Después del sitio
I.-Medidas previsoras
«Cuando, firmada la capitulación,
hubimos de franquear las puertas de la iglesia, dejar las armas y confiarnos a
nuestros enemigos de la víspera, nos pareció salir, no diré despertar, de una
pesadilla congojosa. Fue algo así como el que por espacio de mucho tiempo ha
tenido que arrastrarse por una galería subterránea, cada vez más angosta, y
sale de improviso a otro lugar menos apretado y tenebroso, donde puede andar
más desahogadamente, pero no todavía con el respiro y la claridad que necesita.
Aunque terminado el asedio, no podíamos
entregarnos a la tranquilidad y el descuido. Se había firmado un convenio por
el que se garantizaba nuestra libertad y nuestras vidas; pero nos hallábamos
entre fuerzas irregulares muy lastimadas por nosotros, en las que debíamos de
tener irreconciliables enemigos, donde formaban algunos villanos desertores,
gente de la que todo era de temer a la primera oportunidad, y teníamos que
vivir muy alerta. Por de pronto, y en previsión de que lo del fusilamiento
pudiese motivar alguna violencia, pedí a Vigil que me certificase la defunción
de González Toca y Menache, como víctimas de la disentería en dos fechas
distintas, encargando a mis soldados que aseverasen esto mismo hasta
encontrarnos con seguridad entre los nuestros.
Para evitar la pérdida de 223 pesos con 50
centavos que teníamos de la Comandancia Militar, y de cuya existencia podían
tener conocimiento los insurrectos, pues habían cogido la documentación
correspondiente, firmé un resguardo con la data muy atrasada, suponiendo que
los había recibido para el abono de los socorros a la tropa, y no descuidando
tampoco la responsabilidad que pudiera caber a Las Morenas, si al ajustar sus
cuentas suponía la Administración española que había percibido la recaudación
de las cédulas personales, rogué que se me diesen las oportunas relaciones de
lo cobrado en los tres últimos meses que tuvo a su cargo la referida
Comandancia, solicitud a la que asintieron desde Lugo, facilitándome además una
copia del resumen de las cédulas, sellos y papel sellado vendido, efectos con
cuyo sobrante se quedaron.
Las cosas, por tanto, no parecían ir mal
orientadas. Comisionado el presidente local, Antero Amatorio, para que se
hiciese cargo de una porción de legajos, también de la Comandancia, que al
encerrarnos se trasladaron a la iglesia y de todo cuanto había en esta última,
cumplió su encargo con las mayores atenciones. El tal presidente, que sustituía
bajo las autoridades tagalas al que nosotros llamábamos Capitán municipal o
gobernadorcillo, dio también orden a los vecinos de Baler que se hallaban en
las sementeras más cercanas para que acudiesen con víveres y, sin alteración de
los precios ordinarios, nos vendieran lo que pidiésemos. Nadie a primera vista
nos manifestaba odio ninguno. Por el contrario, las fuerzas del sitio y los
habitantes del pueblo nos felicitaban por el tesón con que habíamos resistido,
asegurando que todos ellos hubieran hecho lo propio y que habíamos cumplido con
nuestro deber. Se afanaban por vernos y nos contemplaban con asombro, pudiendo
asegurarse que fueron muy pocos los que dejaron de ir a la iglesia para
saludarnos y admirar la forma en que nos habíamos atrincherado.
Comparando aquella demostración de simpatías
con la villana conducta que luego se hubo de observar con nosotros, bien puede
suponerse que tanto agrado y tan afectuosas demostraciones fueron sólo debidas
a la impresión que produjimos. ¿Cuál nos verían que, aun los mismos cuyas
viviendas habíamos quemado, no hallaron más que frases de ánimo y de
conmiseración para nosotros?
Por eso duró poco el efecto, y pasados los
primeros momentos, dieron ya laborar, contra mí sobre todo, los miserables que
dejaron de compartir aquella lástima. No tardó, pues, en llegar a mi noticia
que uno de los oficiales de la columna sitiadora, Gregorio Expósito, desertor
español que había servido como sargento en el regimiento de Infantería núm. 70,
puesto de acuerdo con Alcaide Bayona, se dedicaban a recabar de mis soldados
que se fuesen al Teniente coronel insurrecto para querellarse de que yo les
había tenido muertos de hambre, obligándoles contra su voluntad a la defensa y
despreciando sus ruegos, suplicándome por Dios que capitulase a todo trance. A
esta cizaña mezclaban torpemente ciertas halagüeñas proposiciones y el anuncio
de graves peligros, si no me abandonaban. Alcaide les decía: “El Teniente
Martín ha quemado los fusiles y no sabe que le van a quemar a él los huesos”.
No me sorprendió la noticia, porque desde luego había supuesto que sobre
mí vendrían todas las iras y los rencores enemigos. Lógico era también que los
más interesados en perderme fuesen aquellos mismos traidores que se habían
unido a los enemigos de su Patria. Mi muerte no podía menos de convenirles bajo
muchos conceptos, y por este motivo tampoco me debía extrañar ninguna de sus
criminales tentativas, ninguno de sus golpes. Entre los insurrectos se hallaba
un soldado, natural de Canarias, que, habiendo caído prisionero, fue destinado
como asistente a las órdenes del Teniente Coronel del Estado Mayor D. Celso
Mayor Núñez, Capitán desertor de nuestra Infantería. Este señor había ido a
Baler con buena provisión de cartuchos de dinamita para volar la iglesia, pero,
no consiguiéndolo, tuvo que retirarse con las ganas de hacerlo y dejándose al
asistente, que hubo de caer enfermo. Yo tenía en el destacamento dos
individuos, uno como asistente mío, procedentes de Canarias también, y en cuanto
depusimos las armas, aquél se unió a ellos con la fraternal amistad que acerca
en países lejanos a los que han nacido en la misma región o provincia.
-Tenga usted mucho cuidado, mi Teniente –me
dijo el buen muchacho-, porque un día he sorprendido al Teniente Coronel
hablando con el Comandante, y decían que, si llegaba usted a capitular, sería
muerto en el camino para quitarle unos cuantos miles de pesos que, según dice
Alcaide, tiene usted en su poder, y muchas alhajas. Tampoco debe usted fiarse
de su antiguo asistente, Felipe Herrero López, que no le quiere bien y, con muy
buenas palabras, tiene muy malas intenciones.
Influido por estas noticias y el justificado
recelo que ya me desvelaba, pueden colegirse los ánimos con que yo saldría de
Baler el día 7 de junio por la tarde. Acompañábame todo el destacamento y nos
daban escolta las fuerzas sitiadoras. Los jefes de estas últimas habían tenido
conmigo deferencias; mi tropa, sin embargo de los buenos oficios de Alcaide y
su colega, me había demostrado lealtad y cariño; pero el camino era muy largo y
solitario, las dificultades a vencer numerosas, y muchas las ocasiones de un
tropiezo. Mis ojos, siempre vigilantes, y mi oído en acecho, no me dejaban
duda, por visibles indicios, de que algo se iba tramando contra nosotros.
Aquella noche pernoctamos en San José de
Casignán y al otro día franqueamos los Caraballos, pasando un río setenta y dos
veces: tal era la madeja que trazaba en su curso, verdaderamente inextricable;
y por cierto que, al vadearlo, se hubo de hacer en grupos, porque a los
individuos sueltos los arrastraba la corriente. Llegamos por la tarde a un
barrio llamado Mariquí, permaneciendo allí hasta la siguiente mañana, en que
salimos para Pantabangán, adonde llegamos temprano, alojándose mis soldados en
la iglesia.
El Médico y yo nos acomodamos en una de las
mejores casas del pueblo, que tuvieron la dignidad de reservarnos. Parecía un
hotelito, con un jardín y su verjita de madera. Como había el propósito de que
nos reparásemos allí dos o tres días, tuvieron además la notable deferencia de
poner a nuestro servicio un muchachito que se había criado en casa del cura y
chapurreaba el castellano. Todo esto, en realidad, era muy digno de agradecerse
y estimarse; pero, como pronto advertimos, no tenía más objeto que allanar el
terreno para la informalidad que proyectaban.
Debo decir, sin embargo, que, a pesar de mis
recelos, no suponía yo que salieran por el registro que salieron. Cualquier
maltrato no me hubiera sorprendido; aquello, sí, porque no me lo esperaba.
Sucedió, pues, que al día siguiente, los jefes insurrectos le indicaron a
Vigil, para que me lo hiciera saber, la necesidad y conveniencia de modificar
la regla tercera del Acta de capitulación, haciendo constar en ella que, si no quedábamos como prisioneros de guerra,
era en consideración a que había cesado la soberanía española en Filipinas.
Imagínese lo que me indignaría el subterfugio. Después de haberme ofrecido
espontáneamente que se nos dejarían las armas y de haberlo yo renunciado; tras
de pactar nuestra libertad sin discusiones, como ganada por la tenacidad en la
defensa, querían ahora rectificar nuestro convenio, dando por derivado lo que
debía considerarse como premio. Esto era un atropello, y así lo dije al
Teniente Coronel y Comandante, cuando nos avistamos. Arguyéronme que se hacía
necesario para evitar los reparos que seguramente opondría su Gobierno, y
conducirnos sin detenciones a Manila. Contesté, duplicaron, y acabé por
acalorarme de tal modo, que tiré al suelo el acta, gritándoles que se
aprovechaban de la fuerza. Luego de rehacerla, me la enviaron a firmar y me
quedé con una copia.
Es de notar que durante todo el viaje no
habían cesado de recibir despachos de Aguinaldo, recomendando que se nos
facilitara cuanto necesitásemos, guardándonos las mayores consideraciones;
“porque el enemigo, cuanto más valeroso –frase textual- más digno es de
respeto; y que por todos los medios posibles se vigilase nuestra seguridad, de
la que serían responsables los que nos acompañaban”. ¡Pero ya estaba buena la
subordinación de aquella gente!
El 11 por la tarde nos invitó el Comandante a
dar un paseo; salimos Vigil y yo acompañándole, y al llegar a un sitio donde
había tres o cuatro caballos, nos dijo:
-Aquí tienen ustedes sus caballos para mañana,
pues vamos a continuar a Bongabón.
Hablamos de otras cosas indiferentes, y al
caer el día, nos retiramos a nuestro alojamiento, bien ajenos de lo que pocas
horas después había de ocurrirnos.
A los jefes insurrectos les daba todas las
noches serenata la música del pueblo, durando el jolgorio hasta la madrugada.
Molesto con el ruido, me levanté aquella noche; cerca ya de las doce, no
pudiendo estar acostado, me dio la ocurrencia de asomarme a una ventana.
Reparando estaba lo solitario de la calle, obscura y silenciosa, cuando advertí
que, del sitio donde tocaba la música, llegaba un individuo que me pareció
Herrero López y traía la dirección de nuestra casa.
Para entrar en ella había que dar la vuelta, y
viendo que así lo hacía el inesperado visitante, dije para mi sayo: “Veremos
qué trae éste”. […] De pronto noto que encienden luz en las habitaciones que
ocupaba Vigil con dos o tres soldados que teníamos de ordenanzas, percibo rumor
de lucha, disparos, golpes, y advierto que saltan por las ventanas a la calle.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Dastin, 2002, en edición de Juan Batista González,
pp.149-154. ISBN: 84-492-0243-4.]
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