martes, 5 de abril de 2016

"El obispo leproso".- Gabriel Miró (1879-1930)


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II. María Fulgencia
1.-El señor deán y María Fulgencia

 "¡Para buena salud y buen cuajo, el señor deán! -decían las gentes; y él no lo negaba.
 Ni su memoria, ni su entendimiento, ni su voluntad, ni su corpulencia perdieron nunca su mensura. Ni un latido impetuoso, ni una borrasca en su frente, ni un paso más rápido de lo suyo, ni una costumbre nueva.
 Presentósele en su casa un sobrino aventurero, capitán de tropas de Manila, lleno de ruindades y deudas. Comprendió el deán que ni su amor ni su consejo podrían enmendarle. Las cosas y los hombres eran según eran. Aceptada la premisa, no era ya menester el ahínco de los remedios. Es verdad que por la gracia de algunos santos y mujeres se alcanzaban conversiones difíciles; pero él no pecaría creyéndose santo. Entre las mujeres de dulces prendas, con casa de crédito y bienestar, ninguna en el pueblo como Corazón Motos, que heredaría un obrador de chocolates de seis muelas. Y el bigardo del sobrino dejó al canónigo por seguir a doña Corazón.
 Elegido vicario capitular de la diócesis, huérfana del anterior prelado, supo el señor deán quedarse inmóvil en todo su gobierno, guardando prudentemente la sede hasta la llegada del nuevo obispo. Volvió, después, a sus máximos afanes, primor de sus ojos y de su pulso: la caligrafía, arte gloriosamente cultivado por muchos varones de la Iglesia, como San Panfilio, San Blas, San Luciano, San Marcelo, San Platón, Teodoro el Studista, el patriarca Méthodo, José el Himnógrafo, el monje Juan, el monje Cosmas, el diácono Doroteo...
 El deán de Oleza calcó viñetas, orlas y portadas, copió centones de pensamientos, compuso y minió pergaminos de gracias. No fue su pluma tan rápida como el ala de los ángeles, según se dijo de la del higumeno Nicolás; en cambio, mereció que se celebrase la clara hermosura de su letra aun después de muerto como fue ensalzada, en su oración fúnebre, la letra del Studita.
 El libro de San Nicón refiere que visitando un abad las Casas puestas bajo su obediencia, les pregunta a su monjes el oficio que ejercen. Uno le responde: yo trenzo cuerdas. Otro: yo tejo esteras. Otro: yo, lienzos. Otro: yo hago harneros. Otro: yo soy calígrafo. El abad se apresura a decirle: el calígrafo sea humilde, porque su arte le inclinará a la vanagloria.
 Por ese miedo de caer en la tentación del orgullo, los monjes calígrafos no firman sus obras, o lo hacen confesando sus flaquezas, encomendándose a las plegarias de los lectores, añadiendo a su nombre palabras de menosprecio. Así, el monje Leoncio se llama insensato; Nicéforo, desventurado y mísero; Cirilo, monje pecador.
 El deán de Oleza puso ingenuamente su nombre junto al fecit y un gentil monograma. Quizá por eficacia venturosa del arte, si su gobierno diocesano y el capitán de Manila le dieron motivos de turbación, puede creerse que los mismos motivos, ellos solos, ya cansados, le dejaron en paz.
 Pero en el principio de su vejez se le acumularon los trastornos y cavilaciones de la noble casa de los Valcárcel de Murcia, donde había servido de mozo y recibido estudios y, finalmente, el valimiento que le exaltó al deanato de Oleza.
 Una tarde, el señor deán presidió el entierro de don Trinitario Valcárcel y Montesinos. [...] Quedó el cadáver en la grada de la capilla del cementerio, velándole sus labradores. Estaba vestido de frac, con dos bandas y placas de dos grandes cruces, todo de cuando estuvo de jefe político en Extremadura. [...]
 Pasó tiempo. Las moscas chupaban en los ojos, en las orejas, en la nariz, en las uñas de don Trinitario, y de súbito zumbaron en un revuelo de huida. El cadáver había movido los párpados. Descruzó las manos, descansó los codos en los bordes del ataúd como en un cojín, fue incorporándose y se sentó. Debió de ser en la vida y en la muerte hombre socarrón y flemático. Estuvo mirándolo todo: sus gentes dormidas, los picheles de vino, los papelones pringosos de la cena, los cirios devorados, el Cristo delante, acogiéndole; un trozo de noche estrellada, con un panteón viejo y la fantasma de un ciprés...
 -¿Y no se murió usted del susto de despertarse allí? -le preguntó el deán cuando fue a Murcia para ofrecerle, un poco meloso, su parabién.
 -No, señor -le dijo el resucitado-; porque allí lo que más podía horrorizarme era el muerto, y al muerto no lo veía porque precisamente era yo". 

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