9.-Los habitantes de las pusztas entre ellos. Su lenguaje social.
Altercados. Regalos. Ocasiones para el regocijo.
«Los criados escuchan los insultos con asiática
indiferencia.
-Sólo me gustaría saber a quién insulta ese
pobre buey –me dijo una vez, ablandado y meneando la cabeza un criado después
de recibir una sarta de improperios.
Porque hasta los exabruptos se basan en una
jerarquía precisa. El terrateniente increpa al administrador, éste a sus
ayudantes, éstos al inspector, éste a los encargados, éstos a los criados. Y a
continuación sólo vienen los niños y los bueyes.
-A lo mejor insulta al carro –añadió-. Al
carro y al árbol. Y el árbol al Dios de
los cielos que creó este…
Así volvió, sin darse cuenta, de la momentánea
blandura a los cauces de siempre.
Las relaciones de los aldeanos se rigen por
una etiqueta tan estricta y compleja como en la corte de los príncipes.
Comunican, mediante gestos apenas perceptibles, los hechos o sentimientos
difícilmente expresables: por ejemplo, si ven con agrado a un visitante o si el
chico puede esperar algo de una muchacha a la que se acerca con buenas
intenciones. Estos movimientos no sólo difieren según los pueblos, sino según
los barrios e incluso según las temporadas. ¿Quién coge el sombrero del
invitado, el dueño de la casa, su esposa o su hija? ¿Y dónde lo pone, en el
perchero, sobre el baúl o sobre la cama? El visitante se entera en un instante
de cosas que tardaría medio año en conocer si recurriese a las palabras. Un
extraño no se entera nunca, claro. Pasé unas vacaciones escolares en B. y solía
visitar a menudo a los vecinos que compartían la bodega con mis parientes. Al
marcharme, siempre daba la mano a todos los presentes, y en una ocasión tendí
la mano a la hija de la familia. Ella me
la estrechó cohibida, y hasta me dio la impresión de que se sonrojaba. Por la
noche me enteré de que su padre la había zurrado sin piedad en cuanto me hube
marchado.
Cuando una muchacha le da la mano a un
muchacho está diciendo: ¡confieso que tengo una relación con él y no me
avergüenzo de ello! De hecho, sólo lo dice si el apretón de manos se produce en
presencia de sus parientes. Además, esto sólo es así en la parte alta del
pueblo, no en la baja. Aquí significa otra cosa.
Entre la gente de la puszta no existen tales
formalidades. Viven día y noche juntos y el roce es tan continuo que, a decir
verdad, ni siquiera se saludan. Cuando esto ocurre, no se desean ni buenos días
ni buenas tardes, sino que se comunican algún dato objetivo. “Hoy toca frío”
dicen a primera hora de la mañana, y la respuesta es: “Pues sí, frío”. Quien se
acerca con la azada es recibido por preguntas tales como: “¿Ya está?” o “¿Aún
queda?” o “¿Falta mucho?” Y, si el interpelado es un hombre, la respuesta es: “Falta”,
seguida de una retahíla de tacos.
Solamente se suele saludar al entrar o salir
de casa. Al llegar se dice “Alabado sea Dios” y, al marcharse, “Adiós”. Apenas
conocen otras fórmulas. De la tía Szabó me despedí una vez diciendo:
-Pues hasta luego, señora Szabó…
Y ella parpadeó un tanto perpleja
y dijo, sonrojándose:
-A ti también, alma mía.
El contacto es muy estrecho en la pequeña
comunidad de la puszta, porque casi todos están unidos por lazos de parentesco.
Para los jóvenes, casi todos los mayores son
padrinos. Yo tenía unos veinticinco y llamaba así no sólo a los padrinos de mis
padres, sino a los de mis hermanos y primos, y también a sus padrinos de
confirmación, que se consideraban parientes más cercanos que los del bautizo,
puesto que a ellos les pedían luego sus ahijados que hicieran de padrinos de
boda y se encargaran de organizarla.
El contacto permanente y estrecho y el
continuo sufrimiento los vuelven irritables. No se toleran mutuamente, como si
vieran en el otro el reflejo de sí mismos. Los jóvenes se llevan bien. Los
mayores se pelean. Rezongan, se envidian, se chinchan y serían los primeros en
sorprenderse si alguien les dijera que a pesar de todo son solidarios los unos
con los otros. Conviven como una manada de lobos: se enzarzan en peleas, la
necesidad extrema o un botín casual los hacen llegar a las manos, pero así y
todo nunca se abandonan.
El tono llano de la gente de la puszta asombra
a los extraños. Gente pacífica y sumisa en el fondo del alma, expresan con
palabrotas hasta los parabienes y las muestras de cariño. Manifiestan mediante
toda una paleta de maldiciones esos matices que los campesinos muestran a
través de complejas costumbres. ¡Qué rica y variada es esa paleta! “¡Que no te
alcance el rayo, pero que se empotre a un metro de distancia de ti!” Esto, por
ejemplo, es una maldición, pero no se considera una ofensa. Cuando a una
muchacha se le desea “¡Que el diablo se lleve a la novia en tu boda!”, de hecho
se le está dirigiendo un cumplido. Son asimismo cariñosas las frases que animan
a trabajar, tales como “No te quedes mirando el suelo, que de todos modos te
pudrirás allí dentro” o “No dejes colgar la cabeza como un girasol”. Las
advertencias reforzadas mediante una comparación a menudo sólo se expresan por
amor al símil o al juego de palabras. Frases como “No te hagas esperar como una
propina” actúan como un gesto amistoso y resultan regocijantes. Por supuesto,
las hay también mucho más especiales, ingeniosas o duras. La gente de la puszta
muestra una extraordinaria fantasía en este terreno.
Uno podría creer que los hombres expresan sus
sentimientos con la mayor precisión en los momentos culminantes de la pasión,
arrastrados por un verdadero impulso lírico. Pero, aunque resulte extraño, no
es así. La lengua del fervoroso enamorado se traba, y cuanto más sincero es su
amor, más decididamente farfulla esos lugares comunes de los que la humanidad
dispone desde Adán y Eva. La mayoría de las lenguas sólo cuentan con una o dos
fórmulas esquemáticas para expresar ira o indignación. El vocabulario de
algunas naciones es en este sentido tremendamente pobre. Los diversos grados de
cólera extraen, de individuos pertenecientes a los más diversos niveles
culturales, las mismas tres o cuatro palabras. No ocurre así entre la gente de
la puszta. ¿Ha de atribuirse esto a nuestro ancestral lirismo?
En mi infancia, fueron los insultos los que
estimularon y quizá hasta formaron mis dotes artísticas. Me asombraban las
acertadas observaciones, las audaces asociaciones y esas creaciones realmente
artísticas que en la poesía se denominan metáforas. Muy temprano me preparé
para escribir una tesis doctoral sobre la psicología de los improperios.
La densa acumulación de adjetivos y su
repentina descarga, así como el compás de los períodos, permiten suponer la
existencia de ciertas leyes estructurales y rítmicas. La improvisación, que
desde luego necesita de un importante tesoro de ideas y de una inspiración
heredada y siempre dispuesta, nos recuerda la poesía de nuestros parientes
lingüísticos, los vogules, cuya principal característica es, como bien sabemos,
precisamente el improvisar. El cantante convierte en melodía sus propias
experiencias o aventuras, sea un viaje, sea la caza de un oso, ateniéndose en
todo momento a las pautas marcadas por el estribillo y el ritmo de las ideas.
La capacidad de la gente de la puszta para soltar una retahíla de improperios
casi interminable, pero nunca monótona, es parecida a la facultad de expresión
artística de aquellos cantores y una prueba psicológica de nuestro parentesco.
Me cuesta escuchar los tacos de los hombres
cultos, porque me parecen afectados y
carentes de talento. Los improperios de la gente de la puszta, en cambio, me
asombraron una y otra vez. Veía hasta humor en ellos. No cabe la menor duda de
que se trataba de una variante de la poesía popular, ni de que una creación de
extraordinario valor artístico se salía de los cauces normales y se dispersaba
por las ciénagas de la oscuridad. ¿O era el resto degenerado de un ancestral
sentimiento religioso? ¿De la religión de un pueblo desesperado que sólo se
nutre de ira contra el cielo? A la gente de la puszta le cuesta recordar a la
primera una oración, pero enseguida suelta insultos contra cualquier santo de
la Iglesia.
¿Qué terrible pasión reprimida se abre paso en
estas maldiciones? ¿Qué tensión actúa en las almas que sólo son capaces de
manifestarse mediante extremos, mediante expresiones cariñosas de dulzura
asiática y palabras mágicas de exuberancia también asiática? Los enamorados
hablan de violetas, perlas y palomas y acto seguido se refieren a modos de
muerte que no pueden ni describirse. ¿Qué mezcla es esta de fragancia de flores
y de hedor de cuerpos en descomposición? La han mamado con la leche materna.
Durante mucho tiempo me consolé pensando que
todo ello era corrupción de la lengua, no del alma. Que eran simplemente nombres
distintos para un mismo significado. Que cuando la mujer, en vez de reprender a
su hijo con un suave y conveniente “vaya, vaya”, le grita “que se te salgan los
ojos” o “que los gusanos se te coman las tripas”, sólo está usando una
expresión distinta. Sin embargo, el rubor de la furia que inunda su rostro y el
golpe que propina al niño demuestran a las claras que la maldición tiene raíces
y proviene del corazón. ¿Y qué conclusiones puedo sacar del hecho de que cada
una de sus palabras, cada una de sus frases, se combine con un insulto; de que,
cuando piensan, lo primero que suelta su cerebro, a modo de invocación, es un
taco, con el que también llenan esas pequeñas pausas en la conversación en que
el espíritu se toma un descanso? Ante los superiores sí que conocen sus
límites. Pero cuando se sienten en su ambiente, enseguida lo señalan con una o
dos palabrotas. Tan pronto como se toman un respiro, sueltan un taco u otro
contra el mundo. ¿Qué instinto suicida los impulsa a desearse a gritos –los
unos a los otros y, por tanto, a sí mismos- los martirios más espantosos,
siempre con el rostro encendido y temblando de irritación? Parecen poseídos. A
veces trato de imaginar al dios que anida en sus almas en esos momentos; al ser
cuyo rostro se vislumbra en las palabras que le dirigen. No es el semblante
dulce del Nazareno, sino más bien el de algún ídolo chino desfigurado por una
terrible sonrisa.
No sólo transmitían hacia abajo los insultos
recibidos de los superiores, sino también los golpes. Las palizas también
responden a reglas precisas. Hasta una determinada edad, los padres golpean a
los hijos; luego se produce una pausa; una vez finalizado el intermedio, la
situación da un vuelco, y son los hijos los que golpean a sus padres. Es la
tradición. En mi familia contaban como anécdota las palabras del viejo tío
Pálinkás. Cuando su hijo, tirándole de los pelos, lo arrastraba por la
habitación compartida y la cocina hasta llegar al umbral, el viejo solía
gritar:
-Déjame aquí hijo, que hasta aquí arrastraba
yo a mi padre.
La naturaleza de la gente de las pusztas es en
el fondo pacífica e incluso dócil. Cuando algún acontecimiento externo
extraordinario – una muerte trágica, un gorro nuevo o una copa de buen vino-
les hacía olvidar su destino y sentirse como seres humanos, se acercaban los
unos a los otros sonriendo y se estrechaban la mano, felices. Se consolaban, se
animaban o se colmaban de sinceros parabienes. Tartamudeaban torpemente y se
abrazaban con lágrimas en los ojos. A veces se burlaban unos de otros con
bromas vulgares que, sin embargo, contenían tantos buenos deseos, tanto amor
disfrazado, que el bromista y su víctima acababan frotándose los ojos por la
emoción, por la atmósfera que los buenos actos creaban en su entorno, parecida
a la generada por los gases lacrimógenos. ¿Pero cuándo podían sentirse como
seres humanos?
En mi memoria, el ambiente de la puszta no se
caracteriza por las risas, sino más bien por los insultos y las peleas.»
[El texto pertenece a la edición de Editorial Minúscula, 2002, en
traducción de Adan Kovacsics, pp. 185-192. ISBN: 84-95587-12-2.]
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