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«Comenzaba la época de las migraciones.
Por las llanuras abiertas avanzaba un nutrido número de animales, de gran diversidad de variedades. Algunos se reunían allí hasta formar manadas numerosísimas; otros se agrupaban en pequeños rebaños o por familias, pero todos obtenían su sustento, su vida misma, de las enormes y riquísimas praderas barridas por el viento, así como de los muchos ríos que las atravesaban, alimentados por la masa glaciar.
Inmensas hordas de grandes bisontes de largos cuernos cubrían colinas y hondonadas con sus aglomeraciones ondulantes, mugientes e incansables, que dejaban la pradera descarnada y pisoteada a su paso. Los uros se contaban por millares en las zonas más o menos boscosas que se extendían a lo largo de los valles de los cursos de agua. Se dirigían hacia el norte y a veces se mezclaban con rebaños de alces y de venados gigantescos. Los tímidos corzos viajaban en grupos pequeños a través de los bosques y florestas boreales en busca de sus pastos de primavera y verano, junto con el insociable anta, que también frecuentaba los pantanos y los lagos de las estepas. Las cabras y ovejas salvajes, habitualmente montaraces, bajaban a las planicies y se confundían en los abrevaderos, con las familias de antílopes y caballos de la estepa.
El movimiento estacional de los animales lanudos era más limitado. Dada su gruesa capa de grasa y el doble pelaje, estaban adaptados para vivir cerca del glaciar y no podían subsistir con demasiado calor. […] Los bueyes almizcleros, similares a ovejas, eran habitantes permanentes del helado norte y se trasladaban en pequeños rebaños, dentro de un territorio limitado. Los rinocerontes lanudos, que solían formar sólo grupos familiares, así como los grandes rebaños de mamuts, viajaban con más amplitud, pero durante el invierno permanecían en el norte. […]
Los miembros del Campamento del León se regocijaban al ver las llanuras rebosantes de vida nueva y hacían comentarios sobre cada especie, según aparecían unas u otras, fijándose especialmente en los animales que prosperaban en zonas de frío intenso. Eran los que más les ayudaban a sobrevivir. El enorme e imprevisible rinoceronte, de dos cuernos, uno más largo que otro, y dos capas de pelaje rojo, la interior velluda y la exterior formada de largos pelos, siempre arrancaba exclamaciones de asombro.
Sin embargo, nada enardecía tanto a los mamutoi como la aparición de los mamuts.[…]
La primera cacería de la temporada encerraba un importante significado simbólico. Por enormes y majestuosos que fueran aquellos mamíferos, el sentimiento que inspiraban en los mamutoi iba mucho más allá de la mera admiración. Ellos dependían del animal, y no sólo en cuanto a su alimento. La necesidad y el deseo de asegurar la supervivencia de las grandes bestias les había hecho establecer con respecto a los mamuts una relación especial. Los reverenciaban, porque en ellos basaban su propia identidad.
Los mamuts no tenían realmente enemigos naturales; ningún carnívoro dependía regularmente de ellos para su sustento. Los enormes leones cavernarios, que duplicaban en tamaño a cualquier otro felino, se alimentaban de grandes herbívoros como uros, bisontes, ciervos gigantes, alces, uapitis o caballos y podían hacerse con ejemplares adultos en plenitud de fuerzas. En ocasiones podían matar a algún mamut muy joven o muy viejo, o también un individuo enfermo. Pero ningún depredador cuadrúpedo, sólo o en grupo, era capaz de dar muerte a un ejemplar adulto en la flor de su edad. Sólo los mamutoi, los hijos humanos de la Gran Madre Tierra, habían recibido la capacidad de cazar a la más grande de Sus criaturas. Eran los elegidos. Entre todas Sus creaciones, ellos eran los preeminentes. Eran los Cazadores de Mamuts.
Cuando el rebaño hubo pasado, la gente del campamento lo siguió con ansiedad. No para cazarlos, pues eso vendría más tarde, sino para recoger la suave lana del pelaje invernal, que se desprendía en grandes mechones a través de los pelos exteriores, más ásperos y largos. Este material, cuyo color natural era el rojo oscuro, que se recogía del suelo y de las ramas espinosas en que quedaba prendido, era considerado un don especial del Espíritu del Mamut.
Llegado el caso, se recogía con el mismo entusiasmo la lana blanca del muflón, de la que este carnero salvaje se desprendía en primavera; la lana pardusca, increíblemente suave, del buey almizclero o el vellón más claro del rinoceronte lanudo. Los mamutoi daban mentalmente gracias a la Gran Madre Tierra, que sacaba de Su abundancia cuanto necesitaban Sus hijos: los vegetables comestibles, los animales y materiales como el sílex y la arcilla. Bastaba con saber dónde y cuándo había que buscarlos.
Los mamutoi agregaban con sumo gusto a su dieta habitual los vegetales frescos (hidratos de carbono), de la rica variedad disponible en primavera, y se cazaba poco a poco hasta mediados de verano, a menos que las reservas de carne estuvieran ya muy mermadas. Los animales estaban aún demasiado flacos. El duro invierno les privaba de su fuente de energía, concentrada en forma de grasa, y las migraciones obedecían precisamente a la necesidad de reponerla. Se escogían unos pocos bisontes machos, siempre que la piel todavía fuera negra en la base del cuello, señal de que aún existía cierta cantidad de grasa, y algunas hembras preñadas de diversas especies, para hacerse con la carne del tierno feto y, sobre todo, su piel, que servía para hacer ropa interior o suaves prendas para los bebés. La principal excepción era el reno.
Grandes rebaños de renos emigraban hacia el norte. Las hembras, con la cabeza coronada de cuernos, acompañadas de las crías del año anterior, abrían camino a lo largo de las pistas que conducían a los territorios en donde tradicionalmente iban a parir. Los machos seguían tras ellas. Como sucedía con todos los animales gregarios, sus filas eran diezmadas por los lobos, que acechaban sus flancos y se cobraban los ejemplares más débiles y más viejos, y por diversas especies de felinos: los grandes linces, los leopardos de cuerpo alargado y, de cuando en cuando, algún enorme león cavernario. Los grandes carnívoros regalaban los restos de sus festines a otros carnívoros de menor porte y a los carroñeros, cuadrúpedos o aves: zorros, hienas, osos pardos, gatos de algalia, pequeños felinos de las estepas, glotones, cuervos, milanos, halcones y otros muchos.
Los cazadores bípedos elegían sus presas entre todas esas especies. No hacían ascos ni a las pieles ni a las plumas de sus competidores, si bien el reno era la presa preferida por el Campamento del León. No tanto por su carne, aun cuando tampoco la despreciaban; especial atención les merecía la lengua y también desecaban la carne en general para convertirla en alimento durante los viajes. Pero lo que principalmente les interesaba a los mamutoi eran las pieles. Aunque generalmente era de un color leonado grisáceo, el pelaje de la mayoría de los renos del norte podía virar del blanco cremoso hasta una coloración oscura, casi negra, pasando por un tono pardo rojizo en los ejemplares más jóvenes, aislante por naturaleza. No había nada mejor para prendas de invierno y no tenía igual para ropa de cama. Todos los años el Campamento del León organizaba batidas o ponía trampas para cazar renos, con el fin de proveer a sus reservas o tener a mano regalos que llevaban consigo cuando partían para sus migraciones de verano.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Embolsillo, 2011, en traducción de Leonor Tejada Conde-Pelayo, pp. 557-558 y 560-562. ISBN: 978-84-15140-22-1.]
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