«Cidalisa: Es, desde luego, lo mejor que podíais hacer. Pues ahora
os confesaré que no era esa la habitación donde pensaba que os encontrabais esta
noche.
Clitandro:
Como veis, me hallo en la vuestra. Pero decidme entonces, ¿a cuál de las
mujeres que están en vuestra casa me había destinado vuestra imaginación?
Cidalisa:
Más bien a Julia.
Clitandro:
¿A Julia? ¿Y eso? ¿Acaso he tenido una relación con ella?
Cidalisa:
¿Cómo? ¿Qué si habéis tenido una relación con ella? ¿Estáis de broma?
Clitandro:
Lo cierto es que la pregunta me parece igual de inoportuna que a vos. Julia es
encantadora, pero me extraña que me atribuyáis tan íntimas relaciones con ella
cuando nunca la he cortejado.
Cidalisa:
Sin embargo, creo saber lo que digo. Pero ¿qué os sucede, Clitandro? Os
estremecéis. ¿Acaso os acordáis de Araminta?
Clitandro:
No me extrañaría que pensar en ella me produjera ese efecto, porque lo cierto
es que siempre que me viene a la mente es con horror.
Cidalisa:
¿Acaso estáis muriéndoos de frío?
Clitandro:
Es normal, la noche empieza a refrescar, sólo llevo un batín encima y me está
pareciendo terriblemente ligero.
Cidalisa:
Vaya, pues lo siento, porque estaba deseando que me contarais vuestra historia
con Julia y este contratiempo me parece de lo más fastidioso. ¿A quién se le
ocurre venir con un simple batín de seda encima? Pero no quiero ni imaginarme
que debajo no llevéis nada y estéis completamente desnudo.
Clitandro:
Así es, efectivamente. ¿Y por qué no? Apenas si estamos a comienzos del otoño.
Cidalisa:
(Muy seca.) En vuestros aposentos
podéis ir como os plazca, pero me permitiréis que os señale que para venir a
los míos vuestra vestimenta me resulta bastante singular.
Clitandro:
(Violento.) Me colocáis en una
situación de lo más embarazosa y me siento fatal si por un momento habéis
podido creer que tenía intención de faltaros al respeto.
Cidalisa:
(Digna.) No creo dar pruebas con ello
de mal humor, ni de lo que ahora se denomina mojigatería o antaño pudor, pero
os confieso que no concibo cómo habéis podido venir a presentaros ante mí de
tal guisa.
Clitandro:
(Mientras le besa respetuosamente la
mano.) ¡Ay, señora, me mortificáis! Lo cierto es que sólo había proyectado
a medias pasar a veros. Quería y no quería. Temía perder el tiempo y si me
permitís deciros toda la verdad, la sospecha de esa cita galante me atormentaba
lo indecible. Pero también me devoraba la curiosidad y la necesidad de
averiguarlo. Mientras meditaba dejé que mis gentes me desvistieran, absorto en
mis pensamientos. Y sin ropa debía de estar cuando me decidí a pasar a veros. La
confusión de mis ideas, nuestra conversación que empezó de inmediato, y una
fuerte preocupación no me han permitido darme cuenta de cómo iba vestido, de cómo
voy ahora mismo, y dejadme que os pida perdón igual que si hubiera tenido
intención de ofenderos.
Cidalisa:
(Más sosegada.) Me veis más tranquila
que si hubiera creído efectivamente que tenía razones para quejarme de vos. Pero
estaréis de acuerdo conmigo en que cualquier otra habría encontrado vuestro
proceder en extremo ligero.
Clitandro:
No me habría sorprendido efectivamente que cualquier otra hubiera supuesto
bien poca estima por ella. Pero vos, señora, vos que me conocéis y sabéis hasta
qué punto os respeto (aunque todavía no sepáis hasta qué punto me sería
imposible no solamente faltaros al respeto sino incluso desearos), ¿cómo me
obligáis a justificarme?
Cidalisa:
Me siento en efecto tan poco digna de menoscabo que no tendréis dificultad
alguna en convencerme de que no queréis menospreciarme; pero dejemos eso y
pasemos a otra cosa. Y bien, ¿qué hay de Julia?
Clitandro:
Seguro que Julia no se está muriendo de frío como yo en estos momentos, así que
me trae sin cuidado.
Cidalisa:
Pues me trae sin cuidado si os morís y, estéis como estéis, quiero, aunque sólo
sea para castigaros, que me contestéis a lo que os preguntaba cuando me habéis
interrumpido.
Clitandro: ¿Deseáis oír esa historia de
verdad?
Cidalisa: Lo deseo, sí, de verdad.
Clitandro: Puesto que así lo deseáis, y
de verdad, sé de un modo que me dispondrá a contaros lo que tanto queréis.
Cidalisa:
¿Y ese modo es…?
Clitandro:
No sé si vais a aceptar.
Cidalisa:
Hablad y veremos.
Clitandro:
Dejar que me acueste junto a vos.
Cidalisa:
¿Nada más?
Clitandro:
Eso es todo.
Cidalisa:
(Burlona.) Habéis perdido la cabeza,
Clitandro, para tomarme por una Araminta.
Clitandro:
No soy tan estúpido como para cometer semejante equivocación. Os juro que os lo
propongo con la mayor decencia del mundo.
Cidalisa:
Después de todo lo que acabo de deciros, sería una inconsecuencia por mi parte
acceder a lo que solicitáis.
Clitandro: Cuando se trata
de salvar la vida de alguien, ¿cómo podéis hablar de inconsecuencia?
Cidalisa:
Clitandro, estáis loco, loco de encerrar.
Clitandro:
¡Pero cómo! ¿Dudaríais en serio de mi respeto por vos?
Cidalisa:
No, quiero creer que me respetáis en serio, y como es una idea que me satisface
mucho, y como no quisiera dejar de tenerla, no os daré la ocasión de cambiar de
actitud.
Clitandro:
Pensad bien en lo que me decís. Estamos solos. Vuestros criados se encuentran
lejos, sin contar a Justina, que no os resultaría de gran ayuda puesto que ha
demostrado que tiene el sueño pesado. Os halláis, pues, indefensa ante mí, así
que si me dejara llevar por mi furor podría intentar atacaros, y sin embargo bien
veis que, a pesar de encontraros más atractiva que a cualquier otra mujer, no
os he hecho la más ligera proposición. No veo por qué habría de ser menos
prudente dentro de vuestra cama que sobre ella. Concededme, os lo ruego, lo que
os pido, puesto que se trata de un acto intrascendente.
Cidalisa: (Enfadada.) ¡Oh, Clitandro, me irritáis! Nunca
consentiré.
Clitandro:
Pues bien, señora, os ahorraré la pena de tener que rechazarme. (Aquí retira el batín, lo tira a un lado de
la cama, se precipita dentro del lecho de Cidalisa y la toma en sus brazos.)
Cidalisa:
(Aterrorizada.) ¡Clitandro! ¡Señor! ¡Si
no salís inmediatamente de nuestra cama, si no me dejáis, si no os vais de
inmediato, no volveré a veros nunca más!
Clitandro:
(Apasionadamente.) Pero, señora, ¿de
verdad es lo que queréis? No sé si os dais cuenta de que podrían oír vuestros
gritos, y si alguien entrara aquí ahora, ¿qué creéis que imaginaría al
encontrarnos en semejante situación?
Cidalisa:
(Enfadada.) Me da igual. Me arriesgo
a que la gente crea cualquier cosa antes de verme realmente víctima de vuestra
temeridad.
Clitandro:
¡Señora, ni Lucrecio se atrevió a pensar como vos!
Cidalisa:
(Furibunda.) ¡Seguís con vuestras
burlas!
Clitandro:
La verdad es que no me atrevería, viendo lo enfadada que estáis por mi culpa,
aunque os aseguro que, a pesar de lo que pueda pareceros, no lo he hecho
adrede.
Cidalisa:
(En el mismo tono.) Dejadlo de una
vez, señor; es indigno de vos abusar de mi estima y mi amistad de esta manera. ¡Os
odio! Soltadme, ¡soltadme de una vez!
Clitandro:
Si intentaba reteneros, no era para violentaros sino para impedir que hicierais
una tontería. ¡Ya os suelto! ¡Volvéis a ser libre! ¿Y bien? ¿Qué os he hecho? Y
sin embargo estoy junto a vos en el mismo lecho. ¿No os parece bastante prueba
de mi respeto?
Cidalisa:
¡Silencio! ¿Y qué creéis que van a pensar mis criados cuando vean la cama
mañana por la mañana?
Clitandro:
Nada, señora, puesto que la haré antes de irme.
Cidalisa:
¡Y estoy convencida de que haréis una obra de arte!
Clitandro:
Lo veréis vos misma. ¡Ay! Pero ¿por qué me odiáis tanto? Acercaos un poquito,
que la calma en la que me veis os tranquilice.
Cidalisa:
Podéis dar por descontado que si intentáis la menor cosa, seréis objeto de mi más
cruel aversión el resto de mi vida.
Clitandro: Que así sea. Si me
sobrepaso, odiadme todo lo que quiero que me améis.
Cidalisa: No soportaré la más mínima
proposición, por moderada que sea.
Clitandro: ¡Cuánto rigor! Pero no
importa, ¡de acuerdo! Nada de proposiciones o que la vergüenza recaiga sobre mí.
Cidalisa: Me gustaría veros sinceramente
convencido.
Clitandro: No sé cómo reaccionan los
demás en estos casos, pero a mí no me gusta que me rechacen. ¿No estábamos
hablando de Araminta?
Cidalisa: No, ya la habíamos pasado. Pero
¿en serio pensáis quedaros en mi cama?
Clitandro: ¡Señora, creía que
ya nos habíamos puesto de acuerdo al respecto y que ambos habíamos expuesto
nuestras condiciones!
Cidalisa: (Riéndose.) Aunque desde luego estoy muy enfadada con vos, no puedo
dejar de reírme al ver la situación singular en la que me encuentro.
Clitandro:
Me parece más sensato que hagáis de ello un objeto de chanza que de enojo.
Cidalisa:
¿Y quién os manda a vos meteros en un lecho donde no se os desea, cuando hay
tantos aquí en los que habríais sido recibido con los brazos abiertos?
Clitandro:
No dudo de que Araminta me hubiera concedido esa gracia, pero no veo a ninguna
más.
Cidalisa:
Precisamente la única que no os interesa. ¿Y Julia?
Clitandro:
En estos momentos Julia no me tienta más que Araminta, o por decirlo de otra
manera, no deseo más a la una que a la otra, pero es cierto que si Julia
quisiera no sería con ella tan riguroso como con ese monstruo al que os habéis
referido antes. ¿No os parecería lógico?
Cidalisa:
¿Lógico porque Julia posee esa sensibilidad que le falta a la otra?
Clitandro:
De ser iguales en ese importante terreno, ¿no creéis que a pesar de todo Julia
debería tener prefeeencia?
Cidalisa:
Sin duda. Pero si en ese terreno, como vos decís, no hubiera igualdad, creo que
debería darse la preferencia a la más sensible sobre la más bella.
Clitandro:
¿Tan convencida estáis de que esa virtud, cuando la hallamos en una mujer,
resulta más valiosa para nosotros que todo lo demás?
Cidalisa:
No, pero creo que os hace perdonar muchas cosas.
Clitandro:
Es cierto que en general preferimos a esas mujeres; digo en general, porque no
todos los hombres opinan lo mismo a este respecto.
Cidalisa:
Por lo que vengo observando, en este capítulo, como en otros muchos, sois
siempre injustos con nosotras. ¿Qué una mujer es como Araminta? Os aburre.
¿Finge lo que no es capaz de sentir? Os parece mal. ¿Es sensible? Por mucho
placer que extraigáis de ello, os asusta. ¿Qué hemos de hacer, pues, para
agradaros, o para no inquietaros?
Clitandro:
Como vos, señora; que tengan esa sensibilidad moderada que el amante ha de
buscar, que surge sólo ante su presencia, determinada exclusivamente por sus
caricias, y que cualquier otro intentaría despertar en vano.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Cabaret Voltaire, 2013, en traducción
de Lydia Vázquez Jiménez, pp. 50-60. ISBN: 978-84-940353-9-5.]
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