Libro tercero: Ana Bolena
XIV
«Mientras tanto, Enrique celebraba una entrevista con Catalina. La idea del inevitable encuentro habíale preocupado bastante; pero no era posible arreglar el asunto de otro modo. Catalina seguía viviendo en el Palacio Real, presentándose por doquier en compañía del Rey y representando en todo momento el papel de Reina. Es casi seguro, sin embargo, que alguna amiga tendríala advertida de lo que se tramaba, pues en la regia mansión resultaba muy difícil guardar un secreto.
Pero Enrique era un hombre sencillo y un espíritu religioso. De rodillas ante su confesor, éste le había asegurado que su conducta merecía la aprobación de Dios. Cierto que su amor hacia Ana y su decisión a solicitar el divorcio eran anteriores a la consulta divina; sin embargo, Enrique había sido previsor. Ya en 1523, su confesor espiritual, Longland, le había dicho que cometería un pecado mortal si seguía viviendo con Catalina. ¿Acaso no era prueba concluyente de lo pecaminoso de su unión la triste suerte que padecían sus hijos? Para aquel clérigo, la existencia de María, por ser hembra, no tenía importancia. Enrique, ahogando bajo innumerables capas de defensa teológica una leve duda que dormía en el fondo de su conciencia, se declaró convencido. Y murmurando oraciones y fortaleciendo su espíritu con la declaración, mil veces repetida, de que obedecía la voluntad de Dios, fue en busca de su esposa.
Una vez en la estancia de la Reina lanzó un breve discurso, para demostrar que estaban viviendo en pecado mortal y que era imposible que de allí en adelante se les viera juntos. Catalina no tendría más remedio que retirarse a algún lugar alejado de la Corte. El Rey habló con resolución no desprovista de ternura. Catalina le escuchó y rompió a llorar. Su llanto era expresión natural del sentir de una mujer buena enfrentada con la necesidad de separarse de otro ser al cabo de muchos años de vida en común. En cuanto a lo demás, no tardó en izar su bandera frente al enemigo. Ella sabía cómo debía contestar a los argumentos en que apoyaba Enrique su demanda de separación. Ya en el año 1502 había contestado a la interrogación de su propia alma. También ella tenía una conciencia dinástica y como los escrúpulos del Rey eran infundados no había razón para obligarla a salir de la Corte, abandonando sus deberes.
Enrique no supo qué contestar. No le era posible decir que las razones verdaderas de su petición no eran los escrúpulos dichos, sino el amor de Ana y el deseo de tener un heredero varón. Confuso, malhumorado y silencioso, escuchó a su mujer, y de pronto, dando por terminada la entrevista, luego de rogarle que no hablara con nadie del asunto, salió de la estancia. Ni Ana ni su confesor le habían preparado para aquella súbita aparición de escrúpulos antagónicos.
XV
De todos modos, el gran problema entre el marido y la mujer estaba ya planteado.
Claro es que nadie dábase por entendido de que la clave de todo ello hallábase en el deseo, muy humano, de Enrique de sustituir con una mujer joven y fresca a la esposa agostada y marchita. Ni la cultura medieval, base de la vida moral de Enrique, ni su firme e ingenua fe en la regia autoridad, ni la ficción de su propia importancia dinástica hubieran podido sobrevivir a una clara exposición de hechos, a un análisis concienzudo. Guardando silencio, el Rey podía seguir creyendo que era un hombre de moral verdaderamente superior.
Y cuando una persona tiene esa creencia, cuando no se estudia a sí misma por creer que la autoinspección es innecesaria, tratándose de un "Defensor de la Fe", Caballero de la Jarretera, Miembro del Toisón de Oro y otro sinfín de títulos, que convierten al ser humano en un caballero automático, no es grato ni fácil descender de las alturas a que elevan esos escrúpulos, aunque tengan sus raíces en la misma tierra. Los títulos se otorgan para siempre. El que los posee no puede permitirse el lujo -que está al alcance del bárbaro- de llamar por su nombre a las intenciones naturales, ni de elegir a sabiendas las que le resultan más gratas, menos crueles y bajas.
A Enrique no se le pasó jamás por el magín la posibilidad de que él pudiera ser un bárbaro, ni aparecer como hombre cruel o liviano. Era, a su entender, un ser de moral superior, y, por lo mismo, hablaba con aquella insistencia de los escrúpulos que había provocado en su ánimo el haberse casado con la viuda de su hermano y el haber vivido con la hermana de su actual prometida. Esos escrúpulos estaban destinados a ser el eje de la contención entre Enrique y Catalina, en la que había de actuar como árbitro un Papa agonizante.
El asunto, planteado en esta forma, ofrecía a la Reina una salida mucho más airosa que la que se hubiera desprendido de una simple rivalidad amorosa entre Ana y ella. Aceptando los términos ofrecidos por Enrique, existía la posibilidad de apelar a todos los recursos de la casuística. En efecto, en los seis años que siguieron el Rey hubo de conquistar paso a paso el terreno, desplegando para ello todas sus fuerzas, buscando la colaboración de los Legados, la Rota, las Universidades europeas, la Imprenta, un Consejo eclesiástico que se propuso a tal fin, la diplomacia de Francisco, las propias autoridades eclesiásticas y el Parlamento. Todo ello a fin de lograr el deseado divorcio sin apartarse de la Santa Iglesia Católica.
Catalina, por su parte, podía encargar a los embajadores, los cardenales, los magnates y el Emperador la tarea de oponer resistencia a los ataques de Enrique con asistencia de la ley canónica, la opinión pública, la tradición papal y los expedientes del Papado. Merced al orgullo y el férreo tesón de esta mujer, la fuerza de su pasión y de su convencimiento, vióse obligado el Rey a escoger entre prescindir del divorcio o apartarse de la Iglesia.
Lo que empezó como un mero episodio amoroso vióse de pronto convertido en una cuestión pública de trascendental interés, en una elección de vital importancia. El sexo deshizo a Roma. El afán del Papado de dominar a través de un instinto despertó otra fuerza imperativa. El inglés no había de resultar menos terco que la mujer española y el Prelado italiano, y si de un lado hallábase una madre luchando por los intereses de su hija, del otro estaba un hombre decidido a lograr una nueva experiencia dentro de los límites legales. Una vez resuelto a divorciarse, el Rey había de perseguir su objetivo como un toro acuciado por perros.
Indolente y despreocupado de suyo, tornóse en un ser astuto, incansable, temerario y capaz de mantenerse en una calculada inactividad, que de por sí bastaba para dar a entender que, al fin y a la postre, no había de importarle un ápice el destronar al Papado en Inglaterra.
A medida que se intensificaba la lucha, Enrique dejaba de ser un adolescente. Su respeto deferente hacia la ley convirtióse en estimación de la fuerza de ésta. Su juventud pomposa y aficionada a la ostentación trocóse en una madurez razonadora y equilibrada. Y lo que había empezado por ser un choque entre dos personalidades acabó siendo una lucha de intereses, una guerra de instituciones y una batalla de mentiras.
Como monstruos sobre cuyos lomos se hubieran erigido dos pagodas rivales, el Rey y la Reina se enfrentaron, llevando cada cual la carga de sus argumentos.
Pero los escrúpulos de conciencia de Enrique rebasaron la raya de lo normal, convirtiéndose en un edificio de ficciones, erigido, piso sobre piso, con la exclusiva intención de mantener su causa y dar a sus arcabuceros ocasión de disparar contra el enemigo. De su amor por Ana había surgido la necesidad de un divorcio que, para ser legal, exigía la creación de una nueva política en el extranjero, un nuevo Concejo al interior, una nueva jerarquía, una nueva Iglesia, un nuevo Canciller y una nueva esposa.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Juventud, 2006, pp. 179-182. ISBN: 84-261-5824-2.]
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