I.-Desobediencia civil
«¿Cómo
puede estar satisfecho un hombre por el mero hecho de tener una opinión y
quedarse tranquilo con ella?
¿Puede haber alguna tranquilidad en ello, si
lo que opina es que está ofendido? Si tu vecino te estafa un solo dólar no
quedas satisfecho con saber que te ha estafado o diciendo que te ha estafado,
ni siquiera exigiéndole que te pague lo tuyo, sino que inmediatamente tomas
medidas concretas para recuperarlo y te aseguras de que no vuelvan a estafarte.
La acción que surge de los principios, de la percepción y la realización de lo
justo, cambia las cosas y las relaciones, es esencialmente revolucionaria y no
está del todo de acuerdo con el pasado. No sólo divide Estados e Iglesias,
divide familias e incluso divide al individuo, separando en él lo diabólico
de lo divino.
Hay leyes injustas: ¿Nos contentaremos con
obedecerlas o intentaremos corregirlas y las obedeceremos hasta conseguirlo?
¿O las transgrediremos desde ahora mismo? Bajo
un gobierno como el nuestro, muchos creen que deben esperar hasta convencer a
la mayoría de la necesidad de alterarlo. Creen que si opusieran resistencia el
remedio sería peor que la enfermedad. Pero eso es culpa del propio gobierno.
¿Por qué no está atento para prever y procurar reformas? ¿Por qué no aprecia el
valor de esa minoría prudente? ¿Por qué grita y se resiste antes de ser herido?
¿Por qué no anima a sus ciudadanos a estar alerta y a señalar los errores para mejorar
en su acción? ¿Por qué tenemos siempre que crucificar a Cristo y excomulgar
a Copérnico y Lutero y declarar rebeldes a Washington y Franklin?
Se pensaría que una negación deliberada y
práctica de su autoridad es la única ofensa que el gobierno no contempla; si
no, ¿por qué no ha señalado el castigo definitivo, adecuado y proporcionado? Si
un hombre sin recursos se niega una sola vez a pagar nueve monedas al Estado,
se le encarcela (sin que ninguna ley de que yo tenga noticia lo limite) por un
período indeterminado que se fija según el arbitrio de quienes lo metieron
allí; pero si hubiera robado noventa veces nueve monedas al Estado, en seguida
se le dejaría en libertad.
Si la injusticia forma parte de la necesaria
fricción de la maquina del gobierno, dejadla así, dejadla. Quizá desaparezca
con el tiempo; lo que sí es cierto es que la máquina acabará por romperse. Si
la injusticia tiene un muelle o una polea o una cuerda o una manivela
exclusivamente para ella, entonces tal vez debáis considerar si el remedio no
será peor que la enfermedad; pero si de tal naturaleza que os obliga a ser
agentes de la injusticia, entonces os digo, quebrantad la ley. Que vuestra vida
sea un freno que detenga la máquina. Lo que tengo que hacer es asegurarme de
que no me presto a hacer el daño que yo mismo condeno.
En cuanto a adoptar los medios que el Estado
aporta para remediar el mal, yo no conozco tales medios. Requieren demasiado tiempo
y se invertiría toda la vida. Tengo otros asuntos que atender. No vine al mundo
para hacer de él un buen lugar para vivir, sino a vivir en él, sea bueno o
malo. Un hombre no tiene que hacerlo todo, sino algo, y debido a que no puede hacerlo
todo, no es necesario que haga algo mal. No es asunto mío
interpelar al gobierno o a la Asamblea Legislativa, como tampoco el de ellos
interpelarme a mí; y si no quieren escuchar mis súplicas, ¿qué debo hacer yo?
Para esta situación el Estado no ha previsto ninguna salida, su Constitución es
la culpable. Esto puede parecer duro, obstinado e intransigente, pero a quien
se ha de tratar con mayor consideración y amabilidad es únicamente al espíritu
que lo aprecie o lo merezca. Sucede pues que todo cambio es para mejorar, como
el nacer y el morir que producen cambios en nuestro cuerpo.
No vacilo en decir que aquéllos que se
autodenominan abolicionistas deberían inmediatamente retirar su apoyo personal y
pecuniario al gobierno de Massachusetts, y no esperar a constituir una mayoría,
antes de tolerar que la injusticia impere sobre ellos. Yo creo que es
suficiente con que tengan a Dios de su parte, sin esperar a más. Un hombre con
más razón que sus conciudadanos ya constituye una mayoría de uno. Tan sólo una vez
al año me enfrento directamente cara a cara con este gobierno americano o su
representante, el gobierno del Estado en la persona del recaudador de
impuestos. Es la única situación en que un hombre de mi posición
inevitablemente se encuentra con él, y él entonces dice claramente: “Reconóceme”.
Y el modo más simple y efectivo y hasta el único posible de tratarlo en el actual
estado de cosas, de expresar mi poca satisfacción y mi poco amor por él, es
rechazarlo. Mi vecino civil, el recaudador de impuestos, es el único hombre con
el que tengo que tratar, puesto que, después de todo, yo peleo con personas y
no con papeles, y ha elegido voluntariamente ser un agente del gobierno, ¿cómo
va a conocer su identidad y su cometido como funcionario del gobierno o como
hombre, si no le obligan a decidir si ha de tratarme a mí que soy su vecino a
quien respeta, como a tal vecino y hombre honrado o como a un maníaco que turba
la paz? Después veríamos si puede saltarse ese sentimiento de buena vecindad
sin recurrir a pensamientos o palabras más duros e impetuosos de acuerdo con
esa actuación. Estoy seguro de que si mil, si cien, si diez hombres que pudiese
nombrar, si solamente diez hombres honrados, incluso si un solo hombre honrado
en este Estado de Massachusetts, dejase en libertad a sus esclavos y rompiera
su asociación con el gobierno nacional y fuera por ello encerrado en la cárcel
del condado, esto significaría la abolición de la esclavitud de América. Lo que
importa no es que el comienzo sea pequeño; lo que se hace bien una vez, queda
bien hecho para siempre Pero nos gusta más hablar de ello: decimos que ésa es
nuestra misión. La reforma cuenta con docenas de periódicos a su favor, pero
con ningún hombre. Si mi estimado vecino, el embajador del Estado, que va a
dedicar su tiempo a solucionar la cuestión de los derechos humanos en la Cámara
del Consejo, en vez de sentirse amenazado por las prisiones de Carolina,
tuviera que ocuparse del prisionero de Massachusetts, el prisionero de ese
Estado que se siente tan ansioso de cargar el pecado de la esclavitud sobre su
hermano (aunque, por ahora, sólo ha descubierto un acto de falta de
hospitalidad para fundamentar su querella contra él), la Legislatura no
desestimaría el tema por completo el invierno que viene.
Bajo un gobierno
que encarcela a alguien injustamente, el lugar que debe ocupar el justo es
también la prisión. Hoy, el lugar adecuado, el único que Massachusetts ofrece a
sus espíritus más libres y menos sumisos, son sus prisiones; se les encarcela y
se les aparta del Estado por acción de éste, del mismo modo que ellos habían
hecho ya por sus principios. Ahí es donde el esclavo negro fugitivo y el
prisionero mexicano en libertad condicional y el indio que viene a interceder
por los daños infligidos a su raza deberían encontrarlos; en ese lugar
separado, pero más libre y honorable, donde el Estado sitúa a los que no están con
él, sino contra él: ésta es la única casa, en un Estado con
esclavos, donde el hombre libre puede permanecer con honor. Si alguien piensa
que su influencia se perdería allí, que sus voces dejarían de afligir el oído
del Estado, y que ya no serían un enemigo dentro de sus murallas, no saben
cuánto más fuerte es la verdad que el error, cuánto más elocuente y eficiente
puede ser combatir la injusticia cuando se ha sufrido en propia carne. Deposita
todo tu voto, no sólo una papeleta, sino toda tu influencia. Una minoría no
tiene ningún poder mientras se aviene a la voluntad de la mayoría: en ese caso
ni siquiera es una minoría. Pero cuando se opone con todas sus fuerzas es
imparable. Si las alternativas son encerrar a los justos en prisión o renunciar
a la guerra y a la esclavitud, el Estado no dudará cuál elegir. Si mil hombres dejaran
de pagar sus impuestos este año, tal medida no sería ni violenta ni cruel,
mientras que si los pagan, se capacita al Estado para cometer actos de
violencia y derramar la sangre de los inocentes. Ésta es la definición de una
revolución pacífica, si tal es posible. Si el recaudador de impuestos o
cualquier otro funcionario público me preguntara –como ha sucedido–: “Pero,
¿qué debo hacer?”, mi respuesta sería: “Si de verdad deseas colaborar, renuncia
al cargo”. Una vez que el súbdito ha retirado su lealtad y el funcionario ha
renunciado a su cargo, la revolución está conseguida. Incluso aunque haya
derramamiento de sangre.»
[El texto pertenece a la edición en español de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (Méjico), 2014, pp. 40-44. ISBN: 978-607-8332-78-6.]
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