Parte IV
9.-Después de la revolución: el destino del nacionalismo en los nuevos estados
Cuatro fases del nacionalismo
«En la historia
general de la descolonización ha quedado suficientemente demostrada la
tendencia a estar desfasadas la velocidad del cambio exterior y la velocidad de
la transformación interna.
Si, teniendo en
cuenta todas las limitaciones de la periodización, divide uno esta historia en
cuatro fases principales (aquella en que los movimientos nacionalistas se
formaron y se cristalizaron, aquella en que triunfaron, aquella en que se
organizaron en estados y aquella, la actual, en que, organizados en estados, se
ven obligados a definir y estabilizar sus relaciones con los otros estados y
con las sociedades irregulares de que nacieron), esta incongruencia se pone
claramente de manifiesto. Los cambios más notables, aquellos que llamaron la
atención de todo el mundo, se produjeron en la segunda y la tercera de estas
fases. Pero el grueso de los cambios de mayor alcance, aquellos que alteran la
forma y la dirección generales de la evolución social, se dieron o se están
dando en las fases menos espectaculares, la primera y la cuarta.
La primera fase
(normativa) del nacionalismo consistió esencialmente en confrontar el denso
conjunto de categorías culturales, raciales, locales y lingüísticas de identificación
y de lealtad social, que fueron producidas por siglos de historia anterior, con
un concepto simple, abstracto, deliberadamente elaborado y casi penosamente consciente
de sí mismo, de etnicidad política, de "nacionalidad" propiamente dicha
en el sentido moderno. Las imágenes dispersas en las opiniones de los individuos
sobre lo que ellos son y lo que no son, tan intensamente ligadas a la sociedad tradicional,
fueron desafiadas por las concepciones más vagas, más generales pero no menos
cargadas de identidad colectiva, basadas en un confuso sentimiento de destino común
que tiende a caracterizar a los estados industrializados. Los hombres que
recogieron este desafío, los intelectuales nacionalistas, desencadenaban así
una revolución tanto cultural, y hasta epistemológica, como política. Esos
hombres intentaban transformar el marco simbólico dentro del cual los
individuos experimentaban la realidad social y, en la medida en que la vida es
lo que debe importarnos, transformar esa realidad misma.
Que este esfuerzo
de revisar las percepciones de sí mismos fuera un penoso empeño cuesta arriba,
que en la mayor parte de los lugares no hubiera hecho más que comenzar y que en
todas partes continuara siendo una empresa confusa e incompleta, es evidente.
En verdad, el éxito mismo de los movimientos de independencia en cuanto a suscitar
el entusiasmo de las masas y dirigirlas contra el dominio extranjero tendía a
eclipsar la fragilidad y estrechez de los fundamentos culturales en que se sustentaban
dichos movimientos, porque engendraba la idea de que el anticolonialismo y la
redefinición colectiva son la misma cosa. Pero por más que estén en íntima relación
(ambos son fenómenos complejos) y por más que presenten interconexiones, no son
la misma cosa. La mayor parte de los tamiles, karenos, brahmanes, malayos, sijs,
ibo, musulmanes, chinos, nilotas, bengalíes o ashanti encontraban mucho más
fácil comprender la idea de que no eran ingleses que la idea de que eran
indios, birmanos, malayos, pakistaníes, nigerianos o sudaneses.
Cuando se produjo
el ataque en masa (más masivo y más violento en algunos lugares que en otros)
contra el colonialismo, el ataque parecía crear por sí mismo la base de una
nueva identidad nacional que la independencia no haría sino ratificar. La adhesión
popular a una meta política común —hecho que sorprendió a los mismos nacionalistas
casi como sorprendiera a los colonialistas— fue considerada un signo de
profunda solidaridad que una vez producida sobreviviría. El nacionalismo llegó a
ser pura y simplemente el deseo —y la exigencia— de la libertad. Transformar la
concepción que tenía un pueblo de sí mismo, de su sociedad y de su cultura —el
género de empresa que absorbió a Gandhi, a Jinnah, a Fanón, a Sukarno, a
Senghor y ciertamente a todos los acerbos teóricos del despertar nacional— fue
identificado por muchos de esos mismos hombres con el acceso al gobierno propio
de tales pueblos. "Buscad primero el reino político": los
nacionalistas harán el estado y el estado hará la nación.
La tarea de hacer
el estado resultó lo bastante absorbente para permitir esta ilusión y
ciertamente toda la atmósfera moral de la revolución se sostuvo durante algún tiempo
después de la transferencia de la soberanía. El grado en que esto resultó
posible, necesario o aun aconsejable varió ampliamente desde Indonesia o Ghana
en un extremo hasta Malasia o Túnez en el otro. Pero, con unas pocas
excepciones, ahora todos los nuevos estados organizaron gobiernos que dominan
dentro de sus fronteras y que funcionan bien o mal. Y cuando el gobierno asume
alguna forma institucional razonablemente reconocible—oligarquía partidaria,
autocracia presidencial, dictadura militar, monarquía reacondicionada o, en el
mejor de los casos muy parcialmente, democracia representativa— se hace cada
vez más difícil afrontar el hecho de que hacer a Italia no es hacer a los
italianos. Una vez realizada la revolución política y una vez establecido un
estado, aunque no esté del todo consolidado, se plantea la cuestión: ¿quiénes
somos? ¿quiénes hicieron todo esto?, pregunta que se repite desde el fácil
populismo de los últimos años de descolonización y los primeros de la
independencia.
Ahora que existe un
estado local en lugar de un mero sueño de un estado, la tarea de los ideólogos
nacionalistas cambia radicalmente. Ya no consiste en estimular la alienación
popular respecto de un orden político dominado por el extranjero ni en orquestar
celebraciones masivas por la defunción de este orden. Ahora consiste en definir
o tratar de definir un súbdito colectivo al que puedan referirse internamente
las acciones del estado, consiste en crear o tratar de crear la experiencia de
un "nosotros" de cuya voluntad parezcan fluir espontáneamente las
actividades del gobierno. Y alrededor de esto giran las cuestiones del
contenido, del peso relativo y de la apropiada relación de dos abstracciones
principales: "el estilo indígena de vida" y "el espíritu de la
época".
Hacer hincapié en
la primera es buscar las raíces de una nueva identidad en las usanzas locales,
en las instituciones establecidas y en las unidades de experiencia común: la
tradición, la cultura, el carácter nacional o hasta la raza. Hacer hincapié en la
segunda es mirar las líneas generales de la historia de nuestro tiempo y
especialmente lo que uno considera la dirección general y la significación de
esa historia. No hay ningún nuevo estado en que estos temas (que tan sólo para
darles un nombre habré de llamar "esencialismo" y
"epocalismo") no estén presentes; pocos hay en los que no estén
entrelazados el uno con el otro, y sólo hay una pequeña minoría incompletamente
descolonizada en la cual la tensión entre ambos temas no invada todos los
aspectos de la vida nacional, desde la elección de la lengua hasta la política
exterior.
La elección de la
lengua es, en verdad, un buen ejemplo, que hasta resulta paradigmático. No veo
ningún nuevo estado en el que esta cuestión no haya surgido en una forma u otra
en el nivel de la política nacional. La intensidad de la perturbación que dicha
cuestión produjo, así como la efectividad con que se la trató varían
ampliamente, pero a pesar de toda la diversidad de sus expresiones, la
"cuestión de la lengua" se refiere precisamente al dilema de
esencialismo y epocalismo.
Para quien habla
una lengua dada, ésta es más o menos su propia lengua o más o menos la lengua
de otro, es más o menos cosmopolita o más o menos parroquial, es un préstamo o
una herencia propia, un pasaporte o un alcázar. La cuestión de saber cuándo y
para qué fines se usa la lengua es pues también la cuestión de saber hasta qué
punto un pueblo se forma por las inclinaciones de su propio genio y hasta qué
punto las exigencias de su época.
La tendencia a
enfocar "el problema de la lengua" desde el punto de vista
lingüístico (casero o científico) ha oscurecido en cierto modo este hecho. Casi
todo cuanto se ha discutido, dentro de los nuevos estados y fuera de ellos,
acerca de la "idoneidad" de una determinada lengua para su uso
nacional fue afectado por la idea de que esa aptitud corresponde a la
naturaleza innata de la lengua, a la capacidad de su gramática, de su léxico o
de sus recursos "culturales" para expresar complejas ideas filosóficas,
científicas, políticas o morales. Pero lo que realmente importa es poder dar a
los pensamientos que uno expresa, por crudos o sutiles que sean, la fuerza que permite
darles la lengua materna y ser capaz de participar uno en movimientos de pensamiento
a los cuales sólo pueden dar acceso lenguas "extranjeras" o en
algunos casos lenguas "cultas".
Por eso no tiene
importancia en forma concreta el problema de la condición del árabe clásico
frente al árabe coloquial en los países del Medio Oriente; o del lugar que
ocupa una lengua occidental de "élite" en medio de un conjunto de
lenguas "tribales" al sur del Sahara africano; o la compleja
estratificación de lenguas locales, regionales, nacionales e internacionales en
la India o en las Filipinas; o el reemplazo de una lengua europea de limitada
significación mundial por otras de mayor significación en Indonesia. La
cuestión subyacente es la misma. No se trata de que esta o aquella lengua esté
"desarrollada" o sea "capaz de desarrollo"; se trata de
saber si esta o aquella lengua es psicológicamente apta y si constituye un
vehículo para llegar a la comunidad más amplia de la cultura moderna.
No es porque al
swahili le falte una sintaxis estable o porque el árabe no pueda construir
formas combinadas —proposiciones dudosas ambas en todo caso— que los problemas
lingüísticos son tan prominentes en el tercer mundo; esto se debe a que la
enorme mayoría habla una gran variedad de lenguas en los nuevos estados y a que
los dos aspectos de esta doble cuestión tienden a obrar en sentido inverso. Lo que
para el hablante corriente es el vehículo natural de pensamientos y
sentimientos (y especialmente en casos en que el árabe, el hindi, el amharico,
el jmer, o el javanés es además el vehículo de una desarrollada tradición
religiosa, literaria y artística) es, desde el punto de vista de la actual
corriente de la civilización del siglo XX, virtualmente un patois. Y lo
que para esa corriente de civilización son los vehículos establecidos de su
expresión representan para aquel hablante, en el mejor de los casos, lenguas a
medias familiares de pueblos aún menos familiares.
Formulado de esta
manera, el "problema de la lengua" es sólo el "problema de la
nacionalidad" en pequeño, aunque en algunos lugares los conflictos que
surgen de él son suficientemente intensos para hacer que la relación parezca
invertida. De un modo generalizado, la cuestión "¿quiénes somos
nosotros?" significa preguntar qué formas culturales —qué sistemas de
símbolos significativos— deben emplearse para dar valor y sentido a las
actividades del estado y, por extensión, a la vida civil de sus ciudadanos. Las
ideologías nacionalistas construidas con formas simbólicas extraídas de tradiciones
locales —es decir, que son esencialistas— tienden, como los idiomas vernáculos,
a ser psicológicamente aptas pero socialmente aislantes; las ideologías construidas
con formas propias del movimiento general de la historia contemporánea —es
decir, que son epocalistas— tienden, como las lenguas francas, a ser
socialmente desprovincializantes, pero psicológicamente forzadas.
Sin embargo, rara
vez una ideología es puramente esencialista o puramente epocalista. Todas son
mixtas y en el mejor de los casos se puede hablar sólo de una tendencia en una
dirección o en otra, y a menudo ni siquiera de eso. La imagen que tenía Nehru
de la "India" era sin duda fuertemente epocalista, la de Gandhi era
sin duda fuertemente esencialista; pero el hecho de que el primero fuera
discípulo del segundo y el segundo fuera protector del primero (y el hecho de
que ninguno de los dos lograra convencer a todos los indios de que no era un
inglés moreno, en un caso, o de que no era un reaccionario medieval, en el
otro) demuestra que la relación entre los dos caminos que llevan al
autodescubrimiento es una relación sutil y hasta paradójica. Y ciertamente, los
nuevos estados más ideologizados —Indonesia, Ghana, Argelia, Egipto, Ceylán y
otros— tendieron a ser tan intensamente epocalistas como intensamente esencialistas
al mismo tiempo, en tanto que los países más esencialistas, como Somalia y
Camboya, o más epocalistas como Túnez o las Filipinas representaron más bien
las excepciones.
La tensión entre
estos dos impulsos —moverse con la oleada del presente y aferrarse a una línea
heredada del pasado— da al nacionalismo de los nuevos estados su peculiar aire
de estar fuertemente inclinado a la modernidad y al mismo tiempo de sentirse
moralmente ofendido por las manifestaciones de la modernidad. En esto hay cierta
irracionalidad. Pero se trata de algo más que de un desarreglo colectivo; lo
que se está desarrollando es un verdadero cataclismo social.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Gedisa, 2003, en traducción de Alberto L. Bixio, pp. 206-210. ISBN: 84-7432-090-9.]
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