martes, 15 de diciembre de 2020

La nave de los muertos.- Bruno Traven (Otto Feige) [1882-1969]

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Libro primero
16

  «Pero no me preocupaba. No andaba buscando trabajo. Además, ¿por qué iba a hacerlo? ¡La primavera había llegado a España!
 ¿Por qué iba a preocuparme de encontrar trabajo? Estaba en este mundo, vivía, estaba vivo y el aire llenaba mis pulmones. La vida era bella, maravillosa; el sol, dorado y cálido; el país, tan idílico que parecía de cuento; la gente, amable aunque vistiera con andrajos; todo el mundo trataba a los demás con cortesía y, sobre todo, se respiraba auténtica libertad. No me sorprende; el país no había tomado parte en la guerra que iba a traer la libertad y la democracia al mundo. Aquí la guerra no había triunfado sobre la libertad y por eso los hombres no la habían perdido. Resulta increíble y ridículo que aquellos países que se precian de ser los más libres no garanticen a sus ciudadanos más que un mínimo de libertad y los mantengan toda la vida bajo su tutela. Cualquier país que presume de la libertad que al parecer existe dentro de sus fronteras me resulta sospechoso. Y cuando veo que a la entrada de un puerto de un gran país han colocado una estatua gigantesca que representa a la libertad, no necesito que nadie me diga lo que ocurre detrás de esa estatua. Cuando uno tiene que ir pregonando a voces: "¡Somos un pueblo de hombres libres!", es que quiere ocultar el hecho de que la libertad se la han dado a los perros o que ha desaparecido entre cientos de miles de leyes, ordenanzas, disposiciones, instrucciones, reglamentos y porras de policía, que la han devorado como si fueran ratas y sólo han quedado los gritos, el eco atronador de los clarines y la figura de una diosa que representa a la libertad. En España no hay nadie que hable de libertad. Conozco un país en el que en cierto momento se habló de la falta de libertad. Recuerdo que fue en una manifestación gigantesca, en la que participó toda la población y los honrados ciudadanos no temían ir detrás de las banderas de los comunistas y los anarquistas, y a éstos tampoco se les caían los anillos por desfilar detrás de la enseña nacional. Era una protesta contra la Policía, que intentaba implantar una especie de registro obligatorio según el modelo prusiano, en el que tendrían que inscribirse todos los ciudadanos. Es decir, lo único que se estaba planteando es que todo ciudadano habría de acudir una vez al año a la Policía para facilitar su nombre, su edad, su dirección y su trabajo. Pero la población se olió enseguida la tostada y supo que aquello no era más que el primer paso para imponer un registro universal.
 Hoy en día nadie ignora lo que representa Alemania en el mundo.
 La guerra que libró contra Inglaterra y América ha sido la mejor propaganda para esta nación y para el trabajo que desarrolla. No son tantos los que conocen Prusia. Cuando uno oye hablar de "Prusia" en América y en tantas otras partes, no la asocia con un Estado ni con unos ciudadanos, la considera un sinónimo de la falta de libertades y de un asfixiante control policial.
 Un día, estando en Barcelona, pasé por delante de un edificio bastante grande del que salían gritos, llantos y gemidos.
 -¿Qué está ocurriendo? -le pregunté a un hombre que andaba por allí.
 -Es una prisión militar -me dijo.
 -¿Y esos gritos tan desgarradores? ¿Qué le están haciendo a esa gente?
 -¿A qué gente se refiere? No son gente. Son comunistas.
 -¿Y han de sufrir de ese modo por ser comunistas?
 -Bueno, a lo mejor no me ha entendido. Los han traído aquí para torturarlos y darles duro.
 -Pero, ¿por qué?
 -Es que son comunistas.
 -Ya me lo ha dicho tres veces.
 -Mire, acabarán con ellos a golpes y esta noche los sacarán y los enterrarán.
 -¿Es que han cometido algún crimen?
Resultado de imagen de la nave de los muertos -No, pero son comunistas.
 -¿Y por eso se les tortura y se les mata a golpes?
  -Por eso y porque quieren cambiarlo todo. Nada les parece lo suficientemente bueno. Quieren convertirnos en esclavos, y que no podamos hacer lo que queramos. El Estado se encargaría de todo y nosotros no seríamos más que sus obreros. Eso es lo que no nos gusta. Queremos trabajar cuando queramos, como queramos, donde queramos y en lo que queramos. Y si no trabajamos y preferimos morirnos de hambre, tampoco queremos que nadie se meta. Los comunistas no lo aceptan, pretenden inmiscuirse en nuestra vida y que el Estado tome las riendas. A mí me parece que hacen bien matándolos a golpes.
 Cada época y cada país, por muy civilizados que sean, persiguen a sus cristianos, queman a sus herejes y torturan a sus brujas. América no trata a sus herejes mejor que España. Lo triste, lo lamentable, aunque también lo más humano, es que aquellos que hasta ayer mismo eran perseguidos, se convierten hoy en los perseguidores más despiadados. Es el caso de los comunistas, que hoy persiguen a otros con la misma crueldad con la que los persiguieron a ellos. Quienes vienen por detrás, quienes se adelantan, siempre son perseguidos. El hombre que emigró a América hace cinco años y obtuvo ayer mismo su segunda carta de ciudadanía es el que hoy grita más desaforadamente: "Cerrad las fronteras, que no entre nadie más". Y sin embargo, todos son emigrantes o hijos de inmigrantes, el presidente incluido...
 ¿Por qué correr en pos del trabajo? Cuando uno va buscar empleo, lo tratan como a un mendigo que viene a dar la lata. "Ahora no tengo tiempo, vuelva usted más tarde". Si alguna vez al trabajador se le ocurre decir: "Ahora no tengo tiempo y, además, no me apetece trabajar para usted", se considera un acto revolucionario, de agitación, un llamamiento a la huelga, un atentado contra los fundamentos que sostienen el bien común, y llega la Policía y regimientos enteros de soldados que se despliegan y colocan ametralladoras. Francamente, algunas veces es menos vergonzoso mendigar pan que pedir trabajo. Y, sin embargo, ¿hay algún skipper que pueda gobernar su barco sin el trabajador? ¿Y algún ingeniero que pueda construir él solo una locomotora? A pesar de que no es así, el trabajador tiene que mendigar el trabajo con el sombrero en la mano, aguantar ahí como un perro apaleado, reírse de los estúpidos chistes que cuenta quien le da trabajo aunque no le hagan ninguna gracia, sólo para tener contento al skipper o al ingeniero o al maestro o al capataz o a quien tenga la autoridad de pronunciar esas poderosas palabras: "¡Está usted contratado!"
 Si tengo que mendigar el trabajo y mostrarme dócil y obediente para conseguirlo, también puedo mendigar las sobras de la comida en una fonda. El cocinero del hotel no me trata con tanto desprecio como la gente a la que le pido trabajo.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2009, en traducción de Roberto Bravo de la Varga, pp. 107-111. ISBN: 978-84-92649-22-8.]
 

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