IV.-Educación
«Las teorías de mi madre sobre la enseñanza
eran tan revolucionarias y sensatas que las ideas modernas todavía no las han
asimilado. Antes de que yo cumpliera seis meses, escribe: “Creo que hay que
criar a las chicas para que de mayores tengan una profesión, como se hace con
los chicos. Luego son más felices. Gwen será matemática”. Pero más adelante
salió derrotada, por una vez en la vida, confundida ante mi incompetencia
matemática. Esto fue muy extraño porque estaba convencida de que todo el mundo
podía hacer lo que se propusiera. Por ejemplo, hasta el día que murió me
presionó para que dibujara postales graciosas de estudiantes para vender y
hacer con ellas mucho dinero: “Qué absurdo, claro que lo puedes hacer. Si sabes
dibujar es facilísimo. Eres una tonta por no intentarlo”. Pero la defraudé,
como en muchas otras cosas. Y me da pena pensarlo. Debí intentar dibujar a un
estudiante subido a una farola. Pero nunca lo hice.
Mantenía también que educar las manos
desarrollaba la mente. Nosotros éramos niños muy conservadores y no estábamos
de acuerdo. Aunque esto puede que se debiera al hecho de que las mentes de
nuestras institutrices no estaban desarrolladas adecuadamente. Por lo menos,
sus intentos de enseñarnos manualidades fracasaron. Como siempre, la teoría era
buena pero la práctica salió mal. Nos oponíamos con firmeza a que nos sacaran
de clases de verdad (como mates o
gramática del latín) para hacer cestas destartaladas que nadie quería, o para
hacer dobleces a folios mientras la institutriz leía el libro para averiguar
qué se suponía que debíamos hacer a continuación. Nos aburría muchísimo y
atentaba contra nuestra dignidad. Sencillamente, no nos parecía bien hacer esas
cosas en horario lectivo. Y coser era básicamente esclavitud.
Lo peor de todo es que había una teoría que
decía rotundamente que los colegios para chicas eran malos. Así, aunque Charles
empezó en Goody’s (St. Faith’s) a una edad temprana, a las chicas nos
confinaron en la aburrida clase en casa, bajo la supervisión de una serie de
institutrices. Esto se debió en parte a que la escuela para señoritas Perse
tenía mala fama y en parte a que mis tías ni en sueños habrían enviado allí a
mis primas. La clase alta veía el colegio con malos ojos, aunque a veces se
admitía que las chicas mayores fueran a un internado. La aristocracia, sin
embargo, ni siquiera aceptaba los internados. Recuerdo que una duquesa que
conocíamos enfureció a mi madre al decir “nosotros no mandamos a nuestras hijas
al colegio”. Aun así, creo que la razón por la que nos retuvieron tantos años
en casa era que mi madre no había sido muy feliz en el colegio. Porque si
hubiera pensado que debíamos ir, nos habría mandado, por muchas duquesas y tías
que se opusieran.
Yo, en realidad, deseaba ir al colegio, aunque
claro, nunca lo dije. Cualquier cosa habría sido mejor que las clases en casa.
No entiendo por qué los cuatro primos no dábamos clase juntos si teníamos la
misma edad. Margaret era más joven, pero Ruth, Nora, Frances y yo éramos de la
misma edad. Seguramente habría sido suficientemente exclusivo, incluso para
nuestra refinada familia. Y habría sido muy divertido para nosotras. Pero ni se
les ocurrió, que yo sepa, y así acabamos, tres chicas en tres aulas distintas
con tres profesoras distintas. Era increíble.
A diferencia de los primos teníamos
institutrices que no vivían en casa, sino que venían todos los días, más que
nada porque a mi madre le parecía aburrido tenerlas allí, y porque tenía una
teoría según la cual necesitaban sentirse independientes. Pero aunque la
mayoría eran escocesas, no habían alcanzado la independencia a pesar de wha haear. Wha haear es una de las principales diversiones de los escoceses,
como explica Burns en un poema largo y difícil que comienza Escoceses wha hae. Estas mujeres vivían
en apartamentos alquilados sus vidas solitarias y tristes. Por lo general,
estaban enamoradas, aunque pensaban que no lo sabíamos. Algunas tenían
“circunstancias familiares” y otras también eran religiosas, lo que empeoraba
las cosas para ellas y para nosotros. Y wha
haeaban sobre Wallace y Bruce y nos restregaban por la cara las arañas, las
gachas y los tartanes de la insufrible superioridad universal de los escoceses,
hasta tal punto que lo único que podíamos hacer era meternos en los rincones y
dar gracias al cielo de no tener ni una sola gota de sangre escocesa. Tuvieron
que pasar muchos años para que pudiéramos ver algo escocés sin prejuicios. A
excepción de las novelas de Scott, que nos encantaban. Escribo esto a propósito
para que las institutrices escocesas se den por aludidas y aprendan a ser menos
intensas. Nuestra aya, Nana, era escocesa y se llamaba Helen Jean Campbell…
pero nunca había vivido allí ni había aprendido doxología escocesa.
Todas eran mujeres amables, bonachonas y
aburridas. Un tema interesante puede volverse increíblemente estúpido si lo
explica una profesora aburrida y a la que no le gusta la enseñanza. Pero claro,
si estas señoras hubiesen tenido ambición, no habrían estado con nosotros, sino
en una escuela desarrollando su carrera profesional. Sin embargo, y doy gracias
a Dios, también recibí alguna clase especial con profesores de verdad a los que
les interesaba el tema.
Nuestros paseos diarios con la institutriz nos
dejaban tiesos de aburrimiento. En invierno, pasear era el único ejercicio que
hacíamos, porque ya éramos mayores para jugar a los piratas y trepar por los
árboles. Ruth y Nora tuvieron una institutriz que les obligaba a pasear dando
pasos cortitos, porque así hacían más ejercicio.
Siempre me quedaba la clase de dibujo de los
miércoles, con Miss Mary Greene. Era el epicentro de mi vida juvenil, y vivía
para los miércoles. No sólo porque dibujar era un placer, también porque como
persona Miss Greene era cálida, generosa y afectuosa, y esto me hacía sentir
libre y animada. Además, lo pasábamos bien porque venían los primos. Hacíamos
cosas emocionantes como explorar los sótanos del museo Cast con una caja de
cerillas (en vez de dibujar El gladiador
moribundo), o quedarnos encerrados en Round Church con un loco, cuando
estudiábamos la arquitectura Normanda.
Con Miss Greene hacíamos de todo, no nos
limitábamos a dibujar en clase –aunque eso también me apasionaba, sobre todo si
venía una modelo de verdad-. Nos llevaba a dibujar los edificios y las calles y
los árboles y los animales. Aprendimos de arquitectura y perspectiva y
anatomía. Nos hablaba de los grandes maestros y nos mostraba copias de sus
obras. Aún recuerdo casi toda la charla sobre Hogarth, cómo se escapó con la
hija de su maestro, y la simbología de las extrañas figuras en Calais Gate y sobre todo Gin Lane y cómo odiaba la crueldad. Cada
semana nos ponía de deberes un dibujo de algo real, y una composición sobre un
tema. La mejor obra de Charles fue sobre el tema “una sorpresa”: tres diablos
rojos en fila, mofándose de un hombrecillo montado en un caballo que reculaba
asustado. Una obra muy llamativa, aunque Charles no era el mejor. Los dibujos
de Frances eran los que más me gustaban, parecían tan reales (entonces éste era
mi único criterio artístico). Aunque recuerdo que dibujaba mal las piernas de
la gente, los muslos parecían hinchados y raros. Por lo demás, sus obras eran
preciosas.
Desde que empezamos las clases de dibujo,
cuando yo contaba nueve años, siempre tuve un libro de bocetos donde pintaba
todo lo que veía. Dibujaba mal, aunque supongo que iba aprendiendo un poco –por
lo menos a observar-. Nadie me dijo nunca que dibujar no es copiar, aunque
tampoco lo habría entendido. Tardé mucho en darme cuenta yo sola. Toda la gente
de mi entorno pensaba que un dibujo debía ser como una foto, realista. Pero de
vez en cuando me imaginaba un paisaje, no un paisaje real, y si lo dibujaba me
daba cuenta de que salía mejor que los paisajes que copiaba con tanto esmero.
No sabía por qué. Estoy convencida de que nunca me habrían seleccionado como
una artista prometedora, porque mi uso del color era aún peor que mi dibujo. No
tenía nada de especial, excepto las ganas.
Cuando me llevaron al extranjero por primera
vez sólo tenía trece años. Pasamos por Ámsterdam donde había una gran
exposición de Rembrandt. Me volví loca y empecé a copiarlo todo, a lápiz en un
cuadernillo sucio. Luego me regalaron un librito de grabados de Rembrandt y lo
llevé en el bolsillo a todas partes durante años e incluso dormía con él. Si
por entonces me hubieses preguntado qué quería hacer de mayor habría respondido
“hacer cuadros de gente trabajando”. Unos años más tarde, a raíz de una charla
sobre Turner de Miss Greene, fui sola a visitar el museo de Fitz William. Pedí
que me dejaran ver las acuarelas de Turner. Esto requería valor. Sacaron unas
acuarelas sobre papel azul y con líneas retocadas. No las entendí y me fui
decepcionada. Rembrandt seguía siendo Dios. Pero cuando fui a The Slade ya
había empezado a comprender que las mejores obras de Turner son abstractas, y
que era uno de los grandes pintores del mundo. Por supuesto, no habría usado el
término abstracto entonces, pero era lo que quería decir cuando caí rendida
ante cuadros como Interior at Petworth
y The Sea Monster.
Desde que recuerdo, siempre me gustaron los
cuadros y también la poesía, y sabía que daba lo mismo que la entendiese o no.
La música, en cambio, me traía sin cuidado. O peor, me aburría mucho. A veces
nos llevaban a conciertos para niños, donde luchaba contra el sopor o jugaba
con los dedos mientras miraba el reloj. Nunca se me había ocurrido escuchar
hasta que un día que volvíamos de un concierto y estábamos haciendo el cafre en
los Backs, un chico dijo “Callaos, que quiero pensar en la música”. Me quedé
atónita. Sabía que se podía pensar en la pintura y poesía, pero no sabía lo de
la música. Incluso después de esto, sólo escuchaba con la mente y no con los
oídos. La música me emocionaba pero de una forma que no me gustaba. Sobre todo
las bandas militares y los órganos de iglesia, y Mrs. N. tocando Beethoven al
piano de una manera enérgica. (No sabía que era Beethoven, pero ahora creo que
sí).
Yo era una pianista muy mala. Sin embargo, fui
capaz de impresionar a Margaret cuando era pequeña. Porque una vez le robamos
el diario y leímos: “Gwen tocó el piano muy bien, y Olwen y yo nos tumbamos en
el suelo y pensamos triste y melancólicamente”. A Margaret la chinchamos con
esto durante años.
Era tan ignorante y me aburría tanto la música
que cuando me mandaron al colegio y en el examen de cultura general me
preguntaron acerca de mis tres compositores favoritos, tuve problemas para
nombrar a tres. Y no tenía ni idea de lo que habían escrito. Fue tan sólo culpa
mía que supiera tan poco: no se asimila lo que aburre.
En casa, la música para los niños la tocaba
una enorme pianola en la que se metían unos cartones perforados amarillos, por
los que se metían unas clavijas cuando girabas la manivela, para tocar The Minstrel Boy o She wore a wreath of roses. Charles insistía en hacerlo más
interesante y metía los cartones boca arriba para que la música saliera al
revés. Era un adepto de hacer las cosas al revés. Todavía recuerdo cómo empieza
(o acaba) el alfabeto griego; me lo enseñó en el andén de la estación de Rugby:
agemo, isp, ik, if, nolispé, uat. También se inventó un idioma que sólo tenía
verbos irregulares.
Me he distraído hablando de institutrices. Mi
madre era bastante feminista, y le habría gustado inspirarles la ambición de
tomar una de las nuevas profesiones que se iban abriendo a las mujeres. Pero no
lo logró. Sí hubo una con la que mi madre podría haber hecho algo, una que por
lo menos tenía iniciativa. Vino como institutriz para las vacaciones, y estuvo
poco tiempo con nosotros. No tenía que darnos clase en serio y supongo que
aceptó el trabajo por esa razón. Miss Z. era alta y atlética, con ojos negros y
un cuello almidonado y traía una enorme bolsa de palos de golf. Era un poco
maleducada y no nos gustaba mucho, pero tenía una actitud “si quiero, puedo”
que nos intrigaba. Me acuerdo que, en broma, amenazó con un “os voy a bajar las
bragas y azotar el pompis”. Nos pareció vulgar pero a la vez interesante,
porque era distinto a cualquier cosa que hubieran podido decir las otras
institutrices. También enseñó a Margaret, que tendría seis años, a cantar una
parodia de Cuando acabe el baile que
decía “Mírala quitarse la peluca”. A mi madre no le caía bien, pero se resignó
a que acabara el contrato.
Unos meses más tarde leímos en un periódico
que nuestra Miss Z. había demandado a un hombre por difamación. El hombre
estaba de invitado en la casa donde ella ejercía de institutriz y les dijo a
los dueños que la reconocía y que había sido criada en otra casa. Ella lo negó,
pero resultó ser cierto y perdió el empleo. Parece ser que se dedicaba a hacer
trabajos temporales, a veces de institutriz y otras de criada. En aquellos
tiempos, la diferencia social entre una institutriz y una criada era infranqueable.
Era como si una gamba se hiciera pasar por un tigre. Nos preguntamos si los
palos de golf no los había robado, aunque tampoco creo que hubiera hecho nada
malo excepto hacerse pasar por una señora. Aunque Dios sabe que eso ya era
mucho. Mi madre se rió: “Menos mal que sólo estuvo aquí poco tiempo. No creo
que haya tenido ningún efecto pernicioso en los niños”. Las otras
institutrices, sin embargo, sí nos hicieron mal, aunque con las mejores
intenciones.»
[El texto pertenece a la edición en español de Siglo XXI Editores, 2009, en traducción de Richard
García Nye, pp. 55-60. ISBN: 978-84-323-1351-6.]
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