jueves, 17 de diciembre de 2020

La interpretación de las culturas.- Clifford Geertz (1926-2006)

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Parte IV
9.-Después de la revolución: el destino del nacionalismo en los nuevos estados
Cuatro fases del nacionalismo

  «En la historia general de la descolonización ha quedado suficientemente demostrada la tendencia a estar desfasadas la velocidad del cambio exterior y la velocidad de la transformación interna.
 Si, teniendo en cuenta todas las limitaciones de la periodización, divide uno esta historia en cuatro fases principales (aquella en que los movimientos nacionalistas se formaron y se cristalizaron, aquella en que triunfaron, aquella en que se organizaron en estados y aquella, la actual, en que, organizados en estados, se ven obligados a definir y estabilizar sus relaciones con los otros estados y con las sociedades irregulares de que nacieron), esta incongruencia se pone claramente de manifiesto. Los cambios más notables, aquellos que llamaron la atención de todo el mundo, se produjeron en la segunda y la tercera de estas fases. Pero el grueso de los cambios de mayor alcance, aquellos que alteran la forma y la dirección generales de la evolución social, se dieron o se están dando en las fases menos espectaculares, la primera y la cuarta.
 La primera fase (normativa) del nacionalismo consistió esencialmente en confrontar el denso conjunto de categorías culturales, raciales, locales y lingüísticas de identificación y de lealtad social, que fueron producidas por siglos de historia anterior, con un concepto simple, abstracto, deliberadamente elaborado y casi penosamente consciente de sí mismo, de etnicidad política, de "nacionalidad" propiamente dicha en el sentido moderno. Las imágenes dispersas en las opiniones de los individuos sobre lo que ellos son y lo que no son, tan intensamente ligadas a la sociedad tradicional, fueron desafiadas por las concepciones más vagas, más generales pero no menos cargadas de identidad colectiva, basadas en un confuso sentimiento de destino común que tiende a caracterizar a los estados industrializados. Los hombres que recogieron este desafío, los intelectuales nacionalistas, desencadenaban así una revolución tanto cultural, y hasta epistemológica, como política. Esos hombres intentaban transformar el marco simbólico dentro del cual los individuos experimentaban la realidad social y, en la medida en que la vida es lo que debe importarnos, transformar esa realidad misma.
 Que este esfuerzo de revisar las percepciones de sí mismos fuera un penoso empeño cuesta arriba, que en la mayor parte de los lugares no hubiera hecho más que comenzar y que en todas partes continuara siendo una empresa confusa e incompleta, es evidente. En verdad, el éxito mismo de los movimientos de independencia en cuanto a suscitar el entusiasmo de las masas y dirigirlas contra el dominio extranjero tendía a eclipsar la fragilidad y estrechez de los fundamentos culturales en que se sustentaban dichos movimientos, porque engendraba la idea de que el anticolonialismo y la redefinición colectiva son la misma cosa. Pero por más que estén en íntima relación (ambos son fenómenos complejos) y por más que presenten interconexiones, no son la misma cosa. La mayor parte de los tamiles, karenos, brahmanes, malayos, sijs, ibo, musulmanes, chinos, nilotas, bengalíes o ashanti encontraban mucho más fácil comprender la idea de que no eran ingleses que la idea de que eran indios, birmanos, malayos, pakistaníes, nigerianos o sudaneses.
 Cuando se produjo el ataque en masa (más masivo y más violento en algunos lugares que en otros) contra el colonialismo, el ataque parecía crear por sí mismo la base de una nueva identidad nacional que la independencia no haría sino ratificar. La adhesión popular a una meta política común —hecho que sorprendió a los mismos nacionalistas casi como sorprendiera a los colonialistas— fue considerada un signo de profunda solidaridad que una vez producida sobreviviría. El nacionalismo llegó a ser pura y simplemente el deseo —y la exigencia— de la libertad. Transformar la concepción que tenía un pueblo de sí mismo, de su sociedad y de su cultura —el género de empresa que absorbió a Gandhi, a Jinnah, a Fanón, a Sukarno, a Senghor y ciertamente a todos los acerbos teóricos del despertar nacional— fue identificado por muchos de esos mismos hombres con el acceso al gobierno propio de tales pueblos. "Buscad primero el reino político": los nacionalistas harán el estado y el estado hará la nación.
 La tarea de hacer el estado resultó lo bastante absorbente para permitir esta ilusión y ciertamente toda la atmósfera moral de la revolución se sostuvo durante algún tiempo después de la transferencia de la soberanía. El grado en que esto resultó posible, necesario o aun aconsejable varió ampliamente desde Indonesia o Ghana en un extremo hasta Malasia o Túnez en el otro. Pero, con unas pocas excepciones, ahora todos los nuevos estados organizaron gobiernos que dominan dentro de sus fronteras y que funcionan bien o mal. Y cuando el gobierno asume alguna forma institucional razonablemente reconocible—oligarquía partidaria, autocracia presidencial, dictadura militar, monarquía reacondicionada o, en el mejor de los casos muy parcialmente, democracia representativa— se hace cada vez más difícil afrontar el hecho de que hacer a Italia no es hacer a los italianos. Una vez realizada la revolución política y una vez establecido un estado, aunque no esté del todo consolidado, se plantea la cuestión: ¿quiénes somos? ¿quiénes hicieron todo esto?, pregunta que se repite desde el fácil populismo de los últimos años de descolonización y los primeros de la independencia.
 Ahora que existe un estado local en lugar de un mero sueño de un estado, la tarea de los ideólogos nacionalistas cambia radicalmente. Ya no consiste en estimular la alienación popular respecto de un orden político dominado por el extranjero ni en orquestar celebraciones masivas por la defunción de este orden. Ahora consiste en definir o tratar de definir un súbdito colectivo al que puedan referirse internamente las acciones del estado, consiste en crear o tratar de crear la experiencia de un "nosotros" de cuya voluntad parezcan fluir espontáneamente las actividades del gobierno. Y alrededor de esto giran las cuestiones del contenido, del peso relativo y de la apropiada relación de dos abstracciones principales: "el estilo indígena de vida" y "el espíritu de la época".
 Hacer hincapié en la primera es buscar las raíces de una nueva identidad en las usanzas locales, en las instituciones establecidas y en las unidades de experiencia común: la tradición, la cultura, el carácter nacional o hasta la raza. Hacer hincapié en la segunda es mirar las líneas generales de la historia de nuestro tiempo y especialmente lo que uno considera la dirección general y la significación de esa historia. No hay ningún nuevo estado en que estos temas (que tan sólo para darles un nombre habré de llamar "esencialismo" y "epocalismo") no estén presentes; pocos hay en los que no estén entrelazados el uno con el otro, y sólo hay una pequeña minoría incompletamente descolonizada en la cual la tensión entre ambos temas no invada todos los aspectos de la vida nacional, desde la elección de la lengua hasta la política exterior.
 La elección de la lengua es, en verdad, un buen ejemplo, que hasta resulta paradigmático. No veo ningún nuevo estado en el que esta cuestión no haya surgido en una forma u otra en el nivel de la política nacional. La intensidad de la perturbación que dicha cuestión produjo, así como la efectividad con que se la trató varían ampliamente, pero a pesar de toda la diversidad de sus expresiones, la "cuestión de la lengua" se refiere precisamente al dilema de esencialismo y epocalismo.
 Para quien habla una lengua dada, ésta es más o menos su propia lengua o más o menos la lengua de otro, es más o menos cosmopolita o más o menos parroquial, es un préstamo o una herencia propia, un pasaporte o un alcázar. La cuestión de saber cuándo y para qué fines se usa la lengua es pues también la cuestión de saber hasta qué punto un pueblo se forma por las inclinaciones de su propio genio y hasta qué punto las exigencias de su época.
 La tendencia a enfocar "el problema de la lengua" desde el punto de vista lingüístico (casero o científico) ha oscurecido en cierto modo este hecho. Casi todo cuanto se ha discutido, dentro de los nuevos estados y fuera de ellos, acerca de la "idoneidad" de una determinada lengua para su uso nacional fue afectado por la idea de que esa aptitud corresponde a la naturaleza innata de la lengua, a la capacidad de su gramática, de su léxico o de sus recursos "culturales" para expresar complejas ideas filosóficas, científicas, políticas o morales. Pero lo que realmente importa es poder dar a los pensamientos que uno expresa, por crudos o sutiles que sean, la fuerza que permite darles la lengua materna y ser capaz de participar uno en movimientos de pensamiento a los cuales sólo pueden dar acceso lenguas "extranjeras" o en algunos casos lenguas "cultas".
 Por eso no tiene importancia en forma concreta el problema de la condición del árabe clásico frente al árabe coloquial en los países del Medio Oriente; o del lugar que ocupa una lengua occidental de "élite" en medio de un conjunto de lenguas "tribales" al sur del Sahara africano; o la compleja estratificación de lenguas locales, regionales, nacionales e internacionales en la India o en las Filipinas; o el reemplazo de una lengua europea de limitada significación mundial por otras de mayor significación en Indonesia. La cuestión subyacente es la misma. No se trata de que esta o aquella lengua esté "desarrollada" o sea "capaz de desarrollo"; se trata de saber si esta o aquella lengua es psicológicamente apta y si constituye un vehículo para llegar a la comunidad más amplia de la cultura moderna.
Resultado de imagen de clifford geertz la interpretación de las culturas  No es porque al swahili le falte una sintaxis estable o porque el árabe no pueda construir formas combinadas —proposiciones dudosas ambas en todo caso— que los problemas lingüísticos son tan prominentes en el tercer mundo; esto se debe a que la enorme mayoría habla una gran variedad de lenguas en los nuevos estados y a que los dos aspectos de esta doble cuestión tienden a obrar en sentido inverso. Lo que para el hablante corriente es el vehículo natural de pensamientos y sentimientos (y especialmente en casos en que el árabe, el hindi, el amharico, el jmer, o el javanés es además el vehículo de una desarrollada tradición religiosa, literaria y artística) es, desde el punto de vista de la actual corriente de la civilización del siglo XX, virtualmente un patois. Y lo que para esa corriente de civilización son los vehículos establecidos de su expresión representan para aquel hablante, en el mejor de los casos, lenguas a medias familiares de pueblos aún menos familiares.
 Formulado de esta manera, el "problema de la lengua" es sólo el "problema de la nacionalidad" en pequeño, aunque en algunos lugares los conflictos que surgen de él son suficientemente intensos para hacer que la relación parezca invertida. De un modo generalizado, la cuestión "¿quiénes somos nosotros?" significa preguntar qué formas culturales —qué sistemas de símbolos significativos— deben emplearse para dar valor y sentido a las actividades del estado y, por extensión, a la vida civil de sus ciudadanos. Las ideologías nacionalistas construidas con formas simbólicas extraídas de tradiciones locales —es decir, que son esencialistas— tienden, como los idiomas vernáculos, a ser psicológicamente aptas pero socialmente aislantes; las ideologías construidas con formas propias del movimiento general de la historia contemporánea —es decir, que son epocalistas— tienden, como las lenguas francas, a ser socialmente desprovincializantes, pero psicológicamente forzadas.
 Sin embargo, rara vez una ideología es puramente esencialista o puramente epocalista. Todas son mixtas y en el mejor de los casos se puede hablar sólo de una tendencia en una dirección o en otra, y a menudo ni siquiera de eso. La imagen que tenía Nehru de la "India" era sin duda fuertemente epocalista, la de Gandhi era sin duda fuertemente esencialista; pero el hecho de que el primero fuera discípulo del segundo y el segundo fuera protector del primero (y el hecho de que ninguno de los dos lograra convencer a todos los indios de que no era un inglés moreno, en un caso, o de que no era un reaccionario medieval, en el otro) demuestra que la relación entre los dos caminos que llevan al autodescubrimiento es una relación sutil y hasta paradójica. Y ciertamente, los nuevos estados más ideologizados —Indonesia, Ghana, Argelia, Egipto, Ceylán y otros— tendieron a ser tan intensamente epocalistas como intensamente esencialistas al mismo tiempo, en tanto que los países más esencialistas, como Somalia y Camboya, o más epocalistas como Túnez o las Filipinas representaron más bien las excepciones.
 La tensión entre estos dos impulsos —moverse con la oleada del presente y aferrarse a una línea heredada del pasado— da al nacionalismo de los nuevos estados su peculiar aire de estar fuertemente inclinado a la modernidad y al mismo tiempo de sentirse moralmente ofendido por las manifestaciones de la modernidad. En esto hay cierta irracionalidad. Pero se trata de algo más que de un desarreglo colectivo; lo que se está desarrollando es un verdadero cataclismo social.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Gedisa, 2003, en traducción de Alberto L. Bixio, pp. 206-210. ISBN: 84-7432-090-9.]
 

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