viernes, 16 de abril de 2021

Memorias de un guerrillero (1808-1814).- Francisco Espoz y Mina (1781-1836)


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Sucesos del año 1808


 «Vivía yo en el seno de la más profunda paz y una tranquilidad perfecta, cuando las revueltas y convulsiones de la patria, en los principios del año 1808, vinieron a robarme esta felicidad de que gozaba.
 Muerto mi padre, Juan Esteban Espoz, quedé yo, a la edad de quince años, a la cabeza de nuestra pequeña hacienda patrimonial a cuyas labores había sido aplicado desde muy niño, y cuyos productos eran el principal sostén de la familia.
 Mi madre, María Teresa Ilundáin, había tenido siete hijos, y de ellos, en aquel año de 1808 vivíamos cuatro: mi hermana Vicenta, que vivía en la casa; otra hermana Simona, casada en Pamplona con don Baltasar Sainz, administrador de la casa de Misericordia de aquella ciudad; otro hermano eclesiástico, llamado don Clemente Espoz, vicario del hospital general civil de la propia ciudad; y yo, el menor de todos cuatro, que contaba entonces veinte y cinco años y medio. También tenía en aquel tiempo en Pamplona un sobrino, llamado Javier Mina, que estudiaba filosofía, de edad de diez y siete años, de quien hablaré más adelante.
 El lugar de mi nacimiento, Idocin, cuya población se compone de sólo once casas, confundido en el valle de Ibargoiti, perteneciente a la merindad de Sangüesa, del reino de Navarra, dista tres leguas y media de la capital de éste, y otro tanto camino, poco más o menos, de la ciudad de Sangüesa.
 Siempre que podía hacer tregua con las precisas faenas del campo pasaba a Pamplona a ver a mis hermanos Clemente y Simona y a mi sobrino Javier Mina, y casualmente me hallé en aquella ciudad el día 9 de febrero de 1808: ¡día de constante recuerdo para mí, porque en él fue cuando la rueda de mi estrella, dejando el carril suave y trillado que llevaba, giró de través y marchó en otra dirección escabrosa sin haber podido parar desde entonces el ímpetu de su carrera, a pesar de haber tropezado en miles de embarazos y sufrido en ella todos los contratiempos de espantosas tempestades y furiosos huracanes! La causa de este efecto fue el haber visto entrar en aquel día en la plaza de Pamplona una columna de cuatro mil hombres de tropas francesas al mando del general D’Armagnac.
 Amaneció esta columna a las puertas de la ciudad con sorpresa del vecindario y extrañeza de las autoridades, que carecían de toda noticia de su venida. El virrey, marqués de Vallesantoro, pidió al general francés razón de la autorización y objeto con que se había introducido furtivamente en país extraño con tanto número de hombres armados, y díjose de público que la contestación fue presentar el pasaporte u órdenes que llevaba del generalísimo de España, príncipe de la Paz, para ser admitido en la plaza; y fuera o no fuera así, entraron los cuatro mil hombres con un aire de orgullo insoportable a mi vista.
 De muy mal aspecto se miró por todos la llegada de tales huéspedes cuando nadie esperaba semejante visita: yo volví a mi lugar aquel mismo día, haciendo mil reflexiones sobre lo que había visto y participando de la desconfianza que observé en las gentes de Pamplona sobre la conducta ulterior que podrían desplegar los franceses, prevalidos de nuestra apática imprevisión; y a fe que no se pasaron muchos días sin que bien a las claras manifestasen sus dañadas intenciones por un acto de vil traición.
 Alojáronse a su entrada en la ciudad, no habiendo consentido el virrey, a pesar de haberlo solicitado con empeño el general francés, que se colocasen algunas tropas en los cuarteles de la ciudadela, adonde pasó toda la guarnición española de la plaza, compuesta de cuatrocientos hombres escasos del regimiento Voluntarios de Cataluña; pero entonces, antes, después y siempre los españoles hemos sido víctimas de nuestra confianza y buena fe, o más bien de nuestra indolencia. Por las gestiones ya hechas por D’Armagnac, por la actitud en que conservaba su gente y por todos los movimientos y conversaciones de ésta, el virrey debió poner atención a la ciudadela y encargar la más exquisita vigilancia en ella; pero si hubo algún cuidado de su parte no fue tan grande que no dejase un portillo abierto por donde el ratero enemigo pudiera colarse, aprovechando la más leve distracción; y tal fue el haber dispuesto que los franceses fuesen a racionarse de pan todos los días a la ciudadela, donde existían los hornos de la provisión.
 El general francés tenía su alojamiento en la casa del marqués de Besolla, cuya fachada y principal entrada da frente a una parte del glacis de la ciudadela y casi a la puerta de entrada de ésta. Atento a su objeto, sobre que tendría instrucciones de su amo, y aprovechándose de la demasiada confianza de nuestros jefes militares, a los ocho días de haber llegado, esto es, el 16 de febrero, dispuso que a los soldados que iban con los sacos por el pan siguiesen otros que a propósito la noche anterior había ocultado en la casa de su alojamiento, llevando las armas escondidas bajo de sus capotes. Al entrar los primeros por las puertas de la ciudadela, formaron un juego, tirándose unos a otros pellones de nieve, que había caído en mucha abundancia en aquellos días, y cuando lograron distraer de este modo a las guardias, los soldados franceses que armados seguían con mucho disimulo, se echaron sobre ellas, se apoderaron de todos los puestos, quedando posesionados del castillo, y prisioneros los jefes de él y nuestros soldados, cuya mayor parte se escapó tirándose muchos por las murallas.
 He aquí una hazaña que al general D’Armagnac probablemente le habría valido un grado y que el usurpador Bonaparte haría publicar en Europa por sus boletines militares, pintándola como una señalada y gloriosa victoria conseguida por sus armas contra una plaza de primer orden de España. Y ¡cuántas de éstas no habrían creído los españoles como hechos heroicos en otros países, cuando en mucha parte todo se reducía a engaños y tropelías deshonrosas y bárbaras, según lo que hemos observado al abrir los ojos y percibir la verdadera claridad! A semejante felonía todavía D’Armagnac tuvo la imprudencia de añadir el insulto. El hecho se había consumado muy de mañana y en un tiempo de riguroso frío, de modo que al despertar los habitantes de Pamplona se encontraron enteramente a merced de sus huéspedes, y el jefe de éstos dio oficialmente aviso de ello a las autoridades del país, diciendo que si había sorprendido la ciudadela lo había hecho por evitar la efusión de sangre, que no hubiera sido economizada en caso de una defensa de parte de la guarnición española, y concluía convidándolas a reunírsele, a fin de que no se alterase el orden ni perturbase la tranquilidad pública.
 Ciertamente por la prueba que han dado los españoles en el discurso de la guerra puede sacarse la consecuencia de que ni ellos hubieran excusado derramar su sangre en defensa de sus ciudades y castillos, ni los franceses las habrían obtenido tan fácilmente si habían de haberlas ganado en campal batalla. El ardid que emplearon para apoderarse de la de Pamplona, burlándose de la buena fe de las autoridades españolas, justificó el recelo con que se había visto la llegada de los que se presentaban como verdaderos enemigos; y era tal ya la irritación de los ánimos contra ellos, que estoy en la firme creencia de que si acto continuo a la sorpresa de la ciudadela de Pamplona, las autoridades de Navarra que tenían su asiento en aquella capital, o cualquiera de ellas, como el virrey, los tribunales o la Diputación, hubieran salido de allí y fijándose en otro punto de la provincia, y llamado a sus naturales para reconquistar la plaza y el castillo, en masa nos habríamos reunido todos los hombres aptos para tomar las armas y pegar contra los invasores, sin reparar en ningún género de peligros: tal fue la indignación que se apoderó de todos contra tan vil e injustificable agresión. Pero el virrey no pudo hacerlo, porque para impedir toda reclamación y gestión de su parte lo llevaron inmediatamente y por fuerza a Francia; los tribunales no se creían autorizados para tomar ninguna medida y la Diputación aguardaba de la corte contestación a sus representaciones, y de esta manera nada se hizo de pronto, por falta de un centro y autoridad que diese el impulso a la buena disposición de todos los navarros para vengarse del ultraje que se había hecho a su buena fe. Sin embargo, desde aquella época todos los ánimos se previnieron, y cada cual procuraba apercibirse para la primera alarma que se diera.
Resultado de imagen de memorias de un guerrillero Sin que la Diputación ni las demás autoridades que representaron a la corte sobre el atentado del general D’Armagnac recibiesen contestación, llegó la noticia de las revueltas de Aranjuez y Madrid, en los días 17, 18 y 19 de marzo, y la renuncia de la corona, hecha por Carlos IV en favor del príncipe de Asturias, Fernando, que se denominó siendo rey, el Séptimo de su nombre en Castilla; y el conocimiento de estas novedades dio alguna tregua a la agitación que había producido en los navarros el proceder de los franceses. Pero como se sucediesen en cada correo distintas nuevas que indicaban bastante la mala fe con que en todas partes se conducían las tropas extranjeras, y en especialidad las que había en Madrid a las órdenes de Murat, cuñado de Napoleón; el orgullo con que se presentaba aquel verdadero sátrapa en figura y hechos, el desaire con que trataba al nuevo monarca y a su Gobierno, y por último, la manera falaz con que había arrancado de España y conducido a Francia toda la familia real; todas estas circunstancias reunidas llegaron a encender la sangre leal de los navarros, y la población casi entera prorrumpió en voces abiertamente contra los enemigos invasores, cuando se supo la ocurrencia del 2 de mayo en Madrid, cuya noticia vino a coincidir con la llegada de nuevas tropas francesas en Navarra para tomar la dirección de Aragón y apoderarse de este reino, según las mismas lo publicaban sin rebozo.
 Yo continuaba siempre mis visitas a la ciudad de Pamplona, y ya en este tiempo el objeto principal de ellas era el de informarme del modo de pensar de las gentes de la capital, cuya opinión fue siempre seguida de todos los pueblos de la provincia; y bien convencido de que ésta era la de armarse contra los injustos agresores para libertarnos de la esclavitud que tal vez nos preparaban, y testigo, por otra parte, de la ausencia de muchos jóvenes de la ciudad, que habían salido con ánimo de reunirse en algún punto fuera de sus muros, o de tomar partido en algún cuerpo militar, habido consejo de mi hermano el vicario del hospital, y con su anuencia, me dispuse yo igualmente a tomar las armas, concertándome con los mozos del lugar y algunos otros de los pueblos inmediatos, para marchar unidos adonde pudiéramos ser útiles a la causa de la patria ya ofendida.
 No apareciendo en Navarra un hombre que, perteneciendo a las clases de títulos, de mayorazgos o de riqueza, tuviese alguna nombradía y prestigio para levantar bandera de reunión (y ¡cosa rara y notable en todo el tiempo que duró la guerra! no se presentó en aquellos campos ningún individuo que perteneciese a estas altas y privilegiadas familias), adonde pudiera concurrir toda la juventud, como lo deseaba, muchos adoptaron el partido de marcharse a Zaragoza, para ayudar a los aragoneses contra la división francesa que tomaba aquel camino a las órdenes del general Leffèbre Desnoettes: fueron bastantes los que perecieron en el sitio que este general puso a Zaragoza y los que quedaron con vida, cuando se retiró volvieron a su país, y a su influjo y con su auxilio formáronse algunos grupos pequeños de patriotas para causar todo el mal posible a los franceses; y otras semejantes partidas aparecieron también a la vez en la Rioja, Castilla, Álava y poco después en Guipúzcoa y Vizcaya.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Crítica, 2009, pp. 17-26. ISBN: 978-84-7423-859-4.]                          

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