jueves, 31 de diciembre de 2020

El mal menor. Ética política en una era de terror.- Michael Ignatieff (1947)

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5.-Las tentaciones del nihilismo

  «En El agente secreto, de Joseph Conrad, escrito bajo el impacto de los incidentes terroristas anarquistas ocurridos en Londres y París en la década de 1890, hay un personaje llamado el Profesor que deambula por las calles de Londres, con una mano aferrada a un detonador unido a una carga de explosivos que lleva en el abrigo. Puede saltar por los aires en cualquier momento si la policía trata de detenerlo. Conrad imagina que el Profesor ha sido ayudante en un instituto técnico y luego técnico de laboratorio para un fabricante de tintes, y cuando le despiden concibe una venganza contra el mundo. Como señala Conrad, «el Profesor tiene talento, pero carece de la virtud social de la resignación». El Profesor vive en extrema pobreza en habitaciones alquiladas en uno de los barrios más pobres de Londres y se dedica día y noche a perfeccionar los sistemas detonadores. Está listo para vendérselos a cualquiera que desee «romper la superstición y el culto a la legalidad» de la sociedad que le rodea. Frecuenta los grupos extremos de los socialistas revolucionarios clandestinos, pero en realidad considera a los revolucionarios con el mismo desprecio que considera a la policía. «El terrorista y el policía son tal para cual. La revolución, la legalidad, movimientos opuestos del mismo juego; formas de indolencia en el fondo idénticas.» Están aferrados a la vida, dice amargamente, mientras que él sólo desea la muerte y es por ello invulnerable. Los sueños revolucionarios, la legalidad burguesa, todos estos ideales eran mediocres, pensaba el Profesor, comparados con el objetivo al que él había dedicado su vida: fabricar «el detonador perfecto».
 El Profesor es el primer gran retrato de un terrorista suicida en la literatura moderna. Lo que Conrad pretende que veamos en este retrato demoniaco de la motivación terrorista es que objetivos políticos como revolución, justicia y libertad tienen poco que ver con lo que realmente impulsa al Profesor. El centro de su motivación es mucho más sombrío: desprecio por una sociedad que se niega a reconocer su talento; fascinación por la invulnerabilidad que le confiere su propia voluntad de morir; y obsesión por dominar los métodos de la muerte. El Santo Grial del Profesor —el detonador perfecto— es sólo un símbolo de la verdadera promesa del terrorismo: un momento de violencia que transformará a una persona insignificante y sin un céntimo en un ángel vengador.
 Este retrato del terrorista plantea un desafío especial al análisis al que me he dedicado hasta ahora. ¿Qué sucede en una guerra contra el terror cuando la violencia queda fuera de control, cuando ambas partes empiezan a comportarse como el Profesor, obsesionadas con los medios de su lucha e indiferentes a los fines a los que se supone que sirven esos medios? Hasta ahora he argumentado como si los terroristas y los estados que luchan contra ellos impusieran un control sobre los medios que emplean en función de los fines que persiguen. Los que recurren a la violencia política lo hacen en nombre de la libertad y la autodeterminación, en defensa de los oprimidos. Los que luchan contra el terrorismo, por su parte, luchan para defender los principios del Estado. Si nos basamos en estas suposiciones, es posible imaginar que el deseo de ambos bandos sería no empañar los fines que persiguen con los medios que emplean. Los valores que están encargados de defender podrían persuadir a los interrogadores que trabajaran para los estados democráticos liberales de que el uso de la tortura traiciona la mismísi

ma esencia del Estado. Los terroristas que justificaran las matanzas de civiles como el mal menor podrían ser persuadidos de alejarse del terror si se les pudiera demostrar que se pueden conseguir las mismas metas por medios pacíficos. Si asumimos que tanto el terror como la lucha contra el terror son fenómenos políticos, impulsados por metas e ideales políticos, sería posible imaginar que estas metas impedirían a ambas partes caer en una espiral de mutua consolidación de la violencia.
 ¿Y si estas suposiciones no son verdaderas? ¿Qué sucede cuando la violencia política deja de estar motivada por ideales políticos y pasa a estar motivada por las fuerzas emocionales que Conrad entendió tan bien: resentimiento y envidia, codicia y sed de sangre, violencia por la violencia misma? ¿Qué sucede cuando la lucha antiterrorista, asimismo, deja de estar motivada por los principios y pasa a estar motivada por la misma obsesión de impulsos emocionales?
 Una cosa es sostener que el terrorismo debe ser entendido políticamente y otra pretender que los objetivos políticos son los que determinan siempre las acciones de los terroristas. Es posible que motivos mucho más bajos, los que animaban al Profesor, sean los que necesitemos entender, si es que queremos hacernos una idea de por qué es tan frecuente que las metas nobles sean traicionadas por aquellos que piensan que están haciendo un servicio a esos objetivos. Lo mismo puede ocurrir con los agentes enviados para apresar a gente como el Profesor. Pueden estar dirigidos por códigos y valores que nada tienen que ver con los de la sociedad a la que están representando: los códigos de lealtad a los suyos propios de los guerreros, los valores de venganza y la pura emoción de infundir temor en otros.
 En este capítulo me propongo estudiar la violencia como nihilismo y trataré de explicar las razones por las que tanto el terror como la lucha contra el terror pueden convertirse en fines en sí mismos y las razones por las que muchas guerras contra el terror degeneran en una espiral de violencia. Ya he sugerido una razón por la cual podría suceder esto: los terroristas tratan de provocarlo deliberadamente para entrar en el ciclo de decisión del Estado al que se oponen y empujarlo hacia una opresión cada vez más brutal. La meta del terrorista es erosionar la identidad moral del Estado y su voluntad de resistencia y forzar a una población sometida a abandonar la obediencia a su gobierno. Si ésta es una meta política explícita de la mayoría de las estrategias terroristas, es vital que los líderes de los estados democráticos eviten caer en la trampa.
 Pero es más fácil decirlo que hacerlo. Lo que necesitamos explicarnos es por qué las guerras contra el terror se escapan del control político, por qué caen en la trampa que ponen los terroristas, pero también por qué los propios terroristas pierden el control de sus campañas e imponen terribles pérdidas a los de su propio bando antes que reconocer la derrota. Para explicar estas características sombrías, tenemos que desplazarnos de la política y el derecho a la psicología del nihilismo.
  Vamos a explicar primero lo que es el nihilismo. El nihilismo significa literalmente no creer en nada, la pérdida de cualquier límite o de un conjunto de metas que sirvan de inspiración. No quiero utilizarlo en ese sentido literal ni dar a entender que los terroristas o los que luchan contra los terroristas no creen en nada. Tanto unos como otros pueden empezar con altos ideales y perderlos en la carnicería de la lucha. Estoy utilizando la palabra, ante todo, para captar una forma de alienación en la cual ambas partes de la guerra contra el terror pierden de vista sus propios objetivos. Los medios coercitivos dejan de servir a determinados fines políticos y se convierten en fines en sí mismos. Tanto los terroristas como los que luchan contra los terroristas terminan atrapados en una espiral descendente de brutalidad que se refuerza mutuamente. Esta es la trampa ética más grave que nos espera en la larga guerra contra el terror que se extiende ante nosotros.
Resultado de imagen de el mal menor ignatieff La palabra nihilismo se emparejó por primera vez con el terrorismo en la década de 1860, en la Rusia de los zares. Dostoievski y otros la utilizaron para describir la visión de mundo de los terroristas dirigidos por Serguéi Nechaev, cuyo Catecismo de un revolucionario establecía un programa para la toma del poder. Nechaev promovía deliberadamente los actos de salvajismo para incitar al régimen zarista a un enfrentamiento sangriento. El nihilismo significaba originalmente un odio agresivo hacia las sofocantes e hipócritas convenciones burguesas. Sin embargo, el programa de los nihilistas no era literalmente nihilista, ya que se suponía que la destrucción preparaba el camino para la construcción de una sociedad justa sobre las ruinas de la sociedad antigua. Pero los adversarios de estos grupos aprovecharon el epíteto, argumentando que sus métodos destructivos menoscababan sus ideales sociales redentores. Los grupos que aceptaron el nihilismo como denominación lo hicieron porque captaba su absoluto rechazo del orden social existente. Al final, uno de esos grupos asesinó al zar liberador, Alejandro II, en 1881.
  No es casualidad que el mejor retrato literario del terrorismo como nihilismo sea ruso: el que hace Fiódor Dostoievski en Los poseídos, publicada en 1871. La novela narra la historia de una pequeña célula terrorista liderada por el carismático Stavrogin y el malvado embaucador Verkovenski, que se hacen con el poder en una pequeña ciudad rusa, consiguen el apoyo de los liberales crédulos que se detestan a sí mismos y luego desencadenan una serie de saqueos y destrozos que dejan edificios quemados, inocentes muertos y un miembro del grupo terrorista, que se había retractado, asesinado. Este último asesinato es la clave moral del significado del relato, ya que es el único que cree en los ideales políticos por los cuales se ha desatado la violencia. Debido a esto, parece decir Dostoievski, él es el único que se da cuenta de que los fines se han apoderado de los medios. Él paga con la vida su reconocimiento moral y su intento de denunciar al grupo y marcharse.
 Dostoievski, que había participado en un grupo conspirador, fue, como Conrad después de él, un maestro de la psicología del terrorista. Pero su retrato del terrorismo dependía de una elaborada crítica metafísica de la modernidad en la cual el terrorista se convertía en la expresión patológica de una sociedad que había perdido la fe compartida en Dios y se había rendido a un individualismo estrecho y cruel. El terrorismo, en el análisis de Dostoievski, es la imagen especular de la sociedad nihilista que los terroristas quieren destruir.
 No tenemos que aceptar las reflexiones apocalípticas de Dostoievski sobre la modernidad o creer, como él parecía implicar, que cuando las sociedades modernas son golpeadas por el terror están consiguiendo lo que se merecen. Podemos dejar estos pensamientos a un lado y en su lugar concentrarnos en la incomparable agudeza del retrato que hace el autor ruso del nihilismo como estado mental. En la novela, los terroristas sueltan la perorata retórica de los políticos revolucionarios, pero su retórica está tan vacía como sus almas. El mal llena su vacío espiritual. Lo que les atrae es el extremismo en sí. Esto es el nihilismo en un segundo sentido, la incredulidad cínica en las metas que uno manifiesta en apariencia. Al situar la acción en una pequeña localidad en vez de situarla en Moscú o San Petesburgo, Dostoievski quiere recalcar la inutilidad política del ejercicio: quemar un remoto pueblo ruso difícilmente va a iniciar la revolución por todo el Imperio ruso. Pero eso no parece importar a los conspiradores, que están enamorados de la conspiración en sí misma.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Santillana Ediciones Generales, 2005, en traducción de María José Delgado, pp. 151-156. ISBN: 84-306-0558-4.]

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