jueves, 8 de abril de 2021

El camino fácil y rápido para hablar eficazmente.- Dale Carnegie (1888-1955)


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Cuarta parte: El arte de la comunicación

11.-Pronunciando el discurso

 «¿Puede usted creerlo? Hay cuatro medios, sólo cuatro medios de ponernos en contacto con el mundo. Somos valorados y clasificados según estos cuatro contactos: lo que hacemos, qué aspecto tenemos, lo que decimos y cómo lo decimos. Este capítulo trata del último de ellos: cómo lo decimos.
 Cuando empecé a dar clases para hablar en público, dedicaba una gran parte del tiempo a ejercicios vocales para adquirir sonoridad, aumentar el alcance de la voz y aumentar la agilidad de la modulación. No obstante, no pasó mucho tiempo sin que me diera cuenta de lo absolutamente inútil que era enseñar a personas adultas la forma de proyectar sus tonos en los senos superiores y de formar vocales “líquidas”. Todo esto está muy bien para los que disponen de tres o cuatro años para perfeccionarse en el arte de la expresión vocal. Comprendí que mis alumnos tendrían que arreglárselas con las condiciones vocales con que habían nacido. Descubrí que si me ahorraba el tiempo y energía que dedicaba a ayudar a los miembros de la clase a “respirar con el diafragma” y lo aplicaba a trabajar en los objetivos mucho más importantes de liberarlos de sus inhibiciones y resistencia general a actuar de forma natural, conseguiría unos resultados rápidos y duraderos que serían verdaderamente sorprendentes. Doy gracias a Dios por darme el sentido común de hacerlo.

Primero: rompa el caparazón de la timidez

 En mi curso hay varias sesiones que tienen como objetivo liberar a los adultos de sus fuertes controles y tensiones. Me ponía literalmente de rodillas para implorar a los miembros de mi clase que salieran de su caparazón, que descubrieran por sí mismos que el mundo los trataría con cordialidad y les daría la bienvenida cuando se decidieran a hacerlo. No fue fácil, lo admito, pero valió la pena. Como el mariscal Foch dice del arte de la guerra “es bastante fácil de concebir, pero desgraciadamente es difícil de ejecutar”. El mayor obstáculo es, por supuesto, la rigidez, no sólo física sino también mental, una especie de endurecimiento de las categorías que se produce con la edad.
 No es fácil ser natural ante un auditorio. Los actores lo saben bien. Cuando usted era un niño de, digamos, cuatro años, probablemente se habría subido a un estrado y hablado con naturalidad a cualquier auditorio. Pero a los veinticuatro, o cuarenta y cuatro años, ¿qué sucede cuando sube al estrado y empieza a hablar? ¿Conserva aquella naturalidad inconsciente de que gozaba a los cuatro años? Es posible, pero me apuesto lo que quiera a que se pondrá rígido y hablará de forma afectada y mecánica y se refugiará en su caparazón como una tortuga.
 El problema de enseñar o preparar a adultos para que dominen la expresión hablada no consiste en añadir características adicionales, sino en eliminar impedimentos, en conseguir que hablen con la misma naturalidad con que actuarían si alguien los atropellara.
 Cientos de veces he interrumpido a oradores en medio de su discurso para implorarles que hablaran “como seres humanos”. Cientos de noches he regresado a casa con la mente fatigada y los nervios exhaustos después de haber intentado enseñar a mis alumnos a expresarse de forma natural. No, créanme, no es tan fácil como parece.
 En una de las sesiones de mi curso le pido a la clase que represente fragmentos de diálogo, algunos de ellos en dialecto. Les pido que se entreguen sin reservas en estos episodios teatrales. Cuando lo hacen, descubren con sorpresa que, aunque puedan haber actuado como tontos, no se sentían mal mientras lo hacían. También la clase se queda asombrada ante el talento dramático mostrado por algunos de los alumnos. Lo que quiero decir es que cuando alguien llega a soltarse el pelo así ante un grupo, no es probable que vacile cuando tenga que expresar sus opiniones de forma formal, cotidiana, sea ante individuos o ante grupos.
 El súbito sentimiento de libertad que se experimenta es parecido al que debe sentir el pájaro al remontar el vuelo después de haber estado encerrado en una jaula. Se comprende por qué la gente se congrega en cines y teatros; porque allí ve a sus semejantes actuando con poca o ninguna inhibición; allí ve a personas que exhiben sus emociones abiertamente.

Segundo: no trate de imitar a otros. Sea usted mismo.

 Todos admiramos a los oradores que pueden dar espectáculo cuando hablan, que no tienen miedo de expresarse, que no temen utilizar el único, particular e imaginativo medio para decir lo que tienen que decir al auditorio.
 Poco después del final de la Primera Guerra Mundial, conocí en Londres a dos hermanos, Sir Ross y Sir Keith Smith. Acababan de hacer el primer vuelo en avión desde Londres a Australia para ganar un premio de cincuenta mil dólares ofrecido por el gobierno de aquel país. Su hazaña había causado sensación en todo el Imperio Británico y habían sido condecorados por el Rey.
 El capitán Hurley, conocido fotógrafo artístico, había volado con ellos para filmar durante una parte del viaje. Los ayudé a preparar una conferencia ilustrada sobre su vuelo y los instruí en la forma de presentarla. Dieron su conferencia dos veces al día durante cuatro meses en el Philarmonic Hall, de Londres; uno hablaba por la tarde y el otro por la noche.
 Ambos habían tenido la misma experiencia, habían estado sentados uno al lado del otro, durante su viaje alrededor de medio mundo, y pronunciaban el mismo discurso, casi palabra por palabra. Sin embargo, por alguna razón, no parecía el mismo discurso en absoluto.
Resultado de imagen de el camino facil y rapìdo Hay algo, además de las palabras, que cuenta en un discurso. Es el sabor que se le da al pronunciarlo. No es tanto lo que se dice como la forma en que se dice.
 Brulloff, el gran pintor ruso, corrigió una vez el boceto de un alumno. Éste, mirando estupefacto el dibujo modificado, exclamó: “Cómo, apenas le ha dado un pequeño toque y ahora es algo totalmente diferente”. Brulloff replicó: “El arte empieza donde empieza un pequeño toque”. Esto es tan verdad de hablar en público como de pintar o de una ejecución de Paderewski.
 Lo mismo sucede en lo concerniente a las palabras. Según un antiguo dicho del Parlamento inglés, todo depende de la manera en que uno habla, no del asunto de que habla. Quintiliano lo dijo hace mucho tiempo, cuando Inglaterra era sólo una lejana colonia de Roma.
 “Todos los Ford son absolutamente iguales”, acostumbraban a decir sus fabricantes, pero no hay dos personas absolutamente idénticas. Cada nueva vida es algo nuevo bajo el sol; nunca ha habido nada idéntico antes y nunca lo habrá después. Un joven debería pensar eso de sí mismo; debería buscar esa chispa de individualidad que lo diferencia de los demás y cultivarla con todas sus fuerzas. La sociedad y las escuelas pueden tratar de despojarlo de ella; tienden a ponernos a todos en el mismo molde, pero no permita que se apague esa chispa, es el único título que realmente importa.
 Todo esto es doblemente cierto en lo que se refiere a hablar eficazmente. No hay nadie en el mundo igual que usted. Cientos de millones de personas tienen dos ojos, una nariz, una boca, pero ninguna de ellas es idéntica a usted, y ninguna tiene exactamente los mismos rasgos ni maneras de hacer ni temperamento. Pocas de ellas hablarán y se expresarán como usted lo hace cuando habla de forma natural. En otras palabras, usted tiene individualidad. Como orador, es su posesión más preciada. Aférrese a ella. Cultívela. Desarróllela. Es la chispa que dará fuerza y sinceridad a sus palabras. “Es el único título que realmente importa”. Por favor, se lo ruego, no intente meterse a la fuerza en un molde, perdiendo así sus rasgos distintivos.

Tercero: converse con su auditorio.

 Permítame ofrecerle una ilustración que es un ejemplo típico de cómo hablan miles de personas. En una ocasión tuve que hacer  un alto en Murren, un lugar de veraneo situado en los Alpes suizos. Me alojaba en un hotel administrado por una empresa de Londres que solía enviar cada semana desde Inglaterra a dos conferenciantes para que hablaran ante los huéspedes. Uno de ellos fue una famosa novelista inglesa. Su tema fue “El futuro de la novela”. Admitió que no lo había escogido ella misma y en definitiva no había nada que le importara decir sobre ese tema para hacer que valiera la pena hablar de él. Había tomado apresuradamente unas cuantas notas inconexas y permanecía de pie ante el auditorio, ignorando a quienes la escuchaban, sin mirarlos siquiera, fijando la mirada a veces por encima de sus cabezas, a veces en sus notas, a veces en el suelo. Iba soltando palabras en el vacío primigenio, con una mirada distante en los ojos y un tono distante en la voz.
 Esto no es pronunciar un discurso. Es un soliloquio. No da sensación de comunicación. Y ésa es la esencia de un buen discurso: la sensación de comunicación. El auditorio debe sentir que hay un mensaje que surge directamente de la mente y el corazón del orador y que se dirige a las mentes y los corazones de quienes le escuchan. Un discurso como el que acabo de describir podría haber sido pronunciado en la inmensidad arenosa y árida del desierto de Gobi. De hecho, sonaba como si se estuviera pronunciando en un lugar así y no ante un grupo de seres humanos.
 Se ha escrito un montón de disparates y tonterías sobre el modo de expresarse. Se ha envuelto en reglas y ritos y se le ha dado un carácter misterioso. La anticuada “elocuencia” ha hecho que a menudo ese modo de expresarse resultara ridículo. El hombre de negocios, al acudir a la biblioteca o la librería, ha encontrado volúmenes sobre “oratoria” que eran absolutamente inútiles. Pese al progreso en otros sentidos, en casi todos los Estados de la Unión, hoy se sigue obligando a los escolares a recitar la adornada “oratoria de los ‘oradores’”, algo tan inútil en la actualidad como las plumas de ave para escribir.
 Una escuela de oratoria totalmente nueva ha aparecido desde la segunda década de este siglo. En armonía con el espíritu de la época, es tan moderna y práctica como el automóvil, tan directa como un telegrama, tan comercial como un anuncio publicitario. La pirotecnia verbal, en boga otro tiempo, ya no sería tolerada por un auditorio hoy día.
 Un público moderno, ya conste de quince personas en una reunión de negocios o de mil en un pabellón, quiere que el orador se exprese tan directamente como lo haría en una charla y de la misma manera que emplearía habitualmente al hablar con uno de ellos en una conversación, de la misma manera pero con mayor fuerza y energía. A fin de parecer natural, el orador tiene que emplear mucha más energía cuando habla a cuarenta personas que cuando habla sólo con una; del mismo modo que una estatua situada en lo más alto de un edificio ha de tener grandes dimensiones para que parezca de tamaño natural a los que la miran desde la calle.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Elipse, 2013, en traducción de Luis Antero Sanz,  pp. 161-166. ISBN: 978-84-936649-5-4.]      
    

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