Sucesos del año 1808
«Vivía yo en el seno de la más profunda paz y
una tranquilidad perfecta, cuando las revueltas y convulsiones de la patria, en
los principios del año 1808, vinieron a robarme esta felicidad de que gozaba.
Muerto mi padre, Juan Esteban Espoz, quedé yo,
a la edad de quince años, a la cabeza de nuestra pequeña hacienda patrimonial a
cuyas labores había sido aplicado desde muy niño, y cuyos productos eran el
principal sostén de la familia.
Mi madre, María Teresa Ilundáin, había tenido
siete hijos, y de ellos, en aquel año de 1808 vivíamos cuatro: mi hermana
Vicenta, que vivía en la casa; otra hermana Simona, casada en Pamplona con don
Baltasar Sainz, administrador de la casa de Misericordia de aquella ciudad;
otro hermano eclesiástico, llamado don Clemente Espoz, vicario del hospital
general civil de la propia ciudad; y yo, el menor de todos cuatro, que contaba
entonces veinte y cinco años y medio. También tenía en aquel tiempo en Pamplona
un sobrino, llamado Javier Mina, que estudiaba filosofía, de edad de diez y
siete años, de quien hablaré más adelante.
El lugar de mi nacimiento, Idocin, cuya
población se compone de sólo once casas, confundido en el valle de Ibargoiti,
perteneciente a la merindad de Sangüesa, del reino de Navarra, dista tres
leguas y media de la capital de éste, y otro tanto camino, poco más o menos, de
la ciudad de Sangüesa.
Siempre que podía hacer tregua con las
precisas faenas del campo pasaba a Pamplona a ver a mis hermanos Clemente y Simona y a mi sobrino Javier Mina, y
casualmente me hallé en aquella ciudad el día 9 de febrero de 1808: ¡día de
constante recuerdo para mí, porque en él fue cuando la rueda de mi estrella,
dejando el carril suave y trillado que llevaba, giró de través y marchó en otra
dirección escabrosa sin haber podido parar desde entonces el ímpetu de su
carrera, a pesar de haber tropezado en miles de embarazos y sufrido en ella
todos los contratiempos de espantosas tempestades y furiosos huracanes! La
causa de este efecto fue el haber visto entrar en aquel día en la plaza de
Pamplona una columna de cuatro mil hombres de tropas francesas al mando del
general D’Armagnac.
Amaneció esta columna a las puertas de la
ciudad con sorpresa del vecindario y extrañeza de las autoridades, que carecían
de toda noticia de su venida. El virrey, marqués de Vallesantoro, pidió al
general francés razón de la autorización y objeto con que se había introducido
furtivamente en país extraño con tanto número de hombres armados, y díjose de
público que la contestación fue presentar el pasaporte u órdenes que llevaba
del generalísimo de España, príncipe de la Paz, para ser admitido en la plaza;
y fuera o no fuera así, entraron los cuatro mil hombres con un aire de orgullo
insoportable a mi vista.
De muy mal aspecto se miró por todos la
llegada de tales huéspedes cuando nadie esperaba semejante visita: yo volví a
mi lugar aquel mismo día, haciendo mil reflexiones sobre lo que había visto y
participando de la desconfianza que observé en las gentes de Pamplona sobre la
conducta ulterior que podrían desplegar los franceses, prevalidos de nuestra
apática imprevisión; y a fe que no se pasaron muchos días sin que bien a las
claras manifestasen sus dañadas intenciones por un acto de vil traición.
Alojáronse a su entrada en la ciudad, no
habiendo consentido el virrey, a pesar de haberlo solicitado con empeño el
general francés, que se colocasen algunas tropas en los cuarteles de la
ciudadela, adonde pasó toda la guarnición española de la plaza, compuesta de
cuatrocientos hombres escasos del regimiento Voluntarios de Cataluña; pero
entonces, antes, después y siempre los españoles hemos sido víctimas de
nuestra confianza y buena fe, o más bien de nuestra indolencia. Por las gestiones
ya hechas por D’Armagnac, por la actitud en que conservaba su gente y por todos
los movimientos y conversaciones de ésta, el virrey debió poner atención a la
ciudadela y encargar la más exquisita vigilancia en ella; pero si hubo algún
cuidado de su parte no fue tan grande que no dejase un portillo abierto por
donde el ratero enemigo pudiera colarse, aprovechando la más leve distracción;
y tal fue el haber dispuesto que los franceses fuesen a racionarse de pan todos
los días a la ciudadela, donde existían los hornos de la provisión.
El general francés tenía su alojamiento en la
casa del marqués de Besolla, cuya fachada y principal entrada da frente a una
parte del glacis de la ciudadela y casi a la puerta de entrada de ésta. Atento
a su objeto, sobre que tendría instrucciones de su amo, y aprovechándose de la
demasiada confianza de nuestros jefes militares, a los ocho días de haber
llegado, esto es, el 16 de febrero, dispuso que a los soldados que iban con los
sacos por el pan siguiesen otros que a propósito la noche anterior había
ocultado en la casa de su alojamiento, llevando las armas escondidas bajo de
sus capotes. Al entrar los primeros por las puertas de la ciudadela, formaron
un juego, tirándose unos a otros pellones de nieve, que había caído en mucha
abundancia en aquellos días, y cuando lograron distraer de este modo a las
guardias, los soldados franceses que armados seguían con mucho disimulo, se
echaron sobre ellas, se apoderaron de todos los puestos, quedando posesionados
del castillo, y prisioneros los jefes de él y nuestros soldados, cuya mayor
parte se escapó tirándose muchos por las murallas.
He aquí una hazaña que al general D’Armagnac
probablemente le habría valido un grado y que el usurpador Bonaparte haría
publicar en Europa por sus boletines militares, pintándola como una señalada y
gloriosa victoria conseguida por sus armas contra una plaza de primer orden de
España. Y ¡cuántas de éstas no habrían creído los españoles como hechos
heroicos en otros países, cuando en mucha parte todo se reducía a engaños y
tropelías deshonrosas y bárbaras, según lo que hemos observado al abrir los
ojos y percibir la verdadera claridad! A semejante felonía todavía D’Armagnac
tuvo la imprudencia de añadir el insulto. El hecho se había consumado muy de
mañana y en un tiempo de riguroso frío, de modo que al despertar los habitantes
de Pamplona se encontraron enteramente a merced de sus huéspedes, y el jefe de
éstos dio oficialmente aviso de ello a las autoridades del país, diciendo que
si había sorprendido la ciudadela lo había hecho por evitar la efusión de
sangre, que no hubiera sido economizada en caso de una defensa de parte de la
guarnición española, y concluía convidándolas a reunírsele, a fin de que no se
alterase el orden ni perturbase la tranquilidad pública.
Ciertamente por la prueba que han dado los
españoles en el discurso de la guerra puede sacarse la consecuencia de que ni
ellos hubieran excusado derramar su sangre en defensa de sus ciudades y
castillos, ni los franceses las habrían obtenido tan fácilmente si habían de
haberlas ganado en campal batalla. El ardid que emplearon para apoderarse de la
de Pamplona, burlándose de la buena fe de las autoridades españolas, justificó
el recelo con que se había visto la llegada de los que se presentaban como
verdaderos enemigos; y era tal ya la irritación de los ánimos contra ellos, que
estoy en la firme creencia de que si acto continuo a la sorpresa de la
ciudadela de Pamplona, las autoridades de Navarra que tenían su asiento en
aquella capital, o cualquiera de ellas, como el virrey, los tribunales o la
Diputación, hubieran salido de allí y fijándose en otro punto de la provincia, y
llamado a sus naturales para reconquistar la plaza y el castillo, en masa nos
habríamos reunido todos los hombres aptos para tomar las armas y pegar contra
los invasores, sin reparar en ningún género de peligros: tal fue la indignación
que se apoderó de todos contra tan vil e injustificable agresión. Pero el
virrey no pudo hacerlo, porque para impedir toda reclamación y gestión de su
parte lo llevaron inmediatamente y por fuerza a Francia; los tribunales no se
creían autorizados para tomar ninguna medida y la Diputación aguardaba de la
corte contestación a sus representaciones, y de esta manera nada se hizo de
pronto, por falta de un centro y autoridad que diese el impulso a la buena
disposición de todos los navarros para vengarse del ultraje que se había hecho
a su buena fe. Sin embargo, desde aquella época todos los ánimos se
previnieron, y cada cual procuraba apercibirse para la primera alarma que se
diera.
Sin que la Diputación ni las demás autoridades
que representaron a la corte sobre el atentado del general D’Armagnac
recibiesen contestación, llegó la noticia de las revueltas de Aranjuez y
Madrid, en los días 17, 18 y 19 de marzo, y la renuncia de la corona, hecha por
Carlos IV en favor del príncipe de Asturias, Fernando, que se denominó siendo
rey, el Séptimo de su nombre en Castilla; y el conocimiento de estas novedades
dio alguna tregua a la agitación que había producido en los navarros el
proceder de los franceses. Pero como se sucediesen en cada correo distintas
nuevas que indicaban bastante la mala fe con que en todas partes se conducían
las tropas extranjeras, y en especialidad las que había en Madrid a las órdenes
de Murat, cuñado de Napoleón; el orgullo con que se presentaba aquel verdadero
sátrapa en figura y hechos, el desaire con que trataba al nuevo monarca y a su
Gobierno, y por último, la manera falaz con que había arrancado de España y
conducido a Francia toda la familia real; todas estas circunstancias reunidas
llegaron a encender la sangre leal de los navarros, y la población casi entera
prorrumpió en voces abiertamente contra los enemigos invasores, cuando se supo
la ocurrencia del 2 de mayo en Madrid, cuya noticia vino a coincidir con la
llegada de nuevas tropas francesas en Navarra para tomar la dirección de Aragón
y apoderarse de este reino, según las mismas lo publicaban sin rebozo.
Yo continuaba siempre mis visitas a la ciudad
de Pamplona, y ya en este tiempo el objeto principal de ellas era el de
informarme del modo de pensar de las gentes de la capital, cuya opinión fue
siempre seguida de todos los pueblos de la provincia; y bien convencido de que
ésta era la de armarse contra los injustos agresores para libertarnos de la
esclavitud que tal vez nos preparaban, y testigo, por otra parte, de la
ausencia de muchos jóvenes de la ciudad, que habían salido con ánimo de
reunirse en algún punto fuera de sus muros, o de tomar partido en algún cuerpo
militar, habido consejo de mi hermano el vicario del hospital, y con su
anuencia, me dispuse yo igualmente a tomar las armas, concertándome con los
mozos del lugar y algunos otros de los pueblos inmediatos, para marchar unidos
adonde pudiéramos ser útiles a la causa de la patria ya ofendida.
No apareciendo en Navarra un hombre que,
perteneciendo a las clases de títulos, de mayorazgos o de riqueza, tuviese
alguna nombradía y prestigio para levantar bandera de reunión (y ¡cosa rara y
notable en todo el tiempo que duró la guerra! no se presentó en aquellos campos
ningún individuo que perteneciese a estas altas y privilegiadas familias),
adonde pudiera concurrir toda la juventud, como lo deseaba, muchos adoptaron el
partido de marcharse a Zaragoza, para ayudar a los aragoneses contra la
división francesa que tomaba aquel camino a las órdenes del general Leffèbre
Desnoettes: fueron bastantes los que perecieron en el sitio que este general
puso a Zaragoza y los que quedaron con vida, cuando se retiró volvieron a su
país, y a su influjo y con su auxilio formáronse algunos grupos pequeños de
patriotas para causar todo el mal posible a los franceses; y otras semejantes
partidas aparecieron también a la vez en la Rioja, Castilla, Álava y poco
después en Guipúzcoa y Vizcaya.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Crítica, 2009, pp. 17-26. ISBN: 978-84-7423-859-4.]
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