jueves, 22 de abril de 2021

El gatopardo.- Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957)


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Capítulo sexto


 «En el salón, que olía a vainilla, vino y polvos, don Fabricio erraba en busca de un lugar. Tancredi lo vio desde una mesa y golpeó con la mano una silla indicándole que allí era donde debía sentarse. Junto a él Angelica trataba de ver en el reverso de un plato de plata si su peinado estaba en regla. Don Fabrizio sacudió la cabeza, sonriendo para rechazar la invitación. Continuó buscando. Desde una mesa oíase la voz satisfecha de Pallavicino:
 -La mayor emoción de mi vida…
 A su lado había un lugar vacío. Pero ¡qué hombre más cargante! ¿No sería mejor, después de todo, escuchar la cordialidad acaso impuesta pero refrescante de Angelica, las desabridas agudezas de Tancredi? No, era mejor aburrirse uno que aburrir a los demás.
 Se excusó y sentóse cerca del coronel, que se levantó al verle llegar, lo que le valió una pequeña parte de la simpatía gatopardesca. Mientras saboreaba la refinada mezcla de manjar blanco, alfóncigo y canela encerrada en los dulces que había elegido, don Fabricio se puso a conversar con Pallavicino y advertía que éste, por encima de sus almibaradas frases reservadas acaso a las señoras, no tenía nada de imbécil. También él era un “señor”, y el fundamental escepticismo de su clase, sofocado habitualmente por las impetuosas llamas bersaglierescas de la solapa, asomaba la nariz ahora que se encontraba en un ambiente igual al de su tierra, fuera de la inevitable retórica de los cuarteles y las admiradoras.
 -Ahora la Izquierda quiere hacerme la santísima porque en agosto ordené a mis muchachos que hicieran fuego sobre el general. Pero dígame usted, príncipe, ¿qué otra cosa podía hacer con las órdenes escritas que llevaba encima? Debo confesar, sin embargo, que cuando en Aspromonte vi delante de mí aquellos centenares de descamisados, algunos con caras de fanáticos incurables, otros con la jeta de los revoltosos profesionales, me sentí feliz de que estas órdenes respondieran tan bien a lo que yo mismo estaba pensando. Si no hubiese dado la orden de disparar, aquella gente nos habría hecho papilla a mis soldados y a mí; y, aunque la pérdida no hubiera sido muy grande, hubiese acabado por provocar la intervención francesa y la austríaca, un cisco sin precedentes en el que se habría derrumbado este reino de Italia que se ha formado milagrosamente, es decir, sin que se comprenda cómo. Y se lo digo en confianza: mi brevísima descarga ayudó sobre todo… a Garibaldi, lo liberó de esa especie de conspiración que se le venía encima, de todos esos individuos tipo Zambianchi, que se servían de él para quien sabe qué fines, acaso generosos aunque inútiles, pero tal vez deseados por las Tullerías y el palacio Farnese: todos individuos muy distintos de aquellos que con él habían desembarcado en Marsala, gente que creía, los mejores de ellos, que se puede hacer a Italia con una serie de quijotadas. El general lo sabe, porque en el momento de mi famosa genuflexión me estrechó la mano con un calor que no creo habitual hacia quien, cinco minutos antes, le había hecho descargar un balazo en un pie. Y ¿sabe qué me dijo en voz baja, él que era la única persona de bien que se encontraba en aquella infausta montaña?
 -Gracias, coronel.
 -¿Gracias de qué? –le pregunté. ¿De haberlo dejado cojo para toda su vida?
 Evidentemente, no; sino de haberle abierto los ojos sobre las bravuconadas y, peor acaso, sobre las bellaquerías de sus dudosos secuaces.
 -Pero, perdóneme, ¿no cree usted, coronel, haber exagerado un poco en besamanos, sombrerazos y cumplimientos?
 -Sinceramente, no. Porque estos actos de ternura eran genuinos. Había que ver a aquel pobre gran hombre tendido en el suelo bajo un castaño, dolorido en el cuerpo y más dolorido aún en el espíritu. ¡Una pena! Con esto revelábase claramente lo que siempre ha sido, un niño, con barba y arrugas, pero un niño irreflexivo e ingenuo. Era difícil resistir a la emoción para no verse obligado a hacerle una carantoña. ¿Por qué, por otra parte, había de resistirla? Yo beso la mano solamente a las señoras. Incluso entonces, príncipe, besé la mano a la salvación del reino, que es también una señora a quien nosotros los militares debemos rendir homenaje.
 Pasó un camarero y don Fabricio le pidió que le sirviese un trozo de Monte Bianco y una copa de champaña.
 -Y usted, coronel, ¿no toma nada?  
 -Nada de comer, gracias. Pero también tomaré una copa de champaña.
 Luego continuó. Era evidente que no podía apartarse de aquel recuerdo que, hecho como estaba de pocos escopetazos y mucha habilidad, era precisamente del tipo que atraía a los hombres como él.
 -Los hombres del general, mientras los míos los desarmaban, soltaban tacos y blasfemias, ¿y sabe contra quién? Contra aquél que había sido el único en pagar con su persona. Un asco, pero era natural; veían que se les escapaba de las manos aquella personalidad infantil pero grande, que era la única que podía cubrir los oscuros tejemanejes de tantos de ellos. Y aunque mis cumplidos hubiesen sido superfluos, estaría contento de haberlos hecho. Entre nosotros, en Italia, no se exagera nunca en cuanto a sentimentalismo y besuqueo: son los argumentos políticos más eficaces que tenemos.
 Bebió el champaña que le sirvieron, pero esto pareció acrecentar todavía su amargura.
 -¿No ha estado usted en el continente después de la fundación del reino, príncipe? ¡Dichoso de usted! No es un bonito espectáculo. Nunca hemos estado tan desunidos como ahora que nos hemos unido. Turín no quiere dejar de ser capital y Milán considera nuestra administración inferior a la austríaca. Florencia tiene miedo de que se le lleven las obras de arte. Nápoles llora por las industrias que pierde, y aquí, aquí, en Sicilia, se está incubando algo gordo, un conflicto irracional… Por el momento, gracias también a su humilde servidor, ya no se habla de camisas rojas, pero se volverá a hablar. Cuando hayan desaparecido éstas, vendrán otras de distinto color, y después nuevamente las rojas. Y ¿cómo acabará todo? El Estrellón*, dicen. Bueno. Pero usted sabe mejor que yo, príncipe, que las estrellas fijas, las realmente fijas, no existen.
Resultado de imagen de el gatopardo orbis Tal vez, algo achispado, se convertía en profeta.
 Don Fabrizio, ante estas inquietantes perspectivas, sintió que se le oprimía el corazón.
 El baile continuó todavía durante mucho rato y dieron las seis de la mañana: todos estaban agotados y desde hacía por lo menos tres horas hubiesen querido encontrarse en la cama. Pero irse temprano era como proclamar que la fiesta había sido un fracaso, y ofender a los dueños de la casa que, los pobres, se habían tomado tantas molestias.
 Las caras de las señoras estaban lívidas, los trajes marchitos, las respiraciones pesadas. “Virgen santa, ¡qué cansancio!, ¡qué sueño!” Por encima de sus corbatas en desorden, las caras de los hombres eran amarillas y estaban arrugadas, y las bocas llenas de amarga saliva. Sus visitas a un cuartito reservado, al nivel del estrado de la orquesta, se hacían cada vez más frecuentes; en él estaban colocados ordenadamente una veintena de grandes orinales, llenos casi todos a aquella hora, algunos de los cuales se habían desbordado. Advirtiendo que el baile estaba a punto de terminar, los criados, amodorrados, no cambiaban ya las velas de las lámparas; los cabos de velas expandían por los salones una luz difusa, humosa y de mal agüero. En la sala del buffet, vacía, había solamente platos desmantelados, copas con un dedo de vino que los camareros se bebían apresuradamente, mirando en torno suyo. La luz del alba insinuábase plebeya por las rendijas de las ventanas.
 La reunión se iba desmoronando y en torno a Doña Margherita había un grupo de gente que se despedía.
 -¡Ha sido magnífica! ¡Un sueño! ¡Lo mismo que en los viejos tiempos!
 Tancredi se desvivió para despertar a don Calogero que, con la cabeza hacia atrás, habíase dormido sobre una butaca apartada. El pantalón se le había subido hasta la rodilla y por encima de sus calcetines de seda se veían los extremos de sus calzoncillos, realmente muy campesinos. El coronel Pallavicino tenía también ojeras, pero decía a quien quisiera escucharlo que no se iría a casa, sino directamente del palacio Ponteleone al la plaza de armas. Tal era lo que la férrea tradición exigía a los militares invitados a un baile.»
  
*Stellone d’Italia: Astro protector de Italia
          
     [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de Fernando Gutiérrez, pp. 241-245. ISBN: 84-7530-074-X.]

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