso es mejor que la del hombre lleno de vicios. Por tanto, perderla es más doloroso para el hombre justo. La separación de su alma y de su cuerpo produce un ruido más desgarrador, porque su cuerpo había esposado plenamente a su alma en lo que ella tiene de más espiritual, y su alma había esposado plenamente a su cuerpo en lo más servicial suyo. Aristóteles no considera que el cuerpo sea la tumba del alma y la muerte una liberación: la persona humana es cuerpo y alma, de suerte que el alma separada del cuerpo es una persona mutilada. El virtuoso realiza mejor los recursos de esa unión: no deja que el cuerpo esclavice al alma a sus pasiones, ni que el alma ejerza un poder orgulloso y despótico sobre el cuerpo. Por eso le es tan dolorosa la muerte. Recíprocamente, el vicioso se asquea pronto de sí mismo. Su vida es una carga para él. Su alma y su cuerpo están en proceso de divorcio. Lo agotan sus incesantes disputas. No temerá tanto la muerte e incluso se irá inclinando hacia el suicidio.
 El discurso supuestamente cristiano sobre el desprecio de la vida terrenal es doblemente perverso a este respecto: para el vicioso, en primer lugar, porque él desprecia ya la vida terrenal y lejos de llevarlo a conversión lo confirma más bien en su amargura; para el virtuoso, asimismo, porque ama la vida y lejos de consolidarlo, se le desanima colocándolo entre los impíos. Se pregunta si es que no tiene fe. Mientras que el otro se encuentra con que tiene demasiada.
Resultado de imagen de tenga usted exito en su muerte Morir es tan penoso para el hombre virtuoso que Aristóteles se atreve a afirmar que un hombre como ése no será el mejor soldado profesional: “Son más bien aquellos que, aun siendo menos bravos, no disponen de ningún otro bien aparte de su vida misma, porque ellos se exponen a los peligros con ligereza y dan su vida a cambio de flacos beneficios”. Los mercenarios y los reitres** forman un ejército más eficaz, más ofensivo y más feroz, porque no tienen nada que perder y se burlan de una existencia pacífica y contemplativa. Cargan al grito de ¡Viva la muerte! Se sacud n riéndose de placer. En tanto que el virtuoso, como el fray Tuck de Robin Hood, hace chocar las cabezas implorando al cielo por él y por su adversario. Cada vez que derriba a uno, exclama: “¡Señor, ten piedad de nosotros!” Lo cual ralentiza seriamente sus golpes.
 Al valiente de verdad la muerte le causa, pues, el máximo miedo, puesto que una vida de valentía vale la pena más el ser vivida, y puesto que la pérdida de esa vida es, por lo tanto, más dañina. Pero, si bien del justo se obtiene un soldado profesional peor, no obstante, da para un mártir de mejor calidad. No da fácilmente su vida por obediencia a su general, por la victoria de su ejército; la da sin falta por obediencia a Dios, por la proclamación de la justicia: “El virtuoso ama la vida tanto más cuanto que la sabe mejor, pero la expone, sin embargo, por causa del bien de la virtud”. Así que “para el hombre no es de temer ni la muerte ni nada de lo que puede ser mortal hasta el punto de renunciar a la justicia, pero sí es de temer, no obstante, en tanto que por ella se pone término a una vida buena, para sí mismo o para los demás. Un proverbio dice igualmente: ‘El sabio teme el mal y se aparta 
de él’”. El temor a faltar al amor verdadero es más fuerte que el temor a perder la propia vida, aun siendo buena, pues de otra forma acabaría siendo mala. Y ese temor primero ayuda a dominar el segundo. El temor al pecado mortal permite soportar el temor a la pena capital. No hay en ello desprecio alguno de la vida terrenal, fascinación alguna por la muerte. Sólo el que se apega con justeza a esta vida puede desasirse bien de ella. Sólo el que puede desasirse bien de ella puede experimentar el desgarro más doloroso al hacerlo. Si ofrece su pecho a las flechas del tirano no es porque odie su cuerpo, sino por testimoniar la bondad de esta vida que su verdugo arroja a la basura.

 Sudar sangre

 Cristo tuvo miedo a su muerte. No obstante que es Dios. Sabe de la inmortalidad de su alma de hombre. Está seguro de la resurrección y de la gloria de su cuerpo. Y, a pesar de esa triple luz, o tal vez a causa de ella, en el Huerto de los Olivos, “comenzó a sentir pavor y angustia” (Mc 14,33). “Comenzó” no significa que el miedo no supere un primer grado de intensidad. Es propio del miedo alcanzar su paroxismo desde el comienzo, ya en ese primer sobresalto que hace que el corazón lata hasta romper el costado. Y, en este caso, no se pasa del primer sobresalto del espanto. Aumenta progresivamente como si fuera la primera vez, conservando su carácter de irrupción, de aparición siempre más violenta que no se domina, a la que uno se acostumbra cada vez menos, por la que uno se deja conmocionar cada vez más. Y no se trata, en este caso, de que la imaginación, sometida por el miedo, agrande el mal que se acerca y haga que el mal inminente sea peor que el mal presente. Lo que da miedo de este miedo abisal es que la misma lucidez, una lucidez como no hay otra más límpida, conduzca a ese seísmo, a ese quebrantamiento de Aquel que es, sin embargo, la Roca. Como si el Señor perdiera todo señorío.
 Teólogos y místicos reconocen que ningún terror humano ha sobrepasado al de Jesús en su agonía. Como en ese instante se eleva la oración del Verbo que no será complacida: “¡Padre, si quieres, aleja de mí esta copa!”, algunos llegan a suponer que la Pasión es más profunda en Getsemaní que en la cruz (pero entonces, además de un crucifijo, ¿tendríamos que llevar colgado al cuello un huerto de olivos?).»    

  *Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1117b.
 ** Tanto el vocablo español “reitre” como el francés original, reître, provienen del alemán Reiter, denominación de un antiguo soldado de caballería. Acabó aplicándose, tanto en español como en francés, al hombre de armas que ofrece su espada al mejor postor (N. del T.)  
    
  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Nuevo Inicio, 2011, en traducción de Sebastián Montiel, pp. 114-119. ISBN: 978-84-937488-8-3.]

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