Discurso, por desgracia nunca pronunciado, ante la tumba de las víctimas
«Hablo con vosotros, los muertos; sin embargo, al decir "vosotros" estoy ya tergiversando, hago juegos de manos, me interno en una niebla retórica, en unas tinieblas propicias a toda clase de rumores. Porque ¿en quién estoy pensando cuando digo "vosotros"? ¿Me refiero a los cadáveres que están en sus ataúdes, a los pulverulentos despojos que hay en las urnas, cosas, por tanto, objetos a los que no cuadra (si no es en los cuentos) ni el "tú" ni tampoco el "yo"? ¿O me refiero, al decir "vosotros", a lo que fuisteis antes de convertiros en lo que sois ahora? Entonces mi "vosotros" sería también un engaño, aunque sólo fuera porque vosotros ya no sois en lo más mínimo aquello que fuisteis, sino algo completamente diferente: muertos; sólo por eso os dedico mi solemne discurso.
Permitidme, con todo, os lo ruego, este hipotético "vosotros", pues de lo contrario mi discurso no conseguiría tomar alas y, por otra parte, ya sabéis que es la costumbre invocar a los muertos mientras se les entierra, es decir, cuando se hallan ya a varias eternidades de distancia, como si estuvieran aún a nuestro lado, como si estuvieran poniendo aún el pie en la barca de Caronte y pudieran todavía prestar oído a nuestro lacrimoso "¡buen viaje!" y contemplar el húmedo pañuelo con el que les decimos adiós. (Yo he llegado a oír como alguien despedía con un Leb wohl!* a un muerto al que iban a bajar a la fosa, lo que sonaba casi como si le aconsejaran tranquilidad y buenos alimentos).
Me permito, pues, la mentira de decir "vosotros". Será sin embargo la única mentira de la que se pueda acusar a mi oración: lo que sigue es la pura verdad, despiadada, imperturbable, no traicionada por las lágrimas, la que sólo se puede decir hablando con los muertos, con un auditorio que no oye nada. Dicho esto, no puedo dejar de manifestaros que fuisteis unos locos consumados al sacrificaros por una "causa", que cometisteis una estupidez ilimitada, atroz, realmente merecedora de la muerte, al deshaceros de la vida en nombre precisamente de aquello que la hacía, en vuestra opinión, digna de ser vivida, cuando, para salvar el contenido, hicisteis pedazos, insensatos, el recipiente que lo protegía. Exhorto, pues, como los demás oradores y sin embargo de otro modo, a vuestros hermanos a que tomen ejemplo de vosotros. Disuasorio. Al morir por ella, habéis causado un daño irreparable a la "Idea" por la que vivisteis; vuestra muerte, en el mejor de los casos, le ha servido de adorno, de patético atavío, mientras que vuestra vida le servía de fuerza motriz, de piedra basilar, de espíritu, de manos que construyen, de voluntad y de pasión. Vuestra muerte hace avanzar la causa por la que habéis muerto, afirman los pregoneros de vuestra Iglesia, pues, en su opinión, quien quiera contribuir a redimir a la humanidad ha de estar dispuesto a sacrificar su vida ante tal empresa. Puede ser (dejando aparte que cada redención de la humanidad se limita a dejarla en un estado que requiere a u vez una nueva redención y, así de nuevo, en una espiral infinita). Puede ser. Pero sacrificar la vida a una empresa, lo que significa es, bien entendido, dedicarle todas las energías y posibilidades de las que esa vida dispone, y no, como habéis hecho vosotros, arrebatársela radicalmente. ¿O acaso creéis de verdad que vuestra vida significa algo grandioso para la idea por la que vivíais? ¡Qué aires delirantes de Redentor, qué sobrevaloración megalómana de vuestro ya-no-estar, qué puerilidad tomar en serio el patetismo retórico con el que los supervivientes revisten vuestra muerte para no tener que reconocerla en toda su crasa insensatez! A los que celebran que hayáis muerto por la causa, ¿de dónde les viene el valor de hablar así? De la certeza de que ya no podéis oír lo que dicen. Si les faltara esa certeza, se cuidarían de mantener la boca cerrada y de agazaparse, muertos de miedo, en el corro más denso de los vivos. Venid, si es que algo terrenal os puede preocupar todavía, volved dentro de poco de la nada en la que os habéis precipitado y comprobad los resultados de vuestro heroico sacrificio. Preguntad a los que estuvieron más lejos de vosotros qué ha sido de la perpetua memoria que os fue prometida: con periódicos viejos habrán de refrescar la suya aquéllos que juraron no dejaros caer en el olvido. Preguntad a los que estuvieron más cerca de vosotros si la idea sublime por las que los dejasteis ha restado amargura a una sola de sus lágrimas. Me temo que habréis de oír a esposa e hijos maldecir la causa por la que derramasteis vuestra sangre. Volved al cabo de los años y buscad los templos sobre cuyos altares os dejasteis inmolar. No encontraréis sino ruinas pintorescas, depuestos ya los dioses, reducidos los sacros rituales a números de archivo, testimonio de los errores e insanos desvaríos de tiempos ya pasados.
Yo no sé en aras de qué causa, partido, deber o idea habéis muerto. Supongo que aquello en cuyo dudoso interés os dejasteis masacrar debe de haber sido algo muy alto y muy hermoso, Pero eso no cambia en nada lo absurdo de vuestra acción. Como os faltaba luz en esta tierra efímera, os habéis precipitado en la interminable oscuridad. Para perfeccionar el mundo en el que respirabais, un mundo que existía, sin embargo, sólo en vosotros y a través de vosotros (pues el mundo es una función, una ficción del yo, y con la destrucción de cada yo es el mundo entero el que se destruye), lo habéis aniquilado enteramente. Por enaltecer la vida os habéis pasado a la muerte, su enemigo primordial.
Vuestros correligionarios os tranquilizan diciendo que vuestra muerte no habrá sido en vano y se tranquilizan a sí mismos con el argumento de que sin víctimas la humanidad no progresa. Tal vez sea cierto. Lo que yo creo es, sin embargo, que sólo habremos llegado a una fase realmente superior de desarrollo cuando los combatientes se avergüencen de los compañeros inmolados en vez de enorgullecerse de ellos, cuando se depositen coronas en las tumbas porque nadie yace en ellas y cuando el culto a los caídos se sustituya por el culto a las tumbas vacías.
[…]
Muchacha de dieciséis años
Una muchacha de dieciséis años se ha ahorcado en la cárcel.
Había ido a la policía a pedir un "certificado sanitario", de los que necesitan las jóvenes para obtener el permiso y ofrecer libremente en la calle la alegría del sexo que esconden sus cuerpos. Las autoridades no consienten el comercio ambulante descontrolado. La venta al por menor de ungüentos, libretas, sexo, cordones de zapatos y otras naderías que precisamos en nuestra vida cotidiana está sujeta a licencia.
Una muchacha superficial no se habría preocupado demasiado de las prescripciones. Pero Anna era una persona respetuosa con la policía, que sabía lo que es la ley. Así que se fue a visitar a papá Estado y le pidió el permiso.
A los dieciséis años, a las muchachas de aquí no les dan el certificado sanitario. A los catorce pueden trabajar en las fábricas, a los diecisiete obtienen el derecho a la prostitución, a los veinte al voto.
El hombre de la policía al que se había presentado Anna estaba obligado a decirle que no. Pero al ver que estaba tan acongojada y que se iba tan triste, se compadeció de la chiquita y la llamó para que volviera. La encerró en una celda en la que, además de chinches, había tres muchachas perdidas que se habían apartado con ligereza de la recta vía que las conducía a su inexorable destino de criadas o encargadas de los servicios.
¿Qué se puede hacer con una joven que ni es virtuosa ni tiene la edad legal para no serlo?
¿No hay que ser bondadoso con ella y decirle cosas amables, darle buenos consejos y mostrarle dónde está el hueco que dejó abierto el Hijo del Carpintero para que pudiera penetrar la luz hasta las más profundas tinieblas?
Los huecos a los que el policía encamina a los atribulados y oprimidos no son de ese tipo.
Lo sabemos por la biología: no existe vida sin células. Y lo mismo vale para el organismo social. Su existencia está ligada a la de la celda y la celda lo sostiene y consolida.
En la cárcel reinan la paz y el silencio. Las paredes que la circundan no dejan pasar la voz de la tentación. Al abrigo estás, polillita, de los mortales halagos de la luz, sea del sol o de las bombillas. El solícito guardián te trae comida y bebida, que no tientan a tu tierno cuerpecillo, las horas van pasando en silencio y el ángel del recogimiento envuelve tu alma con sus alas protectoras y la convida a un suave refrigerio.
A pesar de todo, Anna no estaba contenta.
Le parecía una traición que la hubiesen detenido, una agresión contra ella, tan indefensa y confiada. Había acudido a cumplir con un deber que estipula la ley -legibus obsequimur- y ahora la castigaban por hacerlo. Había confiado su libertad a la protección de la superioridad... y la superioridad le había robado la libertad. Le pareció un engaño monstruoso. El orden moral del mundo, en el que creía estar integrada, se derrumbó con estrépito. Yo diría que eso fue lo que la llevó a suicidarse, y no el miedo al correccional y a sus métodos expeditivos y brutales para lograr que todos los ánimos entren en razón. No fue capaz de superar la felonía de la que había sido víctima. Se le hundió la ley bajo los pies, como si se hubiera abierto una trampa, y allí en el fondo, privada de la luz, poseídos por las tinieblas el tiempo y el espacio, se disolvió también la frontera entre la muerte y la vida.
Le faltó la tierra bajo los pies y, como nadie puede vivir sin un punto de apoyo, se ahorcó en el marco de la ventana.»
*Literalmente, "que vivas bien". (N. del T.)
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2005, en traducción de Manuel Lobo Serra, pp. 47-50 y 105-107. ISBN: 84-96489-05-1.]
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