Cuarta parte: El arte de la comunicación
11.-Pronunciando el discurso
«¿Puede usted creerlo? Hay cuatro medios, sólo
cuatro medios de ponernos en contacto con el mundo. Somos valorados y
clasificados según estos cuatro contactos: lo que hacemos, qué aspecto tenemos,
lo que decimos y cómo lo decimos. Este capítulo trata del último de ellos: cómo
lo decimos.
Cuando empecé a dar clases para hablar en
público, dedicaba una gran parte del tiempo a ejercicios vocales para adquirir
sonoridad, aumentar el alcance de la voz y aumentar la agilidad de la
modulación. No obstante, no pasó mucho tiempo sin que me diera cuenta de lo
absolutamente inútil que era enseñar a personas adultas la forma de proyectar
sus tonos en los senos superiores y de formar vocales “líquidas”. Todo esto
está muy bien para los que disponen de tres o cuatro años para perfeccionarse
en el arte de la expresión vocal. Comprendí que mis alumnos tendrían que
arreglárselas con las condiciones vocales con que habían nacido. Descubrí que
si me ahorraba el tiempo y energía que dedicaba a ayudar a los miembros de la
clase a “respirar con el diafragma” y lo aplicaba a trabajar en los objetivos
mucho más importantes de liberarlos de sus inhibiciones y resistencia general a
actuar de forma natural, conseguiría unos resultados rápidos y duraderos que
serían verdaderamente sorprendentes. Doy gracias a Dios por darme el sentido
común de hacerlo.
Primero: rompa el caparazón de la timidez
En mi curso hay varias sesiones que tienen
como objetivo liberar a los adultos de sus fuertes controles y tensiones. Me
ponía literalmente de rodillas para implorar a los miembros de mi clase que
salieran de su caparazón, que descubrieran por sí mismos que el mundo los
trataría con cordialidad y les daría la bienvenida cuando se decidieran a
hacerlo. No fue fácil, lo admito, pero valió la pena. Como el mariscal Foch
dice del arte de la guerra “es bastante fácil de concebir, pero
desgraciadamente es difícil de ejecutar”. El mayor obstáculo es, por supuesto,
la rigidez, no sólo física sino también mental, una especie de endurecimiento de
las categorías que se produce con la edad.
No es fácil ser natural ante un auditorio. Los
actores lo saben bien. Cuando usted era un niño de, digamos, cuatro años,
probablemente se habría subido a un estrado y hablado con naturalidad a
cualquier auditorio. Pero a los veinticuatro, o cuarenta y cuatro años, ¿qué
sucede cuando sube al estrado y empieza a hablar? ¿Conserva aquella naturalidad
inconsciente de que gozaba a los cuatro años? Es posible, pero me apuesto lo
que quiera a que se pondrá rígido y hablará de forma afectada y mecánica y se
refugiará en su caparazón como una tortuga.
El problema de enseñar o preparar a adultos para
que dominen la expresión hablada no consiste en añadir características
adicionales, sino en eliminar impedimentos, en conseguir que hablen con la
misma naturalidad con que actuarían si alguien los atropellara.
Cientos de veces he interrumpido a oradores en
medio de su discurso para implorarles que hablaran “como seres humanos”.
Cientos de noches he regresado a casa con la mente fatigada y los nervios
exhaustos después de haber intentado enseñar a mis alumnos a expresarse de
forma natural. No, créanme, no es tan fácil como parece.
En una de las sesiones de mi curso le pido a
la clase que represente fragmentos de diálogo, algunos de ellos en dialecto.
Les pido que se entreguen sin reservas en estos episodios teatrales. Cuando lo
hacen, descubren con sorpresa que, aunque puedan haber actuado como tontos, no
se sentían mal mientras lo hacían. También la clase se queda asombrada ante el
talento dramático mostrado por algunos de los alumnos. Lo que quiero decir es
que cuando alguien llega a soltarse el pelo así ante un grupo, no es probable
que vacile cuando tenga que expresar sus opiniones de forma formal, cotidiana,
sea ante individuos o ante grupos.
El súbito sentimiento de libertad que se
experimenta es parecido al que debe sentir el pájaro al remontar el vuelo
después de haber estado encerrado en una jaula. Se comprende por qué la gente
se congrega en cines y teatros; porque allí ve a sus semejantes actuando con
poca o ninguna inhibición; allí ve a personas que exhiben sus emociones
abiertamente.
Segundo: no trate de imitar a otros. Sea usted mismo.
Todos admiramos a los oradores que pueden dar
espectáculo cuando hablan, que no tienen miedo de expresarse, que no temen
utilizar el único, particular e imaginativo medio para decir lo que tienen que decir
al auditorio.
Poco después del final de la Primera Guerra
Mundial, conocí en Londres a dos hermanos, Sir Ross y Sir Keith Smith. Acababan
de hacer el primer vuelo en avión desde Londres a Australia para ganar un
premio de cincuenta mil dólares ofrecido por el gobierno de aquel país. Su
hazaña había causado sensación en todo el Imperio Británico y habían sido
condecorados por el Rey.
El capitán Hurley, conocido fotógrafo
artístico, había volado con ellos para filmar durante una parte del viaje. Los
ayudé a preparar una conferencia ilustrada sobre su vuelo y los instruí en la
forma de presentarla. Dieron su conferencia dos veces al día durante cuatro
meses en el Philarmonic Hall, de Londres; uno hablaba por la tarde y el otro
por la noche.
Ambos habían tenido la misma experiencia,
habían estado sentados uno al lado del otro, durante su viaje alrededor de
medio mundo, y pronunciaban el mismo discurso, casi palabra por palabra. Sin
embargo, por alguna razón, no parecía el mismo discurso en absoluto.
Hay algo, además de las palabras, que cuenta
en un discurso. Es el sabor que se le da al pronunciarlo. No es tanto lo que se
dice como la forma en que se dice.
Brulloff, el gran pintor ruso, corrigió una
vez el boceto de un alumno. Éste, mirando estupefacto el dibujo modificado,
exclamó: “Cómo, apenas le ha dado un pequeño toque y ahora es algo totalmente
diferente”. Brulloff replicó: “El arte empieza donde empieza un pequeño toque”.
Esto es tan verdad de hablar en público como de pintar o de una ejecución de
Paderewski.
Lo mismo sucede en lo concerniente a las
palabras. Según un antiguo dicho del Parlamento inglés, todo depende de la
manera en que uno habla, no del asunto de que habla. Quintiliano lo dijo hace
mucho tiempo, cuando Inglaterra era sólo una lejana colonia de Roma.
“Todos los Ford son absolutamente iguales”,
acostumbraban a decir sus fabricantes, pero no hay dos personas absolutamente
idénticas. Cada nueva vida es algo nuevo bajo el sol; nunca ha habido nada
idéntico antes y nunca lo habrá después. Un joven debería pensar eso de sí
mismo; debería buscar esa chispa de individualidad que lo diferencia de los
demás y cultivarla con todas sus fuerzas. La sociedad y las escuelas pueden
tratar de despojarlo de ella; tienden a ponernos a todos en el mismo molde, pero
no permita que se apague esa chispa, es el único título que realmente importa.
Todo esto es doblemente cierto en lo que se
refiere a hablar eficazmente. No hay nadie en el mundo igual que usted. Cientos
de millones de personas tienen dos ojos, una nariz, una boca, pero ninguna de
ellas es idéntica a usted, y ninguna tiene exactamente los mismos rasgos ni
maneras de hacer ni temperamento. Pocas de ellas hablarán y se expresarán como
usted lo hace cuando habla de forma natural. En otras palabras, usted tiene
individualidad. Como orador, es su posesión más preciada. Aférrese a ella.
Cultívela. Desarróllela. Es la chispa que dará fuerza y sinceridad a sus
palabras. “Es el único título que realmente importa”. Por favor, se lo ruego,
no intente meterse a la fuerza en un molde, perdiendo así sus rasgos
distintivos.
Tercero: converse con su auditorio.
Permítame ofrecerle una ilustración que es un
ejemplo típico de cómo hablan miles de personas. En una ocasión tuve que
hacer un alto en Murren, un lugar de
veraneo situado en los Alpes suizos. Me alojaba en un hotel administrado por
una empresa de Londres que solía enviar cada semana desde Inglaterra a dos
conferenciantes para que hablaran ante los huéspedes. Uno de ellos fue una
famosa novelista inglesa. Su tema fue “El futuro de la novela”. Admitió que no
lo había escogido ella misma y en definitiva no había nada que le importara
decir sobre ese tema para hacer que valiera la pena hablar de él. Había tomado
apresuradamente unas cuantas notas inconexas y permanecía de pie ante el
auditorio, ignorando a quienes la escuchaban, sin mirarlos siquiera, fijando la
mirada a veces por encima de sus cabezas, a veces en sus notas, a veces en el
suelo. Iba soltando palabras en el vacío primigenio, con una mirada distante en
los ojos y un tono distante en la voz.
Esto no es pronunciar un discurso. Es un
soliloquio. No da sensación de
comunicación. Y ésa es la esencia de un buen discurso: la sensación de comunicación. El auditorio
debe sentir que hay un mensaje que surge directamente de la mente y el corazón
del orador y que se dirige a las mentes y los corazones de quienes le escuchan.
Un discurso como el que acabo de describir podría haber sido pronunciado en la
inmensidad arenosa y árida del desierto de Gobi. De hecho, sonaba como si se
estuviera pronunciando en un lugar así y no ante un grupo de seres humanos.
Se ha escrito un montón de disparates y
tonterías sobre el modo de expresarse. Se ha envuelto en reglas y ritos y se le
ha dado un carácter misterioso. La anticuada “elocuencia” ha hecho que a menudo
ese modo de expresarse resultara ridículo. El hombre de negocios, al acudir a
la biblioteca o la librería, ha encontrado volúmenes sobre “oratoria” que eran
absolutamente inútiles. Pese al progreso en otros sentidos, en casi todos los
Estados de la Unión, hoy se sigue obligando a los escolares a recitar la
adornada “oratoria de los ‘oradores’”, algo tan inútil en la actualidad como
las plumas de ave para escribir.
Una escuela de oratoria totalmente nueva ha
aparecido desde la segunda década de este siglo. En armonía con el espíritu de
la época, es tan moderna y práctica como el automóvil, tan directa como un
telegrama, tan comercial como un anuncio publicitario. La pirotecnia verbal, en
boga otro tiempo, ya no sería tolerada por un auditorio hoy día.
Un público moderno, ya conste de quince
personas en una reunión de negocios o de mil en un pabellón, quiere que el
orador se exprese tan directamente como lo haría en una charla y de la misma
manera que emplearía habitualmente al hablar con uno de ellos en una
conversación, de la misma manera pero
con mayor fuerza y energía. A fin de parecer natural, el orador tiene que
emplear mucha más energía cuando habla a cuarenta personas que cuando habla
sólo con una; del mismo modo que una estatua situada en lo más alto de un
edificio ha de tener grandes dimensiones para que parezca de tamaño natural a
los que la miran desde la calle.»
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