Buena suerte, chicas
«En internet, me encuentro por casualidad con una carta firmada por Antonin Artaud. Una carta de ruptura, de alejamiento en todo caso, dirigida a una mujer que él declara haber amado. Comprendo que, en detalle, su historia debe ser complicada. Pero, al final, la cosa queda así: "Necesito una mujer que sea únicamente mía y que pueda encontrar en mi casa en todo momento. Estoy desesperadamente solo. Por la noche, no puedo volver a un habitación solo, sin que ninguna de las facilidades de la vida me sea accesible. Necesito un interior, y lo necesito urgentemente, y una mujer que se ocupe sin cesar de mí hasta en los detalles más ínfimos. Una artista como tú tiene su propia vida y no puede hacer eso. Todo lo que digo es de un egoísmo feroz, pero así es. Ni siquiera es necesario que esa mujer sea muy guapa, tampoco quiero que tenga una inteligencia excesiva, ni que reflexione demasiado. Basta con que esté atada a mí".
Desde que soy niña, después de Goldorak y Candy, que pasaban en la tele a la salida del colegio, me apasiona invertir las cosas, simplemente para ver lo que pasa.
"Necesito un hombre que sea únicamente mío y que pueda encontrar en mi casa en todo momento". Esto suena inmediatamente muy distinto. El hombre no está ahí para quedarse en casa, ni para ser poseído. Incluso si yo necesitara o quisiera un hombre que fuera únicamente para mí, todo me aconsejaría moderar mis ardores y, al contrario, consagrarme completamente a él. No es la misma historia. No hay nadie a mi alrededor que haya sido asignado, políticamente, a sacrificar su vida para hacer la mía más confortable. Esta relación de utilidad no es recíproca. Del mismo modo, yo no podría escribir de un modo sinceramente egoísta: "Necesito un interior, y lo necesito urgentemente, y un hombre que se ocupe sin cesar de mí hasta en los detalles más ínfimos". Si encontrara a un hombre así, sería porque tengo medios para pagarle un sueldo. "Ni siquiera es necesario que ese hombre sea muy guapo, tampoco quiero que tenga una inteligencia excesiva, ni que reflexione demasiado. Basta con que esté atado a mí".
Mi poder no reposará nunca sobre la sumisión de la otra mitad de la humanidad. Un ser humano de cada dos no ha venido al mundo para obedecerme, ocuparse de mi interior, cuidar de mis hijos, gustarme, distraerme, confortar el poder de mi inteligencia, procurarme reposo después de la batalla, dedicarse a alimentarme bien... y es mejor así.
En la literatura femenina, los ejemplos de confrontación o de hostilidad contra los hombres son rarísimos. Censurados. Yo pertenezco a ese sexo que ni siquiera tiene derecho a tomárselo mal. Colette, Duras, Beauvoir, Yourcenar, Sagan, toda una historia de escritoras que juegan a mantener un perfil bajo, a dar la razón a los hombres, a disculparse por escribir repitiendo cuánto les aman, les respetan, les adoran y que, sobre todo, no quieren -pese a lo que escriben- echarlo todo por la borda. Todas sabemos que, en caso contrario, la manada se ocupará cuidadosamente de darnos nuestro merecido.
Año 1948, Antonin Artaud muere. Genet, Bataille, Breton; los hombres explosionan los límites de lo decible. Violette Leduc comienza a redactar lo que se convertirá después en Teresa e Isabel, un texto magistral. Beauvoir al leerlo escribe inmediatamente: "Es imposible publicarlo. Es una historia de sexualidad lesbiana tan cruda como las de Genet".
Violette Leduc edulcora el texto, que Queneau rechaza rápidamente: "Imposible publicarlo abiertamente". Habrá que esperar a 1966 para que Gallimard lo edite.
Yo pertenezco a ese sexo, el que debe callarse, al que todos acallan. Y que debe tomárselo con cortesía, una vez más, jugar a mantener un perfil bajo. A riesgo de que te borren del mapa. Los hombres saben mejor que nosotras lo que podemos decir sobre nosotras mismas. Las mujeres, si quieren sobrevivir, tienen que aprender a entender las órdenes. Que no me vengan a contar que las cosas han evolucionado tanto y que ya no es lo que era. A mí no. Lo que yo he soportado por ser mujer escritora es el doble de lo que un hombre soporta.
Simone de Beauvoir empieza las Cartas al Castor con esta primera carta que le escribe Sartre: "¿Querría usted ser tan amable y llevar mi ropa sucia (en el cajón inferior del armario) a la lavandería esta mañana? Dejo la llave puesta en la puerta. La amo tiernamente, mi amor. Ayer tenía usted una carita tan mona al decir: 'Ah, usted me ha mirado, me ha mirado' y, cuando lo pienso, se me rompe el corazón de ternura. Adiós, cariñito". Démosle la vuelta a todo, démosle la vuelta a la ropa sucia y a la carita tan mona. Así entenderemos mejor de qué sexo somos, el sexo de la ropa sucia de los otros, el de las caritas monas.
Como escritora la política se organiza para ralentizarme, para discapacitarme, no tanto como individuo sino más bien como mujer. Y esto no es algo que yo me tome con agrado, filosofía o pragmatismo. Puesto que se me impone, lo asumo. Lo hago con rabia. Sin humor. Incluso cuando agacho la cabeza y escucho todo aquello que no quiero oír porque no tengo otra alternativa. No tengo intención de disculparme de lo que se me impone, ni de aspirar a encontrarlo formidable.
Angela Davis habla de la esclava negra americana: "Ella había aprendido a través del trabajo que su potencial de mujer era equivalente al del hombre".
El sexo débil, eso siempre ha sido una broma. Podemos despreciar todo lo que queramos a las mujeres negras que vemos mover el culo con una eficacia perturbadora en los clips de 50 cents., podemos compadecerlas pensando que se las utiliza y degrada como mujeres: son hijas de esclavas que han trabajado como los hombres, a las que se ha azotado como a los hombres. Angela Davis: "Pero a las mujeres no sólo se les azotaba y mutilaba, también se les violaba". Preñadas a la fuerza y obligadas a criar sus hijos solas. Pero sobrevivieron. Lo que las mujeres han recorrido no es sólo la historia de los hombres, como los hombres, sino su propia opresión específica. Una historia de una violencia inaudita. De ahí que surja una proposición simple: iros todos a tomar por el culo, con vuestra forma condescendiente de mirarnos, con vuestras simulaciones de fuerza garantizadas por el colectivo, vuestra protección puntual o vuestra manipulación de víctimas para las que la emancipación femenina sería algo difícil de soportar. Lo que sigue siendo difícil es ser mujer y aguantar todas vuestras estupideces. Las ventajas que vosotros sacáis de nuestra opresión en realidad son trampas. Cuando defendéis vuestros derechos masculinos, sois como los empleados de un gran hotel que se creen los propietarios de la finca... siervos arrogantes, eso es lo que sois.»
[El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House Editorial, 2018, en traducción de Paul B. Preciado. ISBN: 978-84-397-3399-7.]
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