El invierno
El tiempo
«Y pasó el tiempo. El tiempo se hizo dueño de la situación. Los días se extendían y los años se propagaban como un mal contagioso más allá de cualquier poder mortal. Las gentes apenas alcanzaban a iniciar a medias aquello que emprendían, y lo que entreveían acabado en la distancia el tiempo se lo arrojaba a los pies cual mamarracho. Y ya habían transcurrido años y días; los viejos hablaban de todo ello como de un recuerdo. […]
Gustaf Trolle recibió una herida mortal en la batalla de Oksnebjaerg y cayó. Se desplomó en tierra cuan largo era con todo su armamento, cubierto de hierro de la cabeza a los pies, sintiéndose interiormente dividido entre el dolor y la dicha. Al repasar, con la herida mortal in mente, su vida y sus acciones, se sintió poseído por una intensa rabia al verlas así cercenadas; mas la conmoción hizo tal mella en él que, fatigado y mísero, acogió con agrado su reposo. Pero tenía un sentido su final, pues venía a poner un justo término a toda una serie de sinrazones. Ningún remordimiento lo asaltaba fuera del remordimiento de las cosas nunca hechas. Allí yacía, tan lejos como al principio pese a haber llegado a ser un hombre anciano. Se había quedado solo por defender una causa y solo terminaba. El círculo de su vida se cerraba sin cabida para otra cosa que provisionalidad y carencias. Se podría decir que en aras de un objetivo por lo demás desconocido se había aislado y enfrentado a todo ser viviente. Al sentirse en manos del destino, Gustaf Trolle saboreó al fin la dulzura de la sumisión y permaneció echado, caliente y dócil; al sentir las fiebres de la muerte se entregó por vez primera en su vida.
[…]
Tras la batalla de Oksnebjaerg, Fionia vio muy quebrantada su resistencia. Los selandeses pasaron a ser los únicos en dejar su vida y propiedades en manos del rey Christian, pero una vez que ellos también quedaron doblegados, Johan Ranzau conquistó todo el país. Se había visto a ir arrancando una región tras otra igual que se ha de arrastrar a un caballo testarudo pata por pata para moverlo del sitio. Los mismos daneses que diez años atrás abandonaran al rey eran ahora del parecer de que era preferible traerlo de vuelta o morir. En Dinamarca eran igual de veleidosos que de tercos. Copenhague resistió un sitio de un año. En sus últimos meses sus habitantes se vieron reducidos a los más bajos extremos que puede conocer un ser humano; al principio se resignaron a comer los infames alimentos de albañaleros y paganos, caballos, gatos y perros, después hubieron de contentarse con la misma comida de las más viles bestias comedoras de gusanos, los ratones y escarabajos; por último se hartaron como animales de carroña y otros deshechos. Los niños morían al pecho de sus madres como siempre que hay una auténtica hambruna, tampoco faltaban quienes se desplomaban muertos según iban caminando. Y después de sacrificarse y sufrir tan indecibles padecimientos por conservar la ciudad para el rey, cuando ya no quedaba penuria que no hubiesen pasado ni tormento que no hubiesen probado, la ciudad se rindió para coronar así la infructuosidad de todo ello.
Ambrosius Bogbinder, el amigo de la infancia del rey Christian que jamás había sabido de mesura en su celo por la causa del monarca, ¡tomó veneno! Con un silbido, su vida y su energía volvieron sobre sí mismas como la trayectoria que describe un bumerán.
Al año siguiente moría desterrado en Lübeck Jens Andersen Beldenak. Se serenó en sus últimos años abrumado por el peso de la edad; además, era un lisiado. Jens Andersen, que jamás le había perdonado la vida a nadie, fue generosamente maltratado por sus enemigos apenas se acercó a ellos lo bastante. Era un hombre anciano cuando saciaron su sed de venganza con lentos y terribles suplicios a su persona. Las chanzas aceradas que en sus días lozanos disparaba contra todo hijo de vecino recalaron en su cuerpo cuando quedó lisiado. Una vez caído en desgracia, aquel servidor de Dios fue puesto en cueros, embadurnado de miel y abandonado al sol como blanco de moscas y mosquitos. ¡Qué espectáculo su figura gigantesca rapiñada por la edad, desnuda y a merced de los insectos! ¡Ése era el gran obispo y soldado, el infatigable tratante de bueyes, sibarita y hombre de leyes! ¡Ése era el nigromante, el adepto que hacía conjuros con el libro en el pomo del arzón! El tiempo había renegado de él, el tiempo lo había abandonado. Ese despojo fue otrora un indómito intelectual y un intrigante. Donde ahora humeaba una tenue fumarada, antaño se alzaba una hoguera de apetitos.
Jens Andersen, hijo bastardo de natura con los talentos de un rey y una cabeza que albergaba la más feliz conjunción de teología y derecho jamás vista en Dinamarca. Él, que de acuerdo con su época era un eminente esteta, supo resumir su vida y su filosofía en dos breves poemas latinos. Uno de ellos era un parco epitafio. El otro presentaba en una pila de dísticos descarnados el inventario de sus torturas.
¡Pero cuánta verdad había en los huesudos poemas de Jens Andersen! Sus versos parecían el esqueleto de la historia de la humanidad. Dos de ellos recrujen así: Os, dentes, nares, genitalia, brachia dantur / Torturis, quibus adjunge manusque pedes*.
Entretanto el rey llevaba ya muchos años prisionero en Sonderborg. Desde la batalla de Aalborg, Mikkel Thogersen compartía cautiverio con su señor y recibía por ello seis marcos de Lübeck al año.
Ahora que contaba con un puesto fijo como prisionero en compañía del monarca, se veía obligado a llevar una existencia tranquila. Siempre había sentido que su suerte corría pareja a la del rey. En cierto modo, habían ido juntos por el mismo camino. ¡Cuánto más se aproximaba Mikkel al rey, más abajo caía éste!»
*Se someten a torturas la boca, los dientes, las narices, los genitales, los brazos y a todo esto añade las manos y los pies. (N. del T.)
[El texto pertenece a la edición en español de Nórdica Libros, 2007, en traducción de Blanca Ortiz Ostalé, pp. 258-262. ISBN: 978-84-935578-7-4.]
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