sábado, 24 de abril de 2021

La pérdida de Filipinas.- Saturnino Martín Cerezo (1866-1945)


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Después del sitio

I.-Medidas previsoras

 «Cuando, firmada la capitulación, hubimos de franquear las puertas de la iglesia, dejar las armas y confiarnos a nuestros enemigos de la víspera, nos pareció salir, no diré despertar, de una pesadilla congojosa. Fue algo así como el que por espacio de mucho tiempo ha tenido que arrastrarse por una galería subterránea, cada vez más angosta, y sale de improviso a otro lugar menos apretado y tenebroso, donde puede andar más desahogadamente, pero no todavía con el respiro y la claridad que necesita.
 Aunque terminado el asedio, no podíamos entregarnos a la tranquilidad y el descuido. Se había firmado un convenio por el que se garantizaba nuestra libertad y nuestras vidas; pero nos hallábamos entre fuerzas irregulares muy lastimadas por nosotros, en las que debíamos de tener irreconciliables enemigos, donde formaban algunos villanos desertores, gente de la que todo era de temer a la primera oportunidad, y teníamos que vivir muy alerta. Por de pronto, y en previsión de que lo del fusilamiento pudiese motivar alguna violencia, pedí a Vigil que me certificase la defunción de González Toca y Menache, como víctimas de la disentería en dos fechas distintas, encargando a mis soldados que aseverasen esto mismo hasta encontrarnos con seguridad entre los nuestros.
 Para evitar la pérdida de 223 pesos con 50 centavos que teníamos de la Comandancia Militar, y de cuya existencia podían tener conocimiento los insurrectos, pues habían cogido la documentación correspondiente, firmé un resguardo con la data muy atrasada, suponiendo que los había recibido para el abono de los socorros a la tropa, y no descuidando tampoco la responsabilidad que pudiera caber a Las Morenas, si al ajustar sus cuentas suponía la Administración española que había percibido la recaudación de las cédulas personales, rogué que se me diesen las oportunas relaciones de lo cobrado en los tres últimos meses que tuvo a su cargo la referida Comandancia, solicitud a la que asintieron desde Lugo, facilitándome además una copia del resumen de las cédulas, sellos y papel sellado vendido, efectos con cuyo sobrante se quedaron.
 Las cosas, por tanto, no parecían ir mal orientadas. Comisionado el presidente local, Antero Amatorio, para que se hiciese cargo de una porción de legajos, también de la Comandancia, que al encerrarnos se trasladaron a la iglesia y de todo cuanto había en esta última, cumplió su encargo con las mayores atenciones. El tal presidente, que sustituía bajo las autoridades tagalas al que nosotros llamábamos Capitán municipal o gobernadorcillo, dio también orden a los vecinos de Baler que se hallaban en las sementeras más cercanas para que acudiesen con víveres y, sin alteración de los precios ordinarios, nos vendieran lo que pidiésemos. Nadie a primera vista nos manifestaba odio ninguno. Por el contrario, las fuerzas del sitio y los habitantes del pueblo nos felicitaban por el tesón con que habíamos resistido, asegurando que todos ellos hubieran hecho lo propio y que habíamos cumplido con nuestro deber. Se afanaban por vernos y nos contemplaban con asombro, pudiendo asegurarse que fueron muy pocos los que dejaron de ir a la iglesia para saludarnos y admirar la forma en que nos habíamos atrincherado.
 Comparando aquella demostración de simpatías con la villana conducta que luego se hubo de observar con nosotros, bien puede suponerse que tanto agrado y tan afectuosas demostraciones fueron sólo debidas a la impresión que produjimos. ¿Cuál nos verían que, aun los mismos cuyas viviendas habíamos quemado, no hallaron más que frases de ánimo y de conmiseración para nosotros?
 Por eso duró poco el efecto, y pasados los primeros momentos, dieron ya laborar, contra mí sobre todo, los miserables que dejaron de compartir aquella lástima. No tardó, pues, en llegar a mi noticia que uno de los oficiales de la columna sitiadora, Gregorio Expósito, desertor español que había servido como sargento en el regimiento de Infantería núm. 70, puesto de acuerdo con Alcaide Bayona, se dedicaban a recabar de mis soldados que se fuesen al Teniente coronel insurrecto para querellarse de que yo les había tenido muertos de hambre, obligándoles contra su voluntad a la defensa y despreciando sus ruegos, suplicándome por Dios que capitulase a todo trance. A esta cizaña mezclaban torpemente ciertas halagüeñas proposiciones y el anuncio de graves peligros, si no me abandonaban. Alcaide les decía: “El Teniente Martín ha quemado los fusiles y no sabe que le van a quemar a él los huesos”.
  No me sorprendió la noticia, porque desde luego había supuesto que sobre mí vendrían todas las iras y los rencores enemigos. Lógico era también que los más interesados en perderme fuesen aquellos mismos traidores que se habían unido a los enemigos de su Patria. Mi muerte no podía menos de convenirles bajo muchos conceptos, y por este motivo tampoco me debía extrañar ninguna de sus criminales tentativas, ninguno de sus golpes. Entre los insurrectos se hallaba un soldado, natural de Canarias, que, habiendo caído prisionero, fue destinado como asistente a las órdenes del Teniente Coronel del Estado Mayor D. Celso Mayor Núñez, Capitán desertor de nuestra Infantería. Este señor había ido a Baler con buena provisión de cartuchos de dinamita para volar la iglesia, pero, no consiguiéndolo, tuvo que retirarse con las ganas de hacerlo y dejándose al asistente, que hubo de caer enfermo. Yo tenía en el destacamento dos individuos, uno como asistente mío, procedentes de Canarias también, y en cuanto depusimos las armas, aquél se unió a ellos con la fraternal amistad que acerca en países lejanos a los que han nacido en la misma región o provincia.
 -Tenga usted mucho cuidado, mi Teniente –me dijo el buen muchacho-, porque un día he sorprendido al Teniente Coronel hablando con el Comandante, y decían que, si llegaba usted a capitular, sería muerto en el camino para quitarle unos cuantos miles de pesos que, según dice Alcaide, tiene usted en su poder, y muchas alhajas. Tampoco debe usted fiarse de su antiguo asistente, Felipe Herrero López, que no le quiere bien y, con muy buenas palabras, tiene muy malas intenciones.
 Influido por estas noticias y el justificado recelo que ya me desvelaba, pueden colegirse los ánimos con que yo saldría de Baler el día 7 de junio por la tarde. Acompañábame todo el destacamento y nos daban escolta las fuerzas sitiadoras. Los jefes de estas últimas habían tenido conmigo deferencias; mi tropa, sin embargo de los buenos oficios de Alcaide y su colega, me había demostrado lealtad y cariño; pero el camino era muy largo y solitario, las dificultades a vencer numerosas, y muchas las ocasiones de un tropiezo. Mis ojos, siempre vigilantes, y mi oído en acecho, no me dejaban duda, por visibles indicios, de que algo se iba tramando contra nosotros.
 Aquella noche pernoctamos en San José de Casignán y al otro día franqueamos los Caraballos, pasando un río setenta y dos veces: tal era la madeja que trazaba en su curso, verdaderamente inextricable; y por cierto que, al vadearlo, se hubo de hacer en grupos, porque a los individuos sueltos los arrastraba la corriente. Llegamos por la tarde a un barrio llamado Mariquí, permaneciendo allí hasta la siguiente mañana, en que salimos para Pantabangán, adonde llegamos temprano, alojándose mis soldados en la iglesia.
Resultado de imagen de la perdida de filipinas saturnino martin El Médico y yo nos acomodamos en una de las mejores casas del pueblo, que tuvieron la dignidad de reservarnos. Parecía un hotelito, con un jardín y su verjita de madera. Como había el propósito de que nos reparásemos allí dos o tres días, tuvieron además la notable deferencia de poner a nuestro servicio un muchachito que se había criado en casa del cura y chapurreaba el castellano. Todo esto, en realidad, era muy digno de agradecerse y estimarse; pero, como pronto advertimos, no tenía más objeto que allanar el terreno para la informalidad que proyectaban.
 Debo decir, sin embargo, que, a pesar de mis recelos, no suponía yo que salieran por el registro que salieron. Cualquier maltrato no me hubiera sorprendido; aquello, sí, porque no me lo esperaba. Sucedió, pues, que al día siguiente, los jefes insurrectos le indicaron a Vigil, para que me lo hiciera saber, la necesidad y conveniencia de modificar la regla tercera del Acta de capitulación, haciendo constar en ella que, si no quedábamos como prisioneros de guerra, era en consideración a que había cesado la soberanía española en Filipinas. Imagínese lo que me indignaría el subterfugio. Después de haberme ofrecido espontáneamente que se nos dejarían las armas y de haberlo yo renunciado; tras de pactar nuestra libertad sin discusiones, como ganada por la tenacidad en la defensa, querían ahora rectificar nuestro convenio, dando por derivado lo que debía considerarse como premio. Esto era un atropello, y así lo dije al Teniente Coronel y Comandante, cuando nos avistamos. Arguyéronme que se hacía necesario para evitar los reparos que seguramente opondría su Gobierno, y conducirnos sin detenciones a Manila. Contesté, duplicaron, y acabé por acalorarme de tal modo, que tiré al suelo el acta, gritándoles que se aprovechaban de la fuerza. Luego de rehacerla, me la enviaron a firmar y me quedé con una copia.
 Es de notar que durante todo el viaje no habían cesado de recibir despachos de Aguinaldo, recomendando que se nos facilitara cuanto necesitásemos, guardándonos las mayores consideraciones; “porque el enemigo, cuanto más valeroso –frase textual- más digno es de respeto; y que por todos los medios posibles se vigilase nuestra seguridad, de la que serían responsables los que nos acompañaban”. ¡Pero ya estaba buena la subordinación de aquella gente!
 El 11 por la tarde nos invitó el Comandante a dar un paseo; salimos Vigil y yo acompañándole, y al llegar a un sitio donde había tres o cuatro caballos, nos dijo:
 -Aquí tienen ustedes sus caballos para mañana, pues vamos a continuar a Bongabón.
 Hablamos de otras cosas indiferentes, y al caer el día, nos retiramos a nuestro alojamiento, bien ajenos de lo que pocas horas después había de ocurrirnos.
 A los jefes insurrectos les daba todas las noches serenata la música del pueblo, durando el jolgorio hasta la madrugada. Molesto con el ruido, me levanté aquella noche; cerca ya de las doce, no pudiendo estar acostado, me dio la ocurrencia de asomarme a una ventana. Reparando estaba lo solitario de la calle, obscura y silenciosa, cuando advertí que, del sitio donde tocaba la música, llegaba un individuo que me pareció Herrero López y traía la dirección de nuestra casa.
 Para entrar en ella había que dar la vuelta, y viendo que así lo hacía el inesperado visitante, dije para mi sayo: “Veremos qué trae éste”. […] De pronto noto que encienden luz en las habitaciones que ocupaba Vigil con dos o tres soldados que teníamos de ordenanzas, percibo rumor de lucha, disparos, golpes, y advierto que saltan por las ventanas a la calle.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Dastin, 2002, en edición de Juan Batista González, pp.149-154. ISBN: 84-492-0243-4.]
                             

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