Tercera parte
XXIX
«Una hora después, llegaba casi el alba. Aude, de rodillas, guardaba objetos en una maleta. Solal abrió la puerta. Ella alzó la cabeza y reanudó su quehacer. Admiró él lo bien que doblaba sus vestidos y se sintió incomprensiblemente feliz. Era una sensación total contra la que se veía incapaz de luchar.
-Son maletas. -Tan sencilla e inútil afirmación lo colmaba de placer-. ¿Está usted preparando las maletas?
Aude se quitó los alfileres que tenía en la boca.
-Sí.
-¿Se va usted de viaje?
-Por supuesto.
-Aude, no ha sabido usted ver a esas gentes tal como son. Tal como son en realidad.
-Es posible.
-Es un gran pueblo. Sólo que entre ellos, los hay infelices y trastornados por los dolores.
Aude acabó de cerrar la maleta con energía. A continuación se levantó, fue hacia él, le tomó los brazos. Solal se sintió empequeñecido.
-O ellos o yo. Elige. Si se quedan ellos aquí, no me quedo yo. Échalos. Tú no eres igual que ellos.
-Soy completamente igual que ellos. No has sabido verlos, a los auténticos, a los de mente privilegiada, a los que estaban mezclados con los otros anoche. Aunque los otros tienen también su lado bueno pues son los hijos y los padres de los príncipes en humanidad. Son el más magnífico estiércol. Y luego todos, los auténticos y los demás, son excesivos, ardientes. Compréndelo de una vez. Un pueblo poeta. Un pueblo excesivo. Entre nosotros, los grotescos lo son en grado extremo. Los avaros, en grado extremo. Los pródigos, que son mucho más numerosos, en grado extremo. Los magníficos en grado extremo. El pueblo extremo. El viejo pueblo genial, coronado de desdicha, de real ciencia y de desencanto. El viejo pueblo loco que camina solo en la tempestad portando su arpa que suena a través del negro huracán de los siglos e inmortalmente su delirio de grandeza y de persecución.
Se envalentonó, refulgió en remota primavera.
-Pertenezco a la raza más hermosa del mundo, la más noble, la más soñadora, la más fuerte, la más dulce. Mírame y sabrás que digo la verdad. No has entendido que anoche estabas en una ciudad santa y loca e irremediable de humanidad. El puñado de estrafalarios, de descorteses juegan un gran papel para vosotros, los deformes no te han dejado ver a los santos, a los hijos del más grande, más grande, más grande pueblo de la tierra. Algunos sí, se dedican al dinero. Hacen con más pasión, con más poesía, lo mismo que los hombres de todas las razas. ¡Como si los hombres de todas las demás razas detestasen el dinero! Y además los Plateros de nuestra raza se dedican a este metal en virtud de un móvil santo: vivir, resistir, durar. Para que el pueblo dure, para que el hijo viva, para que venga el Mesías. Es nuestra fortaleza el dinero, para nosotros pobres proscritos, pobres errantes. Y además, junto a unos pocos de los nuestros que saben manejarlo magistralmente, ¡cuántos soñadores, poetas, menesterosos, desinteresados, tiítos, ingenuos que jamás supieron desenvolverse, perdidos en el mundo de la materia! Y hay otros que desde hoy mismo brillan con belleza sobrehumana. Sobrehumana -repitió desafiante-. Hay grandes naciones. Nosotros somos la más grande. Soy la más grande. En verdad, en verdad te lo digo, soy la más grande nación, yo Solal. Sonríe, sí, y búrlate de mí y búrlate de nosotros. -Pausa-. Os hemos dado a Dios. Os hemos dado el libro más hermoso. Os hemos dado al hombre más digno de amor. Os hemos dado al sabio más grande. Y a tantos otros. Y a mí, entre otros. A mí el de más adelante. Y veréis cuántas magnificencias y días de sol os daremos. Aguardad un poco y veréis. Pero ya he hablado bastante de eso -dijo bajando la vista.
-Sol, no eches a perder tu vida por ellos. ¿Qué tenéis en común tú y esa gente? Tú eres noble y guapo, no eres como esas larvas. Amado, echa a esa gente.
-¿Y si me quedo con ellos, sólo con ellos, abajo siempre? ¿Si dejo de ser ministro y soy larva para siempre?
-Me he acercado a ellos con tan buena voluntad. No me esperaba una cosa así. No puedo. No quiero ver, no quiero oír a esos seres que vienen a felicitarme por mi supuesta conversión o a desearme florecientes negocios. -Lo observó con maldad-. Quiero vivir en mi casa, con mi marido, y no con esos tipejos insoportables.
Reinó un largo silencio. A Solal se le escapaban las lágrimas. ¡Dos mil años de sufrimientos valientemente soportados y tal era el resultado! Un pueblo que no había querido traicionar. Que había preferido la hoguera a la renuncia. Y que aún hoy prefería las persecuciones a la renuncia. Que prefería la vergüenza a la renuncia. Que prefería las matanzas, la ignominia. Durante la Edad Media, todos los que prefirieron la muerte a la apostasía. En Carentan, en Blois, en Bray, en Nuremberg, en Verdun, en Worms, en Francfort, en Oppenheim, en Maguncia, en Burgos, en Barcelona, en Toledo, en Trento y en otras ciudades, todos aquellos valientes que no quisieron renegar de su Dios, que prendieron fuego a sus casas y se arrojaron a las llamas, con sus hijos en brazos y entonando salmos. Aquellos héroes, aquellos humillados por amar a su Dios, aquellos grandes nostálgicos de Dios, aquellos fanáticos errantes a través de los siglos. Ese pueblo apasionado y fuerte que había atravesado la historia como una espada y marcado la tierra con su impronta real y con su Dios. Ese pueblo sublime de esperanza a través de los desiertos hacia Canaán y en las cautividades en tantas tierras extranjeras. Ese pueblo que había plantado cara, en su santa aldea, en Roma, y hecho temblar al más poderoso de los imperios. Ese pueblo del Espíritu. Ese pueblo del mañana eterno.
¡Y todo aquello, para la mujer a quien amaba, tipejos insoportables y larvas! Era el primer golpe asestado a su mutuo amor. Ella se alejaba de él. Comprendía que no podía ser de otro modo. Movió la cabeza, contempló su destino. Vaciló, bajó la vista. Un impulso de locura se insinuaba en él.
Esgrimiendo una sonrisa sanguinolenta, se acercó a ella, le desgarró el vestido y las demás telas. Admiró la fuerza y el nervio de aquel cuerpo. Aude se acercó a la cama, arrancó una manta y cubrió su desnudez.
-¡Cobarde! -dijo, temblando de indignación.
¡Claro, lo sabía mejor que ella! Aunque no, no era cobarde. Era desgraciado y no sabía lo que hacía. ¿O quizá quería castigarse y proporcionar a Aude un auténtico motivo para despreciarlo? Ah, ¿por qué había elegido amar a ésa? La arrojó sobre la cama. Pero contuvo su deseo y retrocedió.
-Para que no te vayas -rio burlón-, te dejaremos como Dios te trajo al mundo y te encerraremos. Vendré a buscarte luego y saldremos con las larvas hacia Jerusalén.
Tiró la maleta y las ropas de su mujer a la habitación contigua, advirtiendo con euforia que se perdía. Sonrió exquisitamente y se inclinó.
-Hasta pronto, estimada doña Solal. La semana que viene en Jerusalén. Te has casado con una larva. Peor para ti. ¡Judía, amiga mía!
Cerró la puerta con doble vuelta de llave y se fue. Sentía vergüenza.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1988, en traducción de Javier Albiñana, pp. 247-250. ISBN: 84-339-3130.]
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