XX
«Éramos una familia, al margen de todas las advertencias. Todos los camaradas se afanaban en el banco de zapatero o trabajaban en los cafés, sólo nosotros danzábamos por nuestra pequeña cocina, aunque no teníamos ninguna razón para hacerlo. Los otros fabricaban bombas de bicicleta, tampones y cepillos para los zapatos, sólo nosotros no fabricábamos nada y bastaba vernos para darse cuenta de ello. Hablábamos sin cesar por el placer de conversar, en lugar de callar y escuchar a otros aunque fueran más tontos que nosotros. El abuelo siempre le decía las cosas a la cara a la gente, lo que era un grave error. Mamá solía citar acontecimientos históricos terribles, aunque fueran ciertos, en lugar de olvidarlos y sustituirlos por sucesos bellos que no hubieran ocurrido jamás. Nuestra visión del futuro a menudo era imprecisa como consecuencia de los libros que habíamos leído en el período anterior, y eso era culpa nuestra, imposible de reparar. Nos enseñaban que lo mejor para el organismo humano era estar de pie mientras íbamos en tranvía, comer sin sal y dormir en un colchón duro, pero nosotros no nos lo creíamos aunque habríamos debido hacerlo. Seguíamos leyendo voluminosas novelas, casi siempre sin ilustraciones, en lugar de llevarlas a una institución para los niños ciegos, que no podrían estropearlas. Nos advertían que no utilizáramos objetos estúpidos de los viejos tiempos, como el paraguas, el dentífrico, etcétera y nosotros nos obstinábamos en hacerlo aunque no teníamos ninguna justificación. Nos habían rogado que espiáramos lo que hacían los enemigos en el vecindario, pero nos negamos debido a nuestra innata estupidez, y así permitimos que las actividades hostiles continuaran hasta límites insospechados. Habíamos visto escenas tremendas durante la expulsión del señor profesor de su piso, al que vino a instalarse uno de nuestros camaradas, pero lo peor es que se lo habíamos contado a todo el mundo. El camarada Jovo Sikira nos había explicado muy bien que no habíamos visto lo que habíamos visto, pero no le hicimos caso y eso tuvo consecuencias indeseables. Nunca pudimos comprender que algunos sucesos no habían sucedido porque no estaban previstos, y eso se debía a nuestra costumbre de verlo todo. El camarada Jovo Sikira nos había enseñado que sólo sucedía lo que estaba bien que sucediese, mientras que lo demás no, pero el abuelo preguntó enseguida: "¿Cómo es posible?" Y así lo estropeó todo. Antaño pensábamos que una familia de siete miembros valía más que un teniente joven, con el brazo herido y vendado, y de ningún modo ahora podíamos convencernos de lo contrario. Mi madre observaba a menudo el reparto de pan blanco, procedente de una tienda especial, a las familias de oficiales, y por eso mencionaba a la vecina Darosava y su puterío, lo que en realidad no tenía nada que ver. Muchas veces habíamos relacionado las cosas más importantes de la evolución histórica con el puterío insustancial y los juegos de cartas en el vecindario, sin que hubiera ninguna necesidad. A mí me habían rogado amablemente que anotara todo lo que Voja Blosa decía en la clase de geografía y en otras, y yo sólo había memorizado su mensaje a la capitana del puerto fluvial: "Cógeme por el mango de mi barriga", lo que a nadie le importaba. Me acordaba muy bien de lo que nuestro secretario Simo Tepcija nos había impuesto como deberes, pero me empeñé en hacer lo mismo el día siguiente, cuando los deberes eran otros completamente distintos. Yo le pregunté: "¿Cómo es posible que el camarada Abas ayer fuera nuestro mejor camarada y hoy sea un cerdo enemigo?" Cosa que no debería haber preguntado. Yo explicaba todo el rato la vida del camarada León Trotski, según las recomendaciones del camarada Abas, aunque ellos me habían dicho alto y claro: "Ése no ha existido en absoluto". Nosotros recordábamos los peores ejemplos de nuestras vidas y de las ajenas, en lugar de salir de paseo y olvidarlo todo para siempre. Nos interesábamos a menudo por la suerte que habían corrido algunos camaradas que se habían sentado en nuestra cocina y más tarde no habían vuelto a aparecer, aunque no debiéramos hacerlo. Nos asustábamos muchas veces por los grandes cambios, sucedidos de la noche a la mañana, en relación a varios estudiantes y sus destinos, y eso era incorrecto e innecesario. Mamá siempre pronunciaba su imprudentísima frase: "Pero ellos también son personas de carne y hueso", pese a que más tarde se demostró que no era cierto. Nosotros afirmábamos que la mayoría de los hombres eran iguales, pero después establecimos que no era así, ni por el rango, ni por la estatura, ni por el volumen de la cabeza y el del cerebro en ella. Más tarde comprendí que deberíamos haber fundado una comisión que fijara que mi padre empinaba el codo, que mi abuelo chocheaba y que mi tío empleaba expresiones atroces, pero no lo habíamos hecho. Ya antes debería haber escrito todas las historias de mi madre sobre la tuberculosis y otras guarradas de nuestra casa, y no escucharlas con los brazos cruzados. No entendíamos que un camarada calvo con visera tuviera que ser más guapo que Ronald Colman a caballo, pero resultaba que así tenía que ser, y que mis tías no tenían ni idea. Nos asombramos injustificadamente cuando un camarada dijo: "¡Qué buen día hace hoy!" y nosotros no podíamos entender dónde residía la grandeza de esa declaración. El camarada Jovo Sikira trataba de convencernos siempre de que se decía "coferencia" y "famacia", y nosotros se lo discutíamos sin razón y le enseñábamos un libro grasiento que ya no se usaba. Nos obligaron a cantar las canciones más bellas que conocíamos, pero justo entonces murió un importante camarada del que nada sabíamos y por eso justificadamente nos dijeron: "¿Por qué gritan, si todo el país llora?" Habíamos creído que los camaradas no morirían nunca, pero nos engañábamos. Primero me rogaron que describiera algunas historias de mi familia y después, cuando las leyeron, me amenazaron: "¡Ni se te ocurra volver a coger un lápiz!" Yo antes ya había anotado diversos y elevados pensamientos de mi abuelo, de mi tío, y muchos menos de papá. El abuelo encontró los papeles, los cortó con el gran cuchillo de la cocina y los llevó a la bolsa del papel del retrete. Mamá lo consoló: "Alguien le habrá dicho que lo haga". Yo me daba cuenta de muchos fenómenos que se desarrollaban a mi alrededor, pero cuando quería repetirlos en forma de composición escrita, mamá me miraba y siempre me decía: "¡No tienes dos dedos de frente!" Yo me esforzaba mucho para que mi composición fuera como una especie de redacción casera sobre un tema concreto, pero luego tuvieron lugar nuevos sucesos y resultó un lío. A nuestra casa venía gente sin cesar, decían unas palabras y se iban. Entretanto, en casa se hacían distintos trabajos, algunos se hacían todos los días, otros pocas veces. Había que saber diferenciarlos y aprenderlos por su nombre. El abuelo protestó: "Ya no se sabe quién es quién en este manicomio". Todo esto había sucedido anteriormente, luego volvió a empezar desde el principio.
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Minúscula, 2009, en traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pistelek, pp. 143-150. ISBN: 978-84-95587-52-7.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: