miércoles, 9 de diciembre de 2020

En torno a la guerra.- Amado Nervo (1870-1919)

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Ante la catástrofe

  «El estado natural de la humanidad es la guerra y una vez que usted tiene sobre la cabeza un kepis o un casco puntiagudo, puede perfectamente echar al cesto de los desperdicios todos esos conceptos hueros e inútiles de "derecho", "justicia", "propiedad", "respeto al sexo débil", etc. etc. etc.
 Usted en su casa era un señor adornado de todas las virtudes domésticas. Burguesamente llegaba a la hora del almuerzo con un paquetito de golosinas para mamá y los chicos; se indignaba usted si Pedrito tiraba de la cola a Bol, y si Paquito pellizcaba a su hermano menor, Luis. Le llevaba usted a los niños cuentos morales y procuraba que las niñas no fuesen al teatro sino los miércoles blancos. Se indignaba usted si en el cine "echaban" películas de detectives y criminales, porque eso sugiere malas ideas a la infancia.
 Pero llegó la movilización; usted era movilizable; se plantó el uniforme y fue enviado a la línea de fuego.
 Todos los aspectos legales y éticos han cambiado. Cuando usted y sus compañeros no tienen manera de tirotear a sus enemigos, desnudan mujeres y ríen de su sonrojo (claro que se trata de mujeres del otro bando); degüellan niños, apalean ancianos, roban cuanto encuentran al paso; incendian las pobres casas de los labriegos, destruyen ciudades, saquean Bancos, fusilan a un infeliz porque pudiera ser un espía, y todo esto ante la complaciente sonrisa de sus jefes.
 Cuando acabe la campaña militar le darán a usted una medalla militar y le dispensarán otros honores; tornará usted a su casa rodeado de la admiración de sus prójimos y volverá usted a llevar los domingos paquetitos de golosinas a la señora y a los niños, y a comprar historietas instructivas y morales para estos últimos, cuidando de que no vean en el cine espectáculos de astucia o violencia.

 *

 ¿Y por qué ha ido usted a la guerra? Usted mismo no lo sabe a punto fijo. Una camarilla política o militar se propone despojar a tal o cual país vecino, más débil, de cierta porción de su territorio, destruir su comercio, aniquilar su industria y obtener a título de indemnización algunos miles de millones de francos. Es un buen negocio. Para redondearlo se sacrificarán cien o doscientos mil hombres. Cien o doscientas mil mujeres quedarán en la miseria; muchas se prostituirán; muchas se suicidarán por haber llegado al último límite de la resistencia humana; infinitos niños morirán de raquitismo. Varios países se arruinarán definitivamente; otros serán víctimas de la peste y del hambre durante algunos años.  Pero diez o doce políticos, diez o doce generales, cuatro o cinco trust y dos o tres reyes realizarán una operación brillante. Por ellos vosotros, sabios artistas, industriales, agricultores, vais a luchar; por ellos habéis abandonado cuanto os era preciso en la vida; por ellos pasaréis torturadoras noches de inquietud, lentos días de sol y de lluvia, y os extenderán después en una improvisada mesa de operaciones para mutilaros, y si tenéis la suerte de volver al hogar inválidos o enfermos, ya habrán huido para siempre de él el bienestar y las sonrisas.
 ¿Conocéis siquiera al país al cual habéis combatido? ¡No! Acaso en él tenéis más bien uno o dos amigos que han venido al vuestro de excursión y que, de vez en cuando, os escriben una postal cariñosa. Vosotros, en el fondo, no deseáis mal ninguno a ese país. Vosotros pensáis que la tierra es vasta, que en ella cabemos todos; que eso de las nacionalidades armadas en corso es una idea primitiva y bárbara; que sería mucho más lógico que todos los hombres nos uniéramos apretadamente contra la mil asechanzas de la naturaleza, de lo desconocido, del desatino enigmático y enorme... Pero la camarilla de políticos o de militares no lo piensa así. ¡Ay de vosotros si decís que vuestra conciencia os veda, hermanos, sólo porque hablan otro idioma o viven del otro lado del río!... Os arrimarán a una pared y os darán cuatro tiros por ideólogos y sentimentales...

 *

 ¡Pintoresca humanidad!
 Hace miles de años que ensuciamos pergaminos, papiros y papeles de todas clases con lucubraciones sobre derecho, libertad, altruismo, solidaridad... ¡qué sé yo! y cualquier principillo casi analfabeto y cualquier politicastro ignorante y verboso, se encaraman sobre todos los sabios, sobre todos los pensadores, sobre todos los artistas; les dan un fusil y los mandan a morir para que cuajen algunos grandes negocios y se llenen algunas arcas...
 Un hombre investido por la idiotez humana de poderes formidables, puede con una declaración de guerra lanzar cincuenta millones de seres al exterminio. Y lo verdaderamente curioso es que, más tarde, si ha triunfado, las víctimas, los mancos, los cojos, los tuertos, los enfermos, las viudas, los huérfanos, lo aclaman y, si a mano viene, tiran de su carroza resplandeciente...
Resultado de imagen de amado nervo en torno a la guerra Cuando se piensa en estas cosas, un desconcierto tal se apodera del alma que, a veces, se nos ocurre una atrocidad: la de que la Inteligencia (así con mayúscula) no es acaso sino una enfermedad. Si hay un ser o seres superiores a nosotros, en lo invisible, no deben ser inteligencias, deben ser algo así como leyes, armonías sin pensamiento, ritmos sin yo consciente...
 ¿Que la inteligencia es bella a veces? Sí; lo es como la perla, que no por eso deja de constituir un quiste de la ostra.
  El instinto, sin ninguna inteligencia, sigue su camino misterioso. La inteligencia ayudando al instinto lo deforma, lo desorienta, lo pervierte. El hombre no es más que un instinto, adulterado por la inteligencia, y ésta una anormalidad que debe transformarse más tarde en fuerza, en una índole de fuerza especial que el universo necesita. En su estado actual de "ninfa", en este período evolutivo, tiene sólo monstruosidades de feto. De allí que todo lo que emana de ella sea verdad aquí y mentira allá, y a veces monstruoso aquí y allá; de allí lo inconcebible de las teorías, que se suceden sin interrupción en el mundo; de allí la imposibilidad de lograr otra cosa que una serie de hipótesis que el mañana substituye... (1). De allí, por último, la eterna lucha entre el cerebro y el corazón de los hombres.
 Esto supuesto, ya nos explicamos las antinomias de la civilización y nos sorprende menos que los pueblos, a medida que se civilizan, es decir, a medida que se enferman, cometan más atrocidades y que una guerra actual supere en horrores y en crueldades a todas las invasiones de los bárbaros.
 ¡La inteligencia! Ella ha creado los valores; ella ha inventado el crédito; de ella son las ideas de los trusts sin misericordia; ella ha esclavizado al hombre haciendo de él menos que la tuerca de una máquina; ella nos ha dado todas esas inútiles teorías que llenan de petulancia a los sabios y que a cada momento hay que sustituir por otras; ella ha complicado la vida encendiendo deseos nocivos, creando hábitos inútiles, para enriquecer a los llamados listos. Ella calumnia a lo inefable, a lo desconocido, atribuyéndole cualidades humanas; ordenando rogativas en los templos protestantes, católicos y griegos, en cada uno de los cuales se conmina a Dios para que ayude a los unos a destruir a los otros; ella es la que, en vez de compadecerse, filosofa; en vez de socorrer, teoriza; ella, por fin, la que después de haber quitado al pobre hasta el derecho de calentarse al sol, ha segado en su alma la última ilusión de un más allá de libertad, de sosiego, de paz...
 Pero no la maldigamos: está, como he dicho, en un período de evolución antipática, en que lo único que acierta a hacer es hinchar de petulancia a los vacuos e ignorantes doctores. Al andar de los siglos ya veréis cómo se va transformando en fuerza, en la fuerza por excelencia del Universo. Ya veréis cómo la inteligencia se habrá transmutado en amor...»
 
 (1) La historia de una civilización -dice un pensador- no es más que la historia de sus hipótesis.
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Biblioteca Nueva, 1928, con texto al cuidado de Alfonso Reyes, pp. 13-19.]
 

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