La partitura puede comenzar
16 de noviembre, 11:00
«Acabo de salir del instituto forense. Verla me ha hecho bien. Llevaba dos días sola en la noche profunda que los terroristas habían hecho caer sobre París. La Ciudad de la Luz se había apagado al mismo tiempo que sus ojos se cerraban. Unos ojos inmensos para ver el mundo en su integridad. Unos ojos inmensos que ya no verán el despertar de su hijo.
Desde que he salido, sólo tengo una idea en la mente, ir a buscar a Melvil a la guardería. Encontrarme con él, decirle que he visto a su madre y que la he traído conmigo. Le he devuelto a su mamá; ya no está perdida, está en el hueco de mi mano y vuelve a casa con nosotros.
Pero antes hay que tomar un café con la familia de Hélène para hablar de lo que toca ahora, el funeral, la policía, el apoyo psicológico, todos esos engorros administrativos que contaminan el dolor. La realidad de un entierro no tarda en imponerse a ese dolor, que imaginabas puro y desligado de toda contingencia material. Ni siquiera has tenido tiempo de tomar conciencia de lo que te ha ocurrido, cuando ya comienza el desfile de "afligidos" con traje negro.
-Tienes que ir a la funeraria, si quieres puedo ayudarte.
Silencio.
Desde el viernes por la noche prácticamente había perdido el uso de la palabra. Las frases de más de tres términos me fatigaban. Me sentía agotado ante la idea de tener que enlazar palabras para expresar un pensamiento. De todos modos, era incapaz de pensar.
En mi cabeza sólo estaba ella, con la que no me había reencontrado; él, a quien debía preservar, y el zumbido que embrollaba todo lo demás. Incluso a preguntas sencillas respondía con el silencio. En el mejor de los casos algunos obtenían gruñidos más o menos intensos a partir de los cuales debían interpretar si tenía hambre, si quería que se quedaran conmigo esa noche o si necesitaba fuego para encender el cigarrillo. Desde que la he reencontrado, el zumbido empieza a atenuarse y mi lengua a soltarse.
-Has de tener cuidado con que no te engañen, comparar precios, ¡podemos acompañarte si quieres!
-Debo ocuparme de ello yo solo.
-¡Hay quien se aprovecha de la muerte de los demás para estafarlos!
Vamos allá. Debo ir a recoger al bebé.
La cosa comienza en el coche, a la vuelta. Mi cuñado, que conduce, ve como mi pie golpea frenéticamente el suelo del coche y me dice para tranquilizarme:
-Llegarás a tiempo a la guardería, no te preocupes.
No es el estrés de llegar tarde lo que dicta esos movimientos sino las palabras que imponen su ritmo. Unas tras otras o todas a la vez. Unas entran, otras salen, algunas resisten, las que se quedan llaman a otras y todas juntas empiezan a interpretar su musiquilla. Como esos pocos segundos antes de que la orquesta empiece a tocar. Se oyen sonidos dispersos, disonantes, libres, y luego de repente las notas se mezclan y te suben por la columna vertebral, cada vez más fuerte hasta el silencio absoluto; ahora la partitura puede comenzar.
Me siento feliz de volver a verlo. Mi sonrisa al empujar la puerta de la guardería choca con una multitud de rostros desconcertados y brazos colgantes. Él está de pie en medio de lo que recuerda a una legión napoleónica un día de retirada de Rusia.
Melvil es el único que ese día ha podido responder a mi sonrisa con otra sonrisa. El único que ese día ha visto que traía conmigo a su mamá. Volvemos a casa por el camino que le encanta, en el que nos cruzamos con el mayor número de señales de tráfico, su otra pasión junto con los libros, la música y la apertura y cierre obsesivos de puertas. Levanta el brazo: "¡Prohibido aparcar!". Menos de quince metros más allá lo levanta de nuevo... Otra vez "¡Prohibido aparcar!". Y así sucesivamente.
Casa, comida, cambio de ropa, pijama, siesta, ordenador. Las palabras siguen llegando. Vienen por sí solas, pensadas, sopesadas, pero sin que yo tenga que convocarlas. Se me imponen, no tengo más que agarrarlas.
Las he elegido una por una, enlazadas, a veces separadas y tras varios minutos metido en la piel de un intermediario, ahí está la carta: "No tendréis mi odio".
Dudo un buen rato antes de enviarla, y entonces mi hermano me obliga a hacer lo que llevaba dos días sin hacer.
-La comida está lista. ¡Ven a la mesa!
Sin tiempo para pensar en ello, sin ganas de volver a lo de siempre. Facebook, a través del cual me comunico con los amigos de Hélène cuyo número no tengo, está abierto en la pestaña justo al lado. "Exprésate", copiar, pegar, publicar, mis palabras ya no me pertenecen.
"No tendréis mi odio"
El viernes por la noche le robasteis la vida a un ser excepcional, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendréis mi odio. No sé quiénes sois ni quiero saberlo, sois almas muertas. Si ese Dios en cuyo nombre matáis ciegamente nos ha hecho a su imagen y semejanza, cada bala en el cuerpo de mi mujer habrá provocado una herida en su corazón.
De manera que no, no os haré el regalo de odiaros. Y eso que os lo habéis buscado a conciencia, pero responder al odio con la cólera supondría ceder a la misma ignorancia que os ha convertido en lo que sois. Queréis que tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con ojos desconfiados, que sacrifique mi libertad en aras de la seguridad. Habéis perdido. El mismo jugador conserva el turno.
La he visto esta mañana. Por fin, tras noches y días de espera. Estaba igual de guapa que cuando se marchó ese viernes por la noche, tan guapa como cuando me enamoré perdidamente de ella hace más de doce años. Por supuesto que me siento devastado por el dolor, os concedo esa pequeña victoria, pero será de corta duración. Sé que ella nos acompañará todos los días y que nos reencontraremos en ese paraíso de las almas libres al que vosotros jamás tendréis acceso.
Sólo somos dos, mi hijo y yo, pero somos más fuertes que todos los ejércitos del mundo. De hecho, ya no tengo más tiempo que dedicaros, debo reunirme con Melvil, que empieza a despertar de la siesta. Apenas tiene diecisiete meses, se tomará la merienda como todos los días, luego jugaremos como todos los días, y a lo largo de toda su vida ese niño os hará la afrenta de ser feliz y libre. Porque no, tampoco tendréis su odio.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Península, 2016, en traducción de Rosa Alapont Calderaro, pp. 45-52. ISBN: 978-84-9942-536-8.]
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