domingo, 20 de diciembre de 2015

"Catecismo positivista".- Auguste Comte (1798-1857)


Resultado de imagen de auguste comte 
Diálogo noveno: Régimen privado

 "La mujer: Me complace, padre mío, ver sistemáticamente consagrada una disposición que algunas veces me reprochaba, creyéndola debida a la exageración de mis sentimientos. Antes de ser positivista, decía a menudo: "¿Qué placeres pueden aventajar a los de la generosidad?" Ahora podré defender este santo principio contra las burlas de los egoístas y quizá excitar en ellos emociones que los inducirán a dudar.
 El sacerdote: Habéis presentido espontáneamente, hija mía, el principal carácter del positivismo: consiste en resumir en una misma fórmula la ley del deber y la del bienestar, proclamados hasta entonces como irreconciliables por todas las doctrinas, aunque el instinto público aspirará a combinarlos. Su concordancia necesaria deriva de la existencia natural de las buenas inclinaciones, científicamente demostrada, en el último siglo, para el conjunto de los animales, en los que las partes respectivas del corazón y del espíritu son más apreciables.
 Independientemente de que nuestra armonía moral repose exclusivamente sobre el altruismo, sólo él puede procurarnos la mayor intensidad de vida. Estos seres degradados, que sólo aspiran hoy en día "a vivir", estarían tentados de renunciar a su brutal egoísmo, si hubieran gustado una vez eso que correctamente llamáis los placeres de la generosidad. Comprenderían entonces que vivir para los demás proporciona el único medio de desarrollar libremente la existencia humana, al extenderla simultáneamente al presente más vasto, al más antiguo pasado e incluso al más lejano porvenir. Los instintos simpáticos admiten un progreso indefinido, porque cada individuo se halla secundado por los demás, que por el contrario reprimen sus tendencias personales.
 He aquí cómo el bienestar coincidirá necesariamente con el deber. Sin duda, la bella definición de la virtud por un novelista* del siglo XVIII, "como un esfuerzo sobre sí mismo en favor de los demás", nunca dejará de ser aplicable. Nuestra imperfecta naturaleza tendrá siempre, en efecto, necesidad de verdadero "esfuerzo" para subordinar a la sociabilidad, a aquellos personalismos que continuamente estimulan nuestras condiciones de existencia. Pero cuando este triunfo es finalmente obtenido, tiende espontáneamente, sin contar con el poder del hábito, a consolidarse y desarrollarse debido al encanto incomparable inherente a las emociones y a los actos simpáticos.
 Se comprende entonces que el verdadero bienestar es resultado, sobre todo, de una digna sumisión, única base duradera de una noble y amplia actividad. Lejos de deplorar el conjunto de las fatalidades que nos dominan se esfuerza en corroborar el orden correspondiente, al imponerse las reglas artificiales que combaten mejor nuestro egoísmo, principal fuente de nuestro malestar. Cuando estas instituciones son libremente establecidas, inmediatamente se reconoce, según el admirable precepto de Descartes, que merecen tanto respeto como las leyes involuntarias, cuya eficacia moral no es tan grande.
 La mujer: Esta consideración sobre la naturaleza humana me hace comprender, por fin, padre mío, la posibilidad de hacer altruistas incluso las reglas relativas a la existencia personal, hasta aquí siempre motivadas por una egoísta prudencia. La antigua sabiduría resumió la moral en este precepto: "Tratar a los demás como uno quisiera ser tratado." Por muy preciosa que fuera entonces esta prescripción general, está limitada a regular un cálculo puramente personal. Este carácter se encuentra en el fondo de la gran fórmula católica: "Amar al prójimo como a sí mismo." No sólo se sanciona de este modo el egoísmo en lugar de reprimirlo, sino que directamente se lo excita, por el motivo sobre el cual se funda esta regla "por el amor de Dios", sin ninguna simpatía humana, además de que este "amor" se reducirá ordinariamente a temor. No obstante, al comparar este principio con el precedente, se reconoce en él un gran progreso. Pues el primero se limitaba a los actos, mientras que el segundo penetra hasta los sentimientos que los dirigen. Sin embargo, este perfeccionamiento moral es todavía muy incompleto en la medida en que el amor teológico conserva su contagio egoísta. Únicamente el positivismo es a la vez digno y verdadero cuando nos incita a "vivir para los demás". Esta fórmula definitiva de la moral humana sólo consagra directamente las inclinaciones beneficiosas, fuente común del bienestar y del deber".  

* Duclos

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: