En casa de Selma Lynge en diciembre
«Justo antes de Navidad. He dado dos clases más con Selma Lynge. Se han convertido en un ritual. Primero llego a su casa y me descalzo, hoy chorreando a causa de la nieve aguada. Luego al genio, al filósofo, ella le manda a por pan al centro. Después bebemos té y chisporroteamos sin tapujos. Ella quiere saber más acerca de lo que siento por Anja Skoog. Cuando ha pasado media hora me pide que me siente al piano.
Toco para ella. Piezas sencillas. La muchacha del pelo de lino, La catedral sumergida. Ella se acerca por detrás. Espero sentir sus manos en mis hombros, su respiración en mi oreja, sus inteligentes sugerencias, tan evidentes pero en las que yo nunca había reparado. Siempre desea que toque más lento. Bien, cuanto más lento más tiempo a mi disposición.
-Deja que las quintas repiquen, Aksel. ¿Lo sientes? Sientes lo que yace en las profundidades. Los ecos. De un pasado, de sucesos y vivencias. Sólo tú puedes hacer que emerjan de donde han sido sumergidas. ¿Es la catedral? ¿Tu madre? ¿Anja Skoog?
Me percato que nombra a Anja entre lo que yace en las profundidades. Cuando acabo la última clase, me atrevo a preguntarle con el máximo cuidado de que soy capaz:
-Anja te adora. Tú la conoces mejor que yo. ¿Tenemos alguna razón para preocuparnos por ella?
Ella había pensado dar la clase por terminada. Pero ahora agudiza los oídos y me pide que vuelva a sentarme.
-Anja vive en su propio mundo -dice-; ¿No lo habías notado?
-Sí, ¿pero cuál es ese mundo?
Selma Lynge se encoge de hombros.
-Eso sólo lo sabe ella.
-¿No te inquieta? ¿No está demasiado delgada?
Sacude la cabeza.
-¿Por qué iba a inquietarme? Sólo pasa aquí, en Noruega, que los grandes talentos deben comportarse como si fuera al Instituto de Comercio. Convertirse en un gran artista, Aksel, no es ninguna obviedad. Aunque uno tenga mucho talento y se esfuerce el triunfo no está asegurado. En mi juventud, en Munich, teníamos claro que vivíamos al límite de lo permitido. La realidad, en la que todos estábamos inmersos, podía desaparecer ante nuestros ojos. Unos se ahogaban en alcohol, otros permanecían pegados al taburete ensayando veinte horas de una tirada. Si se persigue lo extremo, necesariamente hay que volverse un poco excéntrico. Por eso te nombré Glenn Gould la primera vez que estuviste aquí. Un hombre que toca cruzando las piernas es sin lugar a dudas bastante excéntrico. En muchas ocasiones ha actuado tan al límite del decoro que muy bien podría habérsele adjudicado una plaza en un psiquiátrico. Es un hombre que escupe a Mozart, que dice que el músico murió más bien demasiado tarde que demasiado pronto. Pero el Mozart de Gould es de un frío helado. Me topé con Gould una vez, en Toronto. Fue en un simposio. Por fortuna me ahorré tener que tocar para él, pues desde el primer momento intentó asesinarme verbalmente. Me sometió a un interrogatorio sobre mi repertorio musical y acto seguido lo defenestró. ¿Por qué escogí esta sonata? Otra hubiera sido mucho mejor. ¿Y por qué tocaba el Concierto en Si menor bemol de Brahms? El primero en Re menor era mucho más interesante. Habló por los codos. Un machista hijo de puta, ni más ni menos. Un presumido, el peor de todos cuando ridiculiza durante los ensayos. Esa vez en Toronto me acordé mucho de Wilhem Kempff, su opuesto, un humanista y un filántropo. Pero esta clase de músicos son la excepción y ni siquiera están entre los mejores. Se hacen famosos por su humanismo, por todos esos conciertos de beneficencia a que se prestan, con orquestas malas, y por todos esos incontables pases televisivos. No puedo decir que Kempff y Menuhin sean músicos malos, pero posiblemente no pasarán a la posteridad, ya que la maldad es más poderosa que el humanismo. En todas las ramas del arte hay personas malvadas que ocupan la cima. Y ahora podemos volver a Anja. Ella es el talento musical más grande que he conocido. Es mucho mejor que tú, Aksel, seguro que puedes soportar oírlo porque la amas, claro, eso es evidente. Ella se entrega sin reservas, pone todo su ser en cada nota que toca. Le va la vida. Pero con su entrega no es malvada ni perversa, aunque quizá sí un poco asocial. Se ha marcado objetivos ambiciosos. Por eso debe vivir una vida poco corriente, porque no es nada normal debutar con Ravel en Sol mayor a los diecisiete años, y en todo caso todavía menos sacarse el bachillerato a la vez. Pero ella hace ambas cosas. Tú ya sabrás lo protegida que ha estado. Mi misión consistió en hacer que conquistara sus propios sentimientos, no sólo los de los compositores muertos. A menudo, ella y yo pasábamos más tiempo hablando que tocando. Aquí sentadas con nuestras tazas de té.
-Fue una condición que impuso su padre.
-¿Eso impuso Bror Skoog?
Selma Lynge me mira asombrada, sorprendida de la intensidad de mis sentimientos.
-Sí, ¿quién si no? Un padre clásico: tenemos muchos así en Alemania. Él desea lo mejor para su hija. Ya le hace de mánager. Eso lo habrás captado. W. Gude no tiene nada que hacer con ella.
-¿Pero no es esto un tanto anormal?
-Nada es anormal tratándose de la música clásica, querido. Este es un espacio tanto para genios como para tullidos. Y es sorprendente lo corto que es el camino a la cima si se juegan bien las cartas que se tienen. En caso contrario uno se puede convertir sólo en un esforzado currante, un perdedor de rango. Bror Skoog abriga altas ambiciones para su hija. Yo, como profesora suya, debo atenerme a eso.
-¿Aunque le vaya en ello la salud?
Selma Lynge me mira y se encoge de hombros.
-Si es así, ¿qué pinta uno en este mundo?»
[El texto pertenece a la edición en español de JP Libros, 2010, en traducción de Carmen Freixanet Tamborero, pp. 303-306. ISBN: 978-84-937634-2-8.]
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