II.- Tiempo sentido
Déjalo
«Hacer esperar es privilegio de los poderosos. Entre
lo más granado de los que nos hacen esperar están los que custodian nuestro
tiempo y lo consumen, voraces y displicentes. El que nos hace esperar celebra
su poder sobre nuestro tiempo de vida y el hecho de que jamás lleguemos a saber
si nos están haciendo esperar a propósito es lo que le confiere a este poder un
carácter ominoso. La prohibición de moverse ha sido siempre prerrogativa del
poder patriarcal. El que nos hace esperar nos ata a un lugar. Esto ya era así
en el paraíso, violar este mandamiento nos acarreó la expulsión. Cuando
esperamos a alguien, experimentamos siempre, como si fuera la primera vez, que
uno no se puede marcha sin ser castigado; y si a pesar de todo lo hacemos, se
nos impedirá el regreso. Todo confinamiento se caracteriza por la retirada de
esa disposición que uno tiene sobre los propios ritmos y espacios. La cárcel es
el lugar en el que hasta el interruptor de la luz obedece a otro dedo. El carácter
totalitario de las medidas disciplinarias que enajenan al preso de cualquier
segundo y de todo movimiento lo analizó en detalle Michel Foucault en Vigilar y castigar. En el contexto
militar, donde a menudo la espera entraña un alto valor estratégico, el frente
de batalla consiste a menudo en una exasperante inactividad. Quizá por eso se
castiga con la pena de muerte la deserción en tiempos de guerra.
De forma que condenar a esperar es una
maldición, y el que condena nos tiene en su mano. Alguien –una persona, una
institución- nos está imponiendo una medida temporal ajena, y lo más angustioso
es que el tiempo que percibimos lo dirige otro. La espera es impotencia y que
no estemos en situación de modificar este estado es una humillación que hace
tambalearse al mundo. Por eso el que aguarda tiene a menudo la sensación de
sufrir una injusticia, de ser castigado por algo que desconoce. Ahí está, esperando
como el que recibe una tunda. Es esa pasividad, la sensación de ser un
condenado, lo que nos provoca el dolor y la vergüenza en la espera.
No por nada la tortura de la espera se ha
convertido en símbolo de la autoritaria arbitrariedad de todo aparato burocrático
y quintaesencia de los estados dictatoriales. El despacho es la auténtica
antesala de la modernidad. Aquí el sinsentido de la espera se vierte, como un
veneno en el sistema nervioso del que aguarda. Siegfried Kracauer ha descrito
en un texto sobre las oficinas de la administración berlinesa de desempleo en
los años treinta el efecto desmoralizador de las salas de espera públicas: “Aquí
la pobreza se entrega a su propia contemplación. Bien se ufana con manchas bien
visibles y trapos, bien se retira, con burguesa vergüenza, a un rincón. […] Si
en uno de sus extremos es capaz de cubrirse, es seguro que en otro destacará
con mayor furor. […] Y así, expuestas a un contacto directo, las personas
sentirán una redoblada opresión en la espera. Buscan pasar el rato de todas las
maneras imaginables. Pero hagan lo que hagan, el sinsentido no les deja en paz
[…] Los mayores quizá terminen reconciliándose con la espera como un compañero;
mas para los jóvenes parados es un veneno que los va taladrando lentamente”.
Cierto que hoy la situación de los parados es
distinta a la de entonces, pero sigue siendo verdad que la irradiación de estos
espacios oficialmente uniformes refleja las condiciones sociales predominantes.
Kracauer los llamaba “sueños de la sociedad”, jeroglífico cuyo descifrado deja
al descubierto la “base de la realidad social”. Todo lo negado, todo lo que se
ha barrido bajo la alfombra, saldrá finalmente a la luz. El que espera en las
antesalas de la administración es mejor que no sepa con qué o con quién se las tiene
que ver.
Siempre se percibe en estos espacios la
sensación de que se trata de domesticar a quien espera: el mobiliario gastado,
la desnuda luz de neón, números que te asignan un lugar exacto en la cola, la acre
transpiración del suplicante. Esta deprimente arquitectura para peticionarios
de todo color dicta también la triste realidad de estos asilos y campos de tránsito
en los que la espera de un futuro mejor no es más que un ínterin entre huida y
expulsión. Y aunque tales escenarios comiencen a ceder ante el diseño frío que
imponen las sociedades de servicios, sobre los pasillos de linóleo permanecerá
siempre el rastro de esta larga historia de la demora burocrática. En ellos
anida la oscura esencia de la espera.
Este tiempo absurdamente perdido en el laberinto
de la burocracia lo asió en primer lugar Kafka en una metáfora existencial. Su
carácter masivo, capaz de atrapar una vida y un cuerpo, se fija para siempre,
como emblema de la modernidad, en la figura del empleado de seguros Gregor
Samsa convertido en escarabajo. El horror del que despierta es el contrapunto
de esa ensoñada búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust. “Durante mucho tiempo me acosté
temprano” – “Al despertar una mañana, tras un sueño inquieto, Gregor Samsa se
encontró convertido en un monstruoso insecto”, rezan las frases iniciales de
dos empresas literarias radicalmente distintas: una vende su alma al pasado; la
otra, a la inutilidad. Proust y Kafka son nuestros testigos privilegiados de la
transición hacia el tiempo acelerado, y Franz Kafka es el primero que enjuicia
en sus novelas al hombre administrado. El hombre que dilapida su vida ante una
puerta en la célebre parábola “Ante la Ley” –retenido únicamente por un cargo
menor, o por su propia pusilanimidad- de la novela El proceso es el medroso hombre de la era moderna. “Déjalo”, tal el
horror de su final, ante el cual decae toda expectativa.
“Ante la Ley hay un guardián. A este guardián
le llega un hombre del campo y le ruega que le deje entrar en la Ley. Pero el
guardián le dice que no puede entrar aún. El hombre reflexiona y pregunta si,
entonces, podrá entrar más tarde. ‘Es posible’, dice el guardián, ‘pero no
ahora’. Como la puerta de la Ley está abierta como siempre y el guardián se
echa a un lado, el hombre se asoma para mirar por la puerta al interior. Cuando
el guardián lo ve, se ríe y dice: ‘Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de
mi prohibición. Pero ten en cuenta una cosa: soy poderoso. Y sólo soy el más
humilde de los guardianes. Sin embargo, sala tras sala hay otros guardianes,
cada uno más poderoso que el anterior. Ni siquiera yo puedo soportar ya la
vista del tercer guardián’. […]
El hombre del campo no había previsto aquellas
dificultades; la Ley, piensa, debería ser accesible siempre y para todos, pero
cuando mira con más atención al guardián, con su abrigo de piel, su gran nariz
puntiaguda y su barba tártara escasa y negra, prefiere recibir autorización
para entrar. El guardián le da un taburete y le permite sentarse a un lado de
la puerta. Allí pasa días y años”.
El guardián, que para el “campesino” que no
reconoce cuál es su situación llega a convertirse en el pilar de la espera, es
el ángel caído que frustra su regreso al paraíso burgués proustiano: “El hombre,
que se ha provisto de muchas cosas para su viaje, lo utiliza todo, por precioso
que sea, para sobornar al guardián. Este lo acepta todo, pero al hacerlo dice: ‘Lo
acepto sólo para que no creas que has dejado de intentarlo todo’. Durante todos
esos años el hombre observa casi ininterrumpidamente al guardián. Olvida a los otros guardianes, y ese primero le
parece el único obstáculo para entrar a la Ley. […] Finalmente, su vista se
debilita y ya no sabe si realmente se ha hecho más oscuro a su alrededor o si sólo
lo engañan sus ojos. Sin embargo, percibe ahora en la oscuridad un resplandor
que brota inextinguible de la puerta de la Ley. No vivirá ya mucho. Antes de su
muerte, todas las experiencias de todo ese tiempo se acumulan en su cabeza en
una pregunta que hasta entonces no ha hecho el guardián […]: ‘¿Qué quieres
saber aún?’, le pregunta el guardián. ‘Eres insaciable’. ‘Todos ansían llegar a
la Ley’, dice el hombre, ‘¿cómo puede ser que, en todos estos años, nadie más
que yo haya solicitado entrar?’ El guardián se da cuenta de que el hombre se
está muriendo y, para hacer llegar las palabras a su oído, que se va perdiendo,
le grita. ‘Por aquí no podía entrar nadie más, porque esta entrada te estaba sólo
destinada a ti. Ahora me iré y la cerraré’.”
Esta parábola, que entraña lo principal de la
novela El proceso, constituye un
alarde sobre la espera que se agota en sí misma. Como los héroes de los
laberintos inexplorados de Kafka, atisbamos ese brillo a lo lejos y no nos
atrevemos a seguirlo, porque los mil pequeños obstáculos que se interponen nos
parecen tan poderosos como al campesino el guardián. Sólo llegamos a ver la
realidad cuando ya es tarde; el que lleva toda una vida esperando comprende al
fin: “Esta entrada te estaba sólo a ti destinada”. Medio siglo después, el
poeta americano Robert Lowell recoge este tope de nuestro horizonte de espera
en la expresión: “La luz al final del túnel es la del tren que se nos viene
encima”.
[…]
III.-El titubeo antes del nacimiento
El tiempo es oro
Podríamos describir la modernidad –en la
medida en que cabe concebirla como historia de la movilidad- como un proceso de
acortamiento de los tiempos de espera; la técnica trabaja en la eliminación de
los intervalos entre tiempos y espacios. Sin embargo, no fue hasta 1800 cuando
esta tendencia liberó los procesos por medio de los cuales se crea el fenómeno
de la “velocidad”. A partir de la revolución industrial la vida se mide en
tiempo fundamentalmente secular. La manía de ver las horas del día como un presupuesto
disponible es producto de una economía mundial de la aceleración, cuyo
correlato aparentemente privado es la agenda cuajada de citas. No puede haber
huecos, sería una mancha. En el momento en que ya sólo se experimenta el tiempo
como retraso, nos encontramos plenamente bajo el dictado de esa pulsión
explotadora que responde sucintamente a la divisa “el tiempo es oro”. Este
principio se basa, como todos sabemos, en la paradoja de que con cada ahorro de
tiempo crece la falta de tiempo.
Aquello que esta era de la aceleración ha
supuesto como ahorro objetivo en tiempo se representa bajo la perspectiva de las
tecnologías y nuevas formas de comunicación como improductiva dilapidación de
tiempo y dinero. Las distancias son menores, los espacios más estrechos y las unidades
de medida del tiempo, fracciones cada vez más pequeñas. Al mismo tiempo, en los
centros de la sociedad móvil va creciendo la fila de los que esperan. Ya sea en
la antesala del negociado o al final de la cola: la experiencia esencial es una
sensación de pérdida de tiempo. Tiempos muertos en las estaciones de tren, los
aeropuertos, en los vestíbulos de la vida: “Espere, por favor” es el mantra de
una retórica apaciguadora, que, cual incesante cantinela, erige a la paciencia
en virtud cardinal de nuestra sociedad de servicios.»
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