Segunda parte: La consumación
I.-El claustro o el pórtico
«-¿Cuándo -dijo Enrique- dejará de ser necesario que haya en el mundo más horrores, más sufrimientos, más miserias y más males?
-Cuando no haya más que una fuerza, la fuerza de la conciencia moral; cuando la Naturaleza se haya convertido en algo disciplinado y dócil, en una conciencia moral. El Mal tiene sólo una causa: la debilidad y la flaqueza, y esta debilidad no es más que una falta de sensibilidad moral, una falta de encanto por parte de la libertad.
-¿Cuál es la naturaleza de la conciencia moral? ¿Podríais explicármelo?
-Si pudiera sería Dios, porque en el momento en que uno comprende la conciencia surge ésta. Y vos, ¿podríais explicarme lo que es la poesía como arte?
-No, no se le puede preguntar a nadie sobre una cosa tan personal como es la poesía.
-Cuánto menos, pues, sobre el misterio de la suprema indivisibilidad. ¿Podemos explicarle a un sordo lo que es la música?
-En este caso, ¿no es cierto que la percepción sería una participación en el mundo nuevo que ella misma nos ha abierto? Así como no comprendería una cosa más que en el caso de que la poseyera.
-El universo se descompone en infinitos mundos, que a su vez se integran en mundos cada vez más amplios. Todos los sentidos son, a la postre, un solo sentido. Al igual, como ocurre con un mundo, un sentido va conduciendo poco a poco a todos los mundos. Pero casa cosa tiene su tiempo propio y su modo de pensar propio. Sólo el Yo Universal es capaz de comprender las condiciones de nuestro mundo. Es difícil decir si dentro de los límites sensibles de nuestro cuerpo podemos ampliar nuestro mundo con otros mundos y nuestro sentido con nuevos sentidos; podría ser que cada aumento de nuestro conocimiento, cada nueva capacidad que adquiriéramos, fuera únicamente un desarrollo de nuestra actual comprensión del mundo.
-Tal vez estas dos cosas vienen a ser una misma -dijo Enrique-. Yo sólo sé que en el mundo, en el que actualmente estoy, mi único instrumento es la Fábula. Incluso la conciencia, esta fuerza que engendra pensamiento y mundos, este germen de toda personalidad, se me hace visible como el espíritu del Poema universal, como el Azar, que preside el eterno y romántico encuentro de todos los elementos de esta vida, infinitamente cambiante, que es la vida del universo.
-Querido peregrino -respondió Silvestre-, la conciencia aparece en toda auténtica plenitud, en toda verdad acabada. Toda inclinación, toda habilidad a la que la meditación convierta en imagen del mundo, pasa a ser una manifestación, una transformación de la conciencia. Toda cultura conduce a algo cuyo único nombre posible es "libertad", a condición de que este nombre designe no un mero concepto, sino el fondo creador de toda existencia. Esta libertad es maestría. El libre imperio del maestro se ejerce siguiendo un plan determinado y un orden fijo y meditado. La materia de su arte es algo que le pertenece; puede disponer de ella a su voluntad. No es nada que le encadene o le inhiba, y es precisamente esta libertad universal, esta maestría o, si se quiere, este dominio soberano lo que constituye el ser y la fuerza motriz de la conciencia. En ella se manifiesta la sagrada singularidad, la actividad creadora inmediata de la personalidad, de modo que cada uno de los actos del maestro es al mismo tiempo revelación de este mundo superior, simple y transparente, que es el verbo de Dios.
-Entonces, ¿no podría ser que lo que antaño, según creo, se llamó "moral" no fuera más que la religión entendida como ciencia, es decir, lo que llamamos propiamente teología; no fuera más que una serie de leyes que fueran respecto a la adoración de la divinidad lo que la Naturaleza es con respecto a Dios?; ¿más que una construcción verbal, una sucesión de pensamientos que designan el mundo superior, representándolo y, de algún modo, reemplazándolo en un determinado nivel de cultura?; ¿más que la religión proporcionada a la capacidad de entendimiento y de juicio?; ¿que la sentencia y la ley que analiza y determina todas las relaciones posibles del ser personal?
-No hay duda -dijo Silvestre-. La conciencia es el mediador innato de todo hombre. Ella es la que representa a Dios en la tierra, y por esto, para muchos, es lo supremo y lo último. Con todo, por el momento, cuán alejada está la ciencia que llamamos doctrina de las virtudes, o moral, de la imagen pura de este pensamiento sublime, a la vez tan amplio y tan personal. La conciencia moral es la esencia misma del ser humano en su estado de plena glorificación: es el ser humano por excelencia, el hombre celeste. No se puede decir que sea esto o aquello; no es algo que se pueda dirigir por medio de máximas generales ni que consista en virtudes particulares. No hay más que una sola virtud: la voluntad limpia y recta, que en el momento de la decisión, excluyendo toda duda, es capaz de escoger de un modo inmediato. En su viva y peculiar indivisibilidad la conciencia habita y anima este delicado símbolo que es el cuerpo humano, y es capaz de poner en movimiento nuestras potencias espirituales del modo más auténtico y verdadero.
-¡Oh, padre excelente! -interrumpió Enrique-. ¡Cómo me está llenando de alegría la luz que emana de vuestras palabras! Entonces el verdadero espíritu de la Fábula es un amable disfraz del espíritu de la virtud, y el objeto propio de la poesía, este arte que está subordinado a la Fábula, es la actividad de nuestro ser más alto y a la vez más personal. Es sorprendente la identidad que existe entre una canción verdadera y una acción noble. La conciencia desocupada, en un mundo llano y que no ofrezca resistencia, se convierte en cautivante conversación, en fábula que relata la totalidad del universo. En los pórticos y en las salas de este mundo originario es donde mora el poeta, y la virtud es el espíritu de sus movimientos y de sus influencias terrenas. La Fábula, al igual que la virtud, es la divinidad actuando de una forma inmediata entre los hombres; es el maravilloso reflejo del mundo superior. ¡Con qué seguridad puede el poeta seguir las inspiraciones de su entusiasmo, o, si posee también un sentido más alto, supraterreno, obedecer a seres superiores y, con humildad de niño, abandonarse a su oficio! También por él habla la voz superior del universo, una voz que con palabras mágicas le llama a mundos más alegres y más conocidos. La religión es a la virtud lo mismo que el entusiasmo es al arte de la Fábula, y del mismo modo, como las Sagradas Escrituras guardan la revelación, asimismo el arte de la Fábula refleja de muy variadas maneras la vida de un mundo superior. Tales reflejos son las creaciones poéticas que de un modo maravilloso surgen de ella. La Fábula y la Historia guardan estrechísimas relaciones y, bajo los más singulares disfraces, caminan a la par por los senderos más intrincados: la Biblia y la Fábula son astros de una misma órbita.
-Cuánta verdad hay en todo lo que estáis diciendo -dijo Silvestre-. Sin duda, ahora comprendéis por qué lo que sostiene la Naturaleza, y lo que la hace cada vez más estable y firme, es una sola cosa: el espíritu de la virtud. […] por él somos capaces de comprenderlo todo; por él la historia infinita de la Naturaleza seguirá su camino desconocido hasta llegar a la transfiguración.
-Sí; hace un momento me habéis hecho ver de un modo tan bello la conexión que existe entre virtud y religión. Todo lo que tiene que ver con la experiencia y con la actividad de este mundo constituye el ámbito de la conciencia moral, de este vínculo que une nuestro mundo con el mundo superior.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de Eustaquio Barjau, pp. 201-205. ISBN: 84-7530-403-6.]
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