Capítulo sexto
«En el salón, que olía a vainilla, vino y
polvos, don Fabricio erraba en busca de un lugar. Tancredi lo vio desde una
mesa y golpeó con la mano una silla indicándole que allí era donde debía
sentarse. Junto a él Angelica trataba de ver en el reverso de un plato de plata
si su peinado estaba en regla. Don Fabrizio sacudió la cabeza, sonriendo para
rechazar la invitación. Continuó buscando. Desde una mesa oíase la voz
satisfecha de Pallavicino:
-La mayor emoción de mi vida…
A su lado había un lugar vacío. Pero ¡qué
hombre más cargante! ¿No sería mejor, después de todo, escuchar la cordialidad
acaso impuesta pero refrescante de Angelica, las desabridas agudezas de
Tancredi? No, era mejor aburrirse uno que aburrir a los demás.
Se excusó y sentóse cerca del coronel, que se
levantó al verle llegar, lo que le valió una pequeña parte de la simpatía
gatopardesca. Mientras saboreaba la refinada mezcla de manjar blanco, alfóncigo
y canela encerrada en los dulces que había elegido, don Fabricio se puso a
conversar con Pallavicino y advertía que éste, por encima de sus almibaradas
frases reservadas acaso a las señoras, no tenía nada de imbécil. También él era
un “señor”, y el fundamental escepticismo de su clase, sofocado habitualmente
por las impetuosas llamas bersaglierescas de la solapa, asomaba la nariz ahora
que se encontraba en un ambiente igual al de su tierra, fuera de la inevitable
retórica de los cuarteles y las admiradoras.
-Ahora la Izquierda quiere hacerme la
santísima porque en agosto ordené a mis muchachos que hicieran fuego sobre el
general. Pero dígame usted, príncipe, ¿qué otra cosa podía hacer con las órdenes
escritas que llevaba encima? Debo confesar, sin embargo, que cuando en
Aspromonte vi delante de mí aquellos centenares de descamisados, algunos con
caras de fanáticos incurables, otros con la jeta de los revoltosos
profesionales, me sentí feliz de que estas órdenes respondieran tan bien a lo
que yo mismo estaba pensando. Si no hubiese dado la orden de disparar, aquella
gente nos habría hecho papilla a mis soldados y a mí; y, aunque la pérdida no
hubiera sido muy grande, hubiese acabado por provocar la intervención francesa
y la austríaca, un cisco sin precedentes en el que se habría derrumbado este
reino de Italia que se ha formado milagrosamente, es decir, sin que se
comprenda cómo. Y se lo digo en confianza: mi brevísima descarga ayudó sobre
todo… a Garibaldi, lo liberó de esa especie de conspiración que se le venía
encima, de todos esos individuos tipo Zambianchi, que se servían de él para
quien sabe qué fines, acaso generosos aunque inútiles, pero tal vez deseados
por las Tullerías y el palacio Farnese: todos individuos muy distintos de
aquellos que con él habían desembarcado en Marsala, gente que creía, los
mejores de ellos, que se puede hacer a Italia con una serie de quijotadas. El
general lo sabe, porque en el momento de mi famosa genuflexión me estrechó la
mano con un calor que no creo habitual hacia quien, cinco minutos antes, le había
hecho descargar un balazo en un pie. Y ¿sabe qué me dijo en voz baja, él que
era la única persona de bien que se encontraba en aquella infausta montaña?
-Gracias, coronel.
-¿Gracias de qué? –le pregunté. ¿De haberlo
dejado cojo para toda su vida?
Evidentemente, no; sino de haberle abierto los
ojos sobre las bravuconadas y, peor acaso, sobre las bellaquerías de sus
dudosos secuaces.
-Pero, perdóneme, ¿no cree usted, coronel,
haber exagerado un poco en besamanos, sombrerazos y cumplimientos?
-Sinceramente, no. Porque estos actos de
ternura eran genuinos. Había que ver a aquel pobre gran hombre tendido en el
suelo bajo un castaño, dolorido en el cuerpo y más dolorido aún en el espíritu.
¡Una pena! Con esto revelábase claramente lo que siempre ha sido, un niño, con
barba y arrugas, pero un niño irreflexivo e ingenuo. Era difícil resistir a la
emoción para no verse obligado a hacerle una carantoña. ¿Por qué, por otra
parte, había de resistirla? Yo beso la mano solamente a las señoras. Incluso entonces,
príncipe, besé la mano a la salvación del reino, que es también una señora a quien
nosotros los militares debemos rendir homenaje.
Pasó un camarero y don Fabricio le pidió que
le sirviese un trozo de Monte Bianco
y una copa de champaña.
-Y usted, coronel, ¿no toma nada?
-Nada de comer, gracias. Pero también tomaré una
copa de champaña.
Luego continuó. Era evidente que no podía
apartarse de aquel recuerdo que, hecho como estaba de pocos escopetazos y mucha
habilidad, era precisamente del tipo que atraía a los hombres como él.
-Los hombres del general, mientras los míos
los desarmaban, soltaban tacos y blasfemias, ¿y sabe contra quién? Contra aquél
que había sido el único en pagar con su persona. Un asco, pero era natural; veían
que se les escapaba de las manos aquella personalidad infantil pero grande, que
era la única que podía cubrir los oscuros tejemanejes de tantos de ellos. Y
aunque mis cumplidos hubiesen sido superfluos, estaría contento de haberlos
hecho. Entre nosotros, en Italia, no se exagera nunca en cuanto a
sentimentalismo y besuqueo: son los argumentos políticos más eficaces que
tenemos.
Bebió el champaña que le sirvieron, pero esto
pareció acrecentar todavía su amargura.
-¿No ha estado usted en el continente después
de la fundación del reino, príncipe? ¡Dichoso de usted! No es un bonito espectáculo.
Nunca hemos estado tan desunidos como ahora que nos hemos unido. Turín no quiere
dejar de ser capital y Milán considera nuestra administración inferior a la
austríaca. Florencia tiene miedo de que se le lleven las obras de arte. Nápoles
llora por las industrias que pierde, y aquí, aquí, en Sicilia, se está
incubando algo gordo, un conflicto irracional… Por el momento, gracias también
a su humilde servidor, ya no se habla de camisas rojas, pero se volverá a
hablar. Cuando hayan desaparecido éstas, vendrán otras de distinto color, y
después nuevamente las rojas. Y ¿cómo acabará todo? El Estrellón*, dicen. Bueno.
Pero usted sabe mejor que yo, príncipe, que las estrellas fijas, las realmente
fijas, no existen.
Don Fabrizio, ante estas inquietantes
perspectivas, sintió que se le oprimía el corazón.
El baile continuó todavía durante mucho rato y
dieron las seis de la mañana: todos estaban agotados y desde hacía por lo menos
tres horas hubiesen querido encontrarse en la cama. Pero irse temprano era como
proclamar que la fiesta había sido un fracaso, y ofender a los dueños de la
casa que, los pobres, se habían tomado tantas molestias.
Las caras de las señoras estaban lívidas, los
trajes marchitos, las respiraciones pesadas. “Virgen santa, ¡qué cansancio!,
¡qué sueño!” Por encima de sus corbatas en desorden, las caras de los hombres
eran amarillas y estaban arrugadas, y las bocas llenas de amarga saliva. Sus
visitas a un cuartito reservado, al nivel del estrado de la orquesta, se hacían
cada vez más frecuentes; en él estaban colocados ordenadamente una veintena de
grandes orinales, llenos casi todos a aquella hora, algunos de los cuales se
habían desbordado. Advirtiendo que el baile estaba a punto de terminar, los
criados, amodorrados, no cambiaban ya las velas de las lámparas; los cabos de
velas expandían por los salones una luz difusa, humosa y de mal agüero. En la
sala del buffet, vacía, había
solamente platos desmantelados, copas con un dedo de vino que los camareros se
bebían apresuradamente, mirando en torno suyo. La luz del alba insinuábase
plebeya por las rendijas de las ventanas.
La reunión se iba desmoronando y en torno a
Doña Margherita había un grupo de gente que se despedía.
-¡Ha sido magnífica! ¡Un sueño! ¡Lo mismo que
en los viejos tiempos!
Tancredi se desvivió para despertar a don Calogero
que, con la cabeza hacia atrás, habíase dormido sobre una butaca apartada. El
pantalón se le había subido hasta la rodilla y por encima de sus calcetines de
seda se veían los extremos de sus calzoncillos, realmente muy campesinos. El
coronel Pallavicino tenía también ojeras, pero decía a quien quisiera
escucharlo que no se iría a casa, sino directamente del palacio Ponteleone al
la plaza de armas. Tal era lo que la férrea tradición exigía a los militares
invitados a un baile.»
*Stellone d’Italia: Astro
protector de Italia
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