martes, 31 de julio de 2018

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (El Quijote apócrifo).- Alonso Fernández de Avellaneda (s. XVI)


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Capítulo XXII: Cómo prosiguiendo su camino don Quijote con toda su compañía, toparon una estraña y peligrosa aventura en un bosque, la cual Sancho quiso ir a probar como buen escudero
 
«Yendo nuestro buen hidalgo caminando con toda su compañía y platicando de lo dicho, ya que llegaban un cuarto de legua del pueblo do habían de hacer noche, oyeron en un pinar, a la mano derecha, una voz como de mujer afligida; y parándose todos, volvieron a escuchar lo que sería. Sintieron la misma voz lamentable, que decía:
 -¡Ay de mí, la más desdichada mujer de cuantas hasta agora han nacido! ¿Y no habrá quien me socorra en esta tribulación, en que la fortuna por mis grandes pecados me ha puesto? ¡Ay de mí que, sin duda, habré de perecer aquí esta noche, entre dientes, garras y colmillos de alguna de las muchas fieras que semejantes soledades suelen poblar! ¡Oh, traidor perverso! ¿Y por qué me dejaste con vida, pues me fuera harto mejor que con los filos de tu cruel espada me cortaras el cuello, que no haberme dejado desta suerte con tanta inhumanidad? ¡Ay de mí!
 Don Quijote, que semejantes razones oyó sin ver quién las decía, dijo a los compañeros:
 -Señores, ésta es una de las más estrañas y peligrosas aventuras que jamás he visto ni probado desde que recebí el orden de caballería; porque este pinar es un bosque encantado, donde no se puede entrar sin grandísima dificultad, en medio del cual tiene el sabio Frestón, mi contrario antiguo, una cueva, y en ella muchos y muy noblísimos caballeros y doncellas encantadas, entre los cuales, por saber que en ello me hace singular agravio y sinsabor, ha traído presa a mi íntima amiga la sabia Urganda la desconocida, y la tiene llena de cadenas, atada a una rueda de molino de aceite, la cual voltean dos ferocísimos demonios; y cada vez que la pobre sabia llega abajo, y la coge la piedra por el cuerpo, da aquellas terribles voces. Por tanto, ¡oh, clementísimos señores!, atended, que sola a mi persona atañe y de juro pertenece probar esta insólita aventura y libertar a la afligida sabia o morir en la demanda.
 Cuando el ermitaño y Bracamonte oyeron semejantes dislates a don Quijote y ponderaron los visajes y afectos con que lo decía, le tuvieron totalmente por loco; pero con todo, disimulando este conceto que dél tenían, le dijeron:
 -Mire vuesa merced, señor don Quijote, que por esta tierra no se usan encantamientos ni este pinar está encantado ni puede haber cosa de las que vuesa merced dice; y sólo se puede buenamente colegir de las voces que se oyen, que algunos salteadores habrán robado alguna mujer y dádola de puñaladas, la habrán dejado en medio deste pinar y desto se debe de lamentar.
 -A pesar de cuantos lo contradicen –replicó don Quijote-, son las voces de la persona y por las causas que dicho tengo.
 Viendo Sancho Panza lo que altercaban sobre decernir quién y por qué razón pronunciaba los confusos lamentos que oían, se llegó a su amo, muy repolludo en el rucio, y quitándose la caperuza, puesto en su presencia, le dijo:
 -Ya los días pasados vio vuesa merced, mi señor don Quijote, saliendo de Zaragoza, cómo me las tuve tiesas con el señor Bracamonte, que está presente; y que si no fuera por vuesa merced y por el respeto que tuve a la venerable presencia deste señor ermitaño, no dejara de dar cima, tronco o como diablos lo llaman los caballeros andantes, a la aventura o batalla que con él tuve, pero batalla que se me dio por vencido; y así, para que merezca venir a ser por mis pulgares, andando los tiempos, tenido por esos mundos, ínsulas y penínsulas por caballero andante, como vuesa merced lo es, y haga a cuantos topare tuertos y cojos, le pido desencarecidamente se esté aquí con estos señores; que yo iré quedito, subido en mi rucio, sin permitirle diga en el camino palabra buena ni mala, a ver si es la que ahí dentro se queja la sabia Urganda o como se llama; y si cojo descuidado el bellaconazo del sabio que vuesa merced dice, verá cómo, después de haberle dado media docena de gentiles mojicones, se le traigo aquí agarrado de los cabezones. Pero si acaso muriéremos en la demanda yo y mi fidelísimo jumento, suplico a vuesa merced, por amor del señor San Julián, abogado de los cazadores, que nos haga enterrar juntos en una sepultura; que pues en vida nos quisimos como si fuéramos hermanos de leche, bien es que en la muerte también lo seamos; y mándeme enterrar en los montes de Oca; y si por mi ventura fuere camino para llevarnos a ellos al Argamesilla de la Mancha, nuestro lugar, deténganos en ella siete días con sus noches, en honra y gloria de las siete cabrillas y de los siete sabios de Grecia; lo cual hecho, iremos alegres nuestro camino, habiendo empero almorzado primero lindamente.
 Rióse don Quijote, diciendo:
 -¡Oh, Sancho, y qué grande necio eres! Pues si te he de llevar muerto con tu rucio, ¿cómo quieres descansar siete días con sus noches en la Argamesilla y después almorzar para ir adelante?
 -Pardiez –replicó Sancho- que tiene razón; vuesa merced perdone, que no había caído en que iba muerto.
 -Pues, Sancho –dijo entonces don Quijote-, porque veas que deseo tu aprovechamiento en las aventuras, te doy plenaria licencia para que vayas y pruebes ésta, y ganes la honra della que se me debía; y me la quito para dártela con fin de que comiences a ser caballero novel, prometiéndote que si la das, cual confío de tu brazo, a esta peligrosa hazaña que emprendes, en llegando a la española corte, tengo de hacer con su católico monarca que por fuerza o por grado te dé el orden de caballería, para que, dejando el sayo y la caperuza, subas armado de todas piezas en un andaluz caballo, y vayas a justas y torneos, matando fieros gigantes y desagraviando opresos caballeros y tiranizadas princesas con los filos de tu espada, sin trepidar los soberbios gigantes y fieros grifos que te hicieren resistencia.
 -Señor don Quijote –dijo Sancho-, déjeme a mí; que a cachetes haré yo más en un día que otros en una hora; y si puedo poner un poco de tierra en medio, como haya abundancia de guijarros, quedará la vitoria por mía, y muertos todos los gigantes, aunque tope un cahiz dellos; y con esto, adiós; que voy a ver en qué para esta aventura; mas deme primero su bendición.
 Don Quijote le santiguó, diciendo:
 -Dete Dios en este trance y semejante lides la aventura y acierto que tuvieron Josué, Gedeón, Sansón, David y el santo Macabeo contra sus contrarios, por serlo de Dios y de su pueblo.
 Comenzó luego Sancho a caminar; y andados cuatro pasos, volvió a su amo, diciendo:
 -Mire, vuesa merced, señor, que si acaso diere voces, viéndome en algún peligro, que acuda luego y no demos de reír al mal ladrón pues podría vuesa merced llegar tan tarde que ya Sancho hubiese llevado, cuando llegase, media docena de mazadas de gigantes.
 -Anda, Sancho –dijo don Quijote-, y no tengas miedo; que yo acudiré a tiempo.
 Con esto se fue; y apenas hubo andado otros seis pasos, cuando volvió diciendo:
 -Y mire vuesa merced, tome esto para seña de que me va mal con este sabio, que encomendado sea a las furias infernales; que cuando yo diga dos veces ¡ay, ay! venga como un pensamiento; porque será señal infalible de que ya me tiene en tierra atado de pies y manos para quitarme el pellejo como un San Bartolomé.
 -No harás cosa buena –dijo don Quijote-, pues tanto temor tienes.
 -Pues, ¡pesia la madre que me parió! –dijo Sancho-, estáse vuesa merced arrellanado en su caballo y esotros dos señores riéndose, como si fuese cosa de burla el irme yo triste a meter solo entre millones de gigantes más grandes que la torre de Babilonia ¡y no quiere que tema! Yo le aseguro que si alguno de sus mercedes viniera, hiciera peor: ¡cuerpo non de Dios con ellos, y aun con la puta perra que me hizo pedir tal licencia, ni tratar de meterme en estos ruidos y buscar perro con cencerro!
 Tras esto se entró al pinar adentro y habiendo andando medrosísimo cosa de veinte pasos, comenzó a dar gritos en seco, diciendo:
 -¡Ay, ay, que me matan!
 Apretó las espuelas don Quijote a Rocinante en oyendo las voces y tras él el ermitaño y soldado; y llegando todos a Sancho, que estaba caballero en su asno, le dijo su amo:
 -¿Qué es o qué has habido, mi fiel escudero?, que aquí estoy.
 -¡Eso sí! –dijo Sancho-: no he visto aún nada y sólo he gritado por ver si acudirían al primer repiquete de broquel.
 Volvieron atrás todos riendo y Sancho se emboscó; pero a poco trecho oyó cómo no muy lejos dél se quejaban y decían:
 -¡Ay, Madre de Dios! ¿Y es posible que no haya en el mundo quien me socorra?
 Sancho, que iba con más miedo que vergüenza, alargando el cuello acá y acullá, oyó de nuevo cerca de sí la mesma voz, que entre unos árboles le decía:
 -¡Ah, hermano labrador!, por amor de Dios, quitadme de aquí.
 Volviendo en esto, turbado, la cabeza, Sancho vio una mujer en camisa, atada de pies y manos, a un pino; y apenas la hubo visto, cuando, dando una gran voz, se arrojó del asno abajo, y volviéndose a pie, corriendo y tropezando, por donde había venido, iba diciendo a voces:
 -¡Socorro, socorro, señor don Quijote; que matan a Sancho Panza!»
 
  [El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Castalia, 1988, en edición de Fernando García Salinero. ISBN: 84-7039-035-X. ]
 

lunes, 30 de julio de 2018

Chico de barrio.- Ermanno Olmi (1931-2018)


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Seis
6

«Estábamos acabándonos el tazón de leche de la mañana, antes de ir a la escuela, cuando entró corriendo en el comedor el cocinero Antonio. Fue derecho hasta el profesor de pelo blanco, que estaba comiendo en una mesa con el personal de la secretaría. Antonio no tuvo siquiera tiempo de acabar, cuando el otro ya se había puesto de pie de un salto y juntos desaparecieron corriendo en las cocinas. Las vigilantes, como nosotros, no entendían qué sucedía. Después una secretaria se acercó a la ventana que daba a la placita exterior y entonces también nosotros miramos afuera. Allí estaba parada y mirando hacia nosotros una camioneta con morro de guerra y una larga antena que, por estar atada con un cordel, describía una amplia curva. A su lado, la habitual motocicleta con sidecar y dos soldados alemanes con casco. Se abrió la portezuela de la camioneta y se apeó un cabo. Nosotros mirábamos todo aquello desde detrás de los cristales. Apareció la directora y el cabo fue a su encuentro. Cuchichearon brevemente y después se pusieron en marcha y desaparecieron de nuestra vista. “¡Venga, venga, que vais a llegar tarde a la escuela!”, dijo una vigilante y nosotros obedecimos.
 Los soldados alemanes plantaron una emisora de radio oculta entre los árboles. Una antena altísima, sujeta con cables de acero, llegaba a superar las cimas de los árboles. Junto a la camioneta habían montado una tienda de campaña con sus catres. A veces, íbamos a curiosear dentro de la camioneta por una puerta que estaba casi siempre entornada. Dentro había los complejos mecanismos de la emisora de radio y siempre uno de los soldados con los auriculares puestos. A veces nos miraban, decían algo entre sí que nosotros no entendíamos y después se reían alegres.
 Entre nosotros corrían suposiciones de todas clases: “Buscan radios clandestinas”. “¡Qué va, qué va! Escuchan a los ingleses cuando pasan con sus aviones, ¡para saber dónde van a bombardear!” “Pero, ¡qué dices!” “¿Qué te apuestas?”
 Después de la partida de Tiberio, se habló menos de chicas y más de partidos de fútbol. Queríamos formar un equipo y desafiar a todos los demás. Jugábamos con una pelota de goma no mayor que un círculo hecho con los dedos. Todos los días echábamos un partido, por lo que yo estaba descuidando un poco mis estudios: estaba preocupado por las notas de Navidad. Mi madre me las había recordado tantas veces…
 Una vez, mientras estábamos jugando el habitual partido de la tarde, vimos aparecer desde el fondo del campo a un tipo extraño: un hombre con pantalones cortos, camiseta y botas militares, pero lo más extraño y para nosotros fascinante era que traía bajo el brazo un gran balón de cuero. ¡Un balón de verdad! Después de la desorientación inicial, lo reconocimos por sus inconfundibles gafas: montura negra y cristales azulados. ¡Era el cabo alemán! Quería jugar con nosotros un partido con balón. Con gestos nos daba a entender que él quería jugar con los peores, precisamente porque era mayor y más fuerte. Nosotros no cabíamos en nosotros ante la idea de jugar por fin con un balón como el de los futbolistas. Mientras se hacían los preparativos para el nuevo partido, cada uno de nosotros lo toqueteaba, lo probaba botándolo y alguno incluso lo olía. A una orden del cabo, comenzó el partido. Los primeros tiros eran torpes, porque no estábamos acostumbrados al balón. En cambio, el cabo, en cuanto tuvo oportunidad, exhibió un tiro potentísimo que mandó el balón entre los árboles, al final del campo. Un gran tiro, pero totalmente inútil.
 Entretanto, llegó al campo también la directora. Evidentemente, alguien la había avisado. En seguida alguien señaló su presencia: “¡La directora! ¡Ha venido la directora!” Cuando el cabo advirtió su llegada detuvo el juego, fue a su encuentro y, como la directora llevaba siempre un silbato al cuello, le dio a entender que debía hacer de árbitro. Ella, un poco confusa, tuvo que aceptar, porque él la llevaba hacia el centro del campo. Después le hizo una seña para que pitara y se reanudó el juego. Entre nosotros había un pequeñín que se llamaba Erba: jugaba de maravilla. Ágil como un gato, sabía sortear a todos, incluso al cabo, que siempre se veía sorprendido por la agilidad de aquel chavalín, pero una vez, sin querer, el cabo alargó con fuerza un pie, que acabó destalonando una sandalia de Erba. La reacción del chavalín fue inmediata y espontánea, como si fuera dirigida a un compañero normal de juego: “¡Pero bueno! ¡Vete a tomar por culo!” La directora se apresuró a pitar: “¡Fuera! ¡Descalificado! ¡Esa no es forma de comportarse!” Erba, que ya no podía volver a tragarse el improperio, se levantó y se fue con su sandalia desatada en la mano, pero en aquel momento intervino el cabo: “¡No, no! ¡Es normal!”, iba repitiendo. “¡Es normal!” Y fue a buscar al chico para llevarlo de nuevo al campo: “¡Él, muy buen jugador! ¡Aún jugar!” Y hacía señas para continuar a la directora, que volvió, resignada, a pitar y se reanudó el juego.
[…]
8
 Volvíamos de la escuela. Era una tarde gris de nieves otoñales. A la mitad de la subida que conducía a la colonia, uno de nosotros dijo, al tiempo que se volvía: “Mirad.” Y también nosotros nos volvimos. A lo largo de la carretera que bordeaba el lago, estaba desfilando una larga columna de gente: algunos llevaban también carteles pegados a un asta, pero estaban demasiado lejos para poder leer lo que estaba escrito en ellos. “Pero, ¿qué es? ¿Una procesión?”, se preguntó uno de nosotros. También vimos soldados alemanes con fusiles apuntados y entonces comprendimos que era un asunto de guerra.
 “Parecen prisioneros.”
 “Pero no son soldados. ¡También hay mujeres!”
 En el comedor, mientras acabábamos la cena, la noticia pasó de boca en boca: los alemanes habían fusilado a más de cuarenta personas que habían apresado en un pueblo de montaña donde habían matado a unos compañeros suyos. “¿Los alemanes?”, nos preguntábamos, asombrados. Nos parecía imposible que alguien como el cabo que jugaba al balón con nosotros pudiese fusilar a gente común. “Pero, ¡no han sido nuestros alemanes, sino los otros!”, dijo uno. Y otro: “Los nuestros parecen buenos.”
 Antes de Navidad, las chicas prepararon una representación: algo así como un cuento. Con el traje de la representación, una de ellas estaba bellísima, pero nunca llegué a saber quién era, porque no conseguí volver a ver su cara entre las de las muchachas de la colonia. Tampoco mis compañeros la reconocieron, porque durante la representación estaban todas caracterizadas y ella llevaba, además, una peluca rubia.» 
 
 [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de la editorial Libros del Asteroide, 2008, en traducción de Carlos Manzano. ISBN: 978-84-936597-7-6.]

domingo, 29 de julio de 2018

Celebraciones.- Michel Tournier (1924-2016)


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Cuerpos y bienes
El dinero

«Creo sinceramente que las relaciones que cada uno de nosotros mantiene con el dinero son tan fundamentales y corresponden tanto a su personalidad como las que tiene con el sexo, Dios o la muerte. Por ejemplo, quien haya visto día tras día a sus padres peleando en sórdidas disputas alrededor de un monedero vacío, conservará unas heridas psicológicas que podrían influir en él durante toda la vida. Probablemente hará fortuna, orientando todos sus actos –sin siquiera darse cuenta de ello- a la acumulación de dinero.
 Demos pues ejemplo de confesión financiera. Sin duda, yo represento el caso exactamente contrario al anterior. Mi padre no poseía ninguna fortuna familiar, pero se ganaba la vida muy bien. Resultado: yo jamás oí hablar de “dinero” en casa. Si no era para establecer este principio, que es una de las poquísimas lecciones que me diera mi padre: cuando se tiene dinero, se gasta; cuando no queda, se gana.
 Yo tenía siete años cuando todo el mundo hablaba del secuestro del hijo de Charles Lindberg (1932). Acabé preguntándole a mi padre: “Si los gángsters me raptaran, ¿cuánto dinero darías para recuperarme?” Él fingió sumirse en un cálculo mental y por fin me dijo: “Quizá llegaría hasta los cincuenta francos, ¡pero ni un céntimo más!” La suma me pareció enorme y quedé imbuido, a la vez, de la generosidad de mi padre y de mi propio precio. Por desgracia, mi madre lo estropeó todo diciéndome: “Tu padre bromea. Puedes estar seguro de que tu padre daría todo lo que tiene para recuperarte.” Aquellas palabras me escandalizaron. Me parecieron excesivas, pasionales y a la postre inquietantes. Ya me veía como la causa de la ruina de toda la familia. ¡Realmente, las mujeres resultan imprevisibles!
 Sea como sea, el caso es que sigo sin tener el menor sentido del dinero. Será que gano el suficiente para no tener que pensar en él. ¿Qué más se puede desear? Si acudo a mis recuerdos, me doy cuenta de que durante muchos años viví en una pobreza extrema. Ni siquiera me daba cuenta de ello.
 En lo que se refiere al “tren de la casa”, como se decía antes, voy bastante de acuerdo con mi tiempo. La desaparición del “servicio” me parece una buena cosa. Me habría horrorizado tener criados. La verdadera libertad consiste en hacérselo todo uno mismo. En cambio, me parece que me habría encantado ser un mayordomo con mucho estilo en una gran mansión aristocrática. Ser testigo de todo sin ser visto por nadie, porque uno no forma parte de “la sociedad”. Cuando los invitados y los señores se ríen de una broma, el rostro del mayordomo debe permanecer helado. Una sonrisa por su parte constituye una grosera falta de profesionalidad. La señora de la casa le recibe a horcajadas sobre el bidé. Es que no es un hombre. En el fondo, yo debo tener alma de criado.
 Compadezco a aquellos que tienen un respeto sacrosanto por el dinero. Desprecio a aquellos que lo temen o lo odian. Hay una profunda afinidad entre el dinero y el sexo. Dar dinero a un(a) compañero(a) sexual es el gesto más natural y sin duda el más arcaico del mundo. Es la Morgengabe de los antiguos germanos. Lean el capítulo “Matrimonio” del Código Civil. No se habla en él más que de dinero. La diferencia de sexos no es condición indispensable para el matrimonio, de manera que los matrimonios homosexuales son perfectamente legales. El odio hacia el dinero es sólo la máscara del odio hacia el sexo. La ecuación sexo=dinero es causa de grandes satisfacciones. Quien da dinero se asegura una especie de dominio feudal sobre el cuerpo y el alma de quien lo recibe. “Bolsa: 1.Saco pequeño para el dinero; 2. Envoltorio de los testículos” (Larousse).
 Pero llega el momento de hablar del oro y ahí, para mí, todo cambia. Para ser completo, tengo que contar la historia de mi lingote.
[…]       
Un jugador en el mar
 Ocurrió en Montignac-l’Océan, una estación famosa por su playa y por su casino. Como no sabía qué hacer por la noche, decidí que iría a tentar la suerte con la ruleta, cosa que constituía para mí una auténtica novedad. Me rondaba por la cabeza la frase de un amigo mío matemático: “En comparación con la Loto o el Quarté, la ruleta es una auténtica inversión de padre de familia.” Sin duda ello es cierto para un calculador de probabilidades, pero la ruleta también es más apetitosa y no se sabe de nadie que se haya arruinado jamás con la Loto.
 Cambié doce fichas y las deposité tímidamente, una tras otra, sobre el tapete verde. La raqueta del croupier las arrastró inexorablemente, una tras otra. Lo había perdido todo. Ya estaba iniciado, pero también vacunado para siempre jamás contra la fiebre del juego. Pensé agriamente que la diosa Fortuna no tenía absolutamente ninguna psicología. Si hubiera querido seducirme, tendría que haberme dejado ganar un poquito, ¡qué caray!
 Fui a sentarme en la terraza y dejé reposar la mirada abarcando con ella el horizonte fosforescente en el que parpadeaba un faro rojo.
 -¿Me permite?
 Un hombre se inclinaba ante mí. Pude distinguir su pelo blanco, un rostro ascético y un smoking raído que me pareció el colmo de la elegancia, puesto que visiblemente era usado cada noche. Pensé que quería coger una silla. Pero no, lo que quería era sentarse a mi mesa. Después de todo, estábamos en una especie de club. Así pues, se sentó frente a mí.
 No me había visto nunca en el casino. No, en efecto, era la primera vez que venía. Y sin  duda, también la última. Le informé de mi breve experiencia. En total, estuvimos dos horas hablando y fue entonces cuando fui realmente iniciado en el juego. Mis modestas pérdidas me permitían cuando menos pagar las consumiciones. Era todo lo que me pedía a cambio de las lecciones que me dio.
 Al llegar al final se puso lírico y perentorio:
 -Sepa usted, caballero, que nosotros, los hombres de suerte, formamos una raza aparte que obedece a unas leyes que ustedes, los hombres de razón, ignoran. No pretendo iniciarle en unos secretos a los que se muestra usted totalmente refractario. Pero escuche esta anécdota que tal vez le hará calibrar las dimensiones del abismo que nos separa.
 En mi juventud tuve un compañero de juego; cada noche nos jugábamos nuestra fortuna, cada noche nuestras vidas, cada mañana nuestro honor… Precisamente una mañana, después de una noche de infierno, mi amigo se precipitó en brazos de su padre. Le confesó sumido en llanto que lo había jugado todo y todo lo había perdido. Las deudas de honor se habían comido sus bienes, sus tierras, los castillos de toda la familia. Sólo le quedaba la mano para hacer señales en la carretera y los ojos para llorar. El viejo lo empujó con una mirada flamígera: “No, te queda otra salida.” Se acerca a la pared, descuelga de una panoplia una antigua pistola de plata, se toma el tiempo necesario para cargarla y la pone en la mano de su único heredero. “Y ahora, ve y cumple con tu deber.” Pues es bien cierto que el hombre devorado por las deudas de honor se libera de ellas suicidándose.
 El joven huyó. El padre estuvo esperando angustiado la detonación que le diría que había perdido a su hijo. Pero no pasaba nada. Pasó el día. Pasó la noche. El anciano creyó morir de pena.
 Al día siguiente, a la misma hora que el día anterior, el joven interrumpió en su habitación. Estaba riendo y llevaba en las manos bolsas de oro. “¡Hurra, padre! –exclamó-. Vendí el arma preciosa que me diste. Y regresé al casino. ¡Y he ganado, he ganado, he ganado! ¡He recuperado todo lo que había perdido y mucho más!”
 Esta historia contiene dos lecciones. La primera es que estamos poseídos por una esperanza indestructible. In-des-truc-ti-ble, ¿comprende usted? No hay catástrofe capaz de abatirnos. ¿Sabe usted por qué? Porque toda pérdida contiene en sí la promesa de una ganancia, toda ruina la certeza de una inmensa e inminente fortuna. A veces el mundo se presenta como un tejido de causas y efectos con un desarrollo inexorable. No hay lugar para la esperanza, para el sueño. Ese determinismo implacable tranquiliza al hombre de razón. Al jugador, le desespera. El azar que el jugador introduce por la fuerza entre las mallas de esa red mediante las cartas o la ruleta, es para él una bocanada de oxígeno. Se dice que la naturaleza tiene horror al vacío. Pero el jugador siente una necesidad vital de ese vacío. El hombre de razón y él obedecen a dos principios opuestos. “No dejar nada al azar” es la ley del hombre de razón. “Dar siempre una oportunidad al azar” es la del jugador.
 La otra lección de esta anécdota es el amor por la vida que anima al jugador, que es su ánima. Sin duda, para usted, esto es lo más ininteligible, el amor por la vida. Henry Miller decía: “A quien no sigue su destino, la mala suerte le arrastra por la cola.” Discúlpeme, pero creo que eso es lo que le ha ocurrido a usted esta noche.
 Y ahora recuerden esto, por favor. La pasión por el juego es la más puramente espiritual de todas las pasiones. No tiene prolongación psicológica como la del sexo o el alcohol. Por tanto, no perjudica la salud. Y –paradoja suprema- es desinteresada. Sí, señor, desinteresada, por sorprendente que pueda parecerle. En ustedes, los hombres de razón, el interés orienta todas las palabras y los actos, como el imán dirige en un único sentido todas las limaduras de hierro. El dinero concebido así mata todo lo que vive a su alrededor. El único recurso que les queda a ustedes es fingir que se olvidan de esa parte sórdida de su existencia. Para nosotros, al contrario, es el carburante de nuestros sueños, un elixir mágico, el genio bueno y todopoderoso que se nos lleva volando.»

 [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Editorial Acantilado, 2002, en traducción de Luis María Todó. ISBN: 84-95359-88-X. ]

sábado, 28 de julio de 2018

El dios de las pequeñas cosas.- Arundhati Roy (1961)


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13.-El optimista y el pesimista

«En cuanto a Chacko, era la primera amiga del sexo femenino que había tenido. No sólo la primera mujer con la que se había acostado, sino su primera compañera real. Lo que más le gustaba de ella era su autosuficiencia. Tal vez no fuera una autosuficiencia extraordinaria comparada con  la media de las mujeres inglesas, pero para Chacko resultaba asombrosa.
 Le gustaba que Margaret Kochamma no se aferrara a él. Que no estuviera segura de sus sentimientos hacia él. Que no supiera hasta el último día si se casaría con él. Le encantaba ver cómo se sentaba desnuda en la cama, con su larga espalda blanca girada hacia un lado, miraba el reloj y decía, con su habitual sentido práctico: “¡Uy, tengo que irme!” Le encantaba cómo se balanceaba en su bicicleta todas las mañanas rumbo al trabajo. Fomentaba las diferencias de opinión que tenían y disfrutaba en su fuero interno con los ocasionales estallidos de exasperación de Margaret a causa de sus descuidos y su dejadez.
 Le estaba agradecido porque no quería cuidarle. Porque no se ofrecía a ordenarle el cuarto. Por no ser su empalagosa madre. Llegó a depender de ella porque ella no dependía de él. La adoraba por no adorarlo.
 De su familia, Margaret Kochamma sabía muy poco. Rara vez hablaba de ellos.
 Lo cierto es que, en aquellos años de Oxford, Chacko pensó en ellos pocas veces. En su vida estaban ocurriendo demasiadas cosas y Ayemenem le parecía algo muy lejano. El río, demasiado pequeño. Los peces, demasiado escasos.
 No tenía razones de peso para estar en contacto con sus padres. La beca Rhodes era generosa.No necesitaba dinero. Estaba muy enamorado del amor que sentía por Margaret Kochamma y en su corazón no había espacio para nadie más.
 Mammachi le enviaba a menudo cartas con descripciones detalladas de sus sórdidas peleas matrimoniales y en las que le exponía su preocupación por el futuro de Ammu. Casi nunca leía ninguna hasta el final. A veces, ni siquiera se molestaba en abrirlas. Y nunca contestaba.
 Incluso en aquella ocasión en que volvió (cuando evitó que Pappachi le pegara a Mammachi con el florero de latón y la mecedora fue hecha trizas a la luz de la luna), apenas se dio cuenta de lo herido que se había sentido su padre, o de la redoblada adoración que provocaba en su madre, o de la súbita belleza de su hermana pequeña. Llegó y se marchó como si estuviera en trance, deseando desde el instante de su llegada regresar a la chica blanca de larga espalda que le estaba esperando.
 El invierno después de dejar Balliol (sacó malas notas en los exámenes), Margaret Kochamma y Chacko se casaron. Sin el consentimiento de la familia de la novia. Sin que lo supiera la del novio.
 Decidieron vivir en el apartamento de Margaret Kochamma (lo que obligó a marcharse a la Otra camarera del Otro café) hasta que él encontrara empleo.
 El momento que eligieron para casarse no podía haber sido peor.
 Junto con las tensiones de vivir juntos llegó la penuria. Se había acabado la beca y tenían que pagar la renta completa del apartamento.
 El abandono del remo trajo la aparición de una súbita y prematura barriga, propia de un hombre de mediana edad. Chacko se convirtió en un Hombre Gordo, con un cuerpo que correspondía a su risa.
  Tras un año de matrimonio, la indolencia estudiantil de Chacko perdió todo su encanto a los ojos de Margaret Kochamma. Ya no le parecía divertido que, al volver del trabajo, el apartamento siguiera en el mismo desorden mugriento en que lo dejó. Que a su marido no se le ocurriera nunca algo tan sencillo como hacer la cama, o lavar la ropa, o fregar los platos. Que no se disculpara por las quemaduras de cigarrillo en el sofá nuevo. Que pareciera incapaz de abotonarse la camisa, hacerse el nudo de la corbata y anudarse los zapatos incluso cuando iba a una entrevista a pedir trabajo. Al cabo de un año estaba dispuesta a cambiar la rana de la mesa de disección por algunas concesiones pequeñas de índole práctica. Como un empleo para su marido o una casa limpia.
 Por fin, Chacko consiguió un trabajo temporal y mal pagado en el Departamento de Ventas al Extranjero de la Compañía de Té de la India. Con la esperanza de que fuera un punto de arranque que lo llevase a otras cosas mejores, Chacko y Margaret se trasladaron  a Londres. A un apartamento aún menor y más deprimente. Los padres de Margaret Kochamma no quisieron saber nada de ella.
 Acababa de enterarse de que estaba embarazada cuando conoció a Joe. Había sido compañero de colegio de su hermano. Cuando se conocieron, Margaret Kochamma estaba en su momento de mayor atractivo físico. El embarazo había dado color a sus mejillas y brillo a su pelo oscuro y espeso. A pesar de los problemas matrimoniales, tenía ese aire de euforia secreta y de encontrarse a gusto con su propio cuerpo que suelen tener las mujeres embarazadas.
 Joe era biólogo. Estaba actualizando la tercera edición de un diccionario de biología para una pequeña editorial. Era todo lo que Chacko no era.
 Sensato. Solvente. Delgado.
 Margaret Kochamma se sintió tan atraída por él como una planta que está en una habitación oscura por un rayo de luz.
 Cuando a Chacko se le terminó su trabajo temporal y no logró encontrar otro empleo, escribió a Mammachi contándole que se había casado y pidiéndole dinero. Mammachi quedó destrozada, pero empeñó parte de sus joyas en secreto y se las arregló para mandarle dinero a Inglaterra. No fue suficiente. Le mandara lo que le mandara, nunca era suficiente.
 Para cuando nació Sophie Mol, Margaret Kochamma ya estaba convencida de que, por su bien y el de su hija, tenía que dejar a Chacko. Así que le pidió el divorcio.
 Chacko regresó a la India, donde encontró trabajo con suma facilidad. Durante unos años fue profesor en la Universidad Cristiana de Madrás y, tras la muerte de Pappachi, regresó a Ayemenem con la máquina Bharat de embotellado al vacío, el remo de Balliol y el corazón roto.
 Mammachi, encantada, le dio la bienvenida a su vida. Se ocupaba de sus comidas, de que su ropa estuviera cosida y de que todos los días hubiera flores frescas en su cuarto. Chacko necesitaba la adoración de su madre. Es más, la exigía, aunque la despreciara y hasta la castigara por ello de forma secreta. Empezó a fomentar la corpulencia y dilapidación física general de su cuerpo. Llevaba baratas camisetas estampadas de terylene sobre el mundu blanco y las sandalias de plástico más horribles que se pudieran encontrar en el mercado. Si Mammachi tenía invitados o parientes o algún viejo amigo de Delhi estaba de visita, Chacko aparecía cuando la mesa para la cena estaba maravillosamente puesta –adornada con exquisitos arreglos florales y con la mejor porcelana- y se ponía a hurgarse alguna costra seca o a escarbarse las callosidades negras y oblongas que tenía en los codos.»
 
[El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro. ISBN: 84-339-0862-6.]
 

viernes, 27 de julio de 2018

Memorias de España.- Giacomo Casanova (1725-1798)


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Capítulo segundo [Vol. 10, cap. XII]

«La puerta del cuarto que me asignó el posadero tenía un cerrojo por fuera y nada, por dentro, de lo que yo pudiera servirme para cerrar mi puerta cuando fuera a acostarme; la puerta sólo se abría y cerraba con el picaporte. Yo no dije nada la primera ni la segunda noche, pero la tercera le dije a mi cochero que no quería soportar aquello. Me respondió que tenía que soportarlo en España porque, debiendo la Santa Inquisición ser siempre dueña de mandar a ver lo que los extranjeros podían hacer de noche en su cuarto, los mismos extranjeros no podían encerrarse en él.
 -¿De qué puede ser tan curiosa vuestra maldita Santa Inquisición?
 -De todo. De ver si coméis carne un día de vigilia. De ver si en el cuarto hay varias personas de los dos sexos, si las mujeres se acuestan solas o con los hombres, y para saber si las que están acostadas con los hombres son sus mujeres legítimas, y para poder encarcelarlos si los certificados de matrimonio no testifican a su favor. La Santa Inquisición, señor don Jaime, vela continuamente en nuestro país por nuestra salvación eterna.
 Cuando nos encontramos con un clérigo que iba a administrar el Santo Sacramento a un moribundo, el señor Andrea se detuvo y me dijo en un tono imperioso que me apease del coche y me arrodillase, incluso en el barro, si lo había allí; había que obedecer. El gran asunto de entonces en materia de religión en las dos Castillas era el de los pantalones sin portañuela (1). Metían en la cárcel a quienes los llevaban y castigaban a los sastres, pero a pesar de ello seguían llevándose, y los curas y los frailes se desgañitaban en vano desde sus púlpitos lanzando invectivas contra esta indecencia. Era de esperar una revolución que habría hecho reír a toda Europa, pero afortunadamente todo terminó sin derramamiento de sangre. Se proclamó un edicto y se lo fijó impreso en la puerta de todas las iglesias. Decía que sólo se permitiría al verdugo llevar pantalones hechos de aquella manera. Entonces se pasaron de moda, porque nadie quería que le tomasen por verdugo ni valerse de semejante privilegio.
 Empezando así a conocer poco a poco a la nación en la que iba a vivir, llegué a Guadalajara, Alcalá y Madrid. ¡Guadalajara y Alcalá! ¿Qué son estas palabras, qué estos nombres de los que no entiendo más que la vocal a? Es que la lengua de los moros, de los que España había sido patria durante varios siglos, había dejado en ella cantidad de palabras. Todo el mundo sabe que la lengua árabe es abundante en aes. Y los eruditos no se equivocan al deducir de ello que el árabe debe de ser la más antigua de las lenguas, puesto que la a es la más fácil de todas las vocales porque es la más natural. […] Sea de ello lo que quiera, la lengua española es sin contradicción una de las más bellas del universo, sonora, enérgica, majestuosa, si se pronuncia ore rotundo (2), apta para la armonía de la poesía más sublime y que sería igual que el italiano en relación a la música si no tuviera las tres letras guturales que echan a perder su dulzura, a pesar de todo lo que los españoles, que como es lógico son de opinión contraria, puedan decir. Hay que dejarlos que digan: quisquis amat ranam, ranam putat esse Dianam (3). Sin embargo, su acento la hace parecer a los oídos imparciales más imperativa que el resto de las lenguas.
 Al entrar por la Puerta de Alcalá, se me hizo una inspección y como la mayor preocupación de los empleados eran los libros, mostraron su descontento cuando no me encontraron más que la Ilíada en griego. Me la quitaron y me la llevaron tres días después a la calle de la Cruz, al café donde fui a alojarme a pesar del señor Andrea, que quería llevarme a otro sitio. Un buen hombre me había proporcionado esta dirección en Burdeos. Una ceremonia de la que fui objeto en la Puerta de Alcalá me molestó mucho. Un empleado me pide un pellizco de tabaco. Se lo doy: era rapé.
 -Señor, este tabaco está maldito en España.
 Y al decir estas palabras, echa todo mi tabaco al suelo y me da la tabaquera vacía.
 En ningún sitio se es tan riguroso con el tabaco como en España, donde, sin embargo, triunfa el contrabando más que en otras partes. […] El aire de Madrid es malo para todos los extranjeros porque es puro y sutil; sólo es bueno para los españoles, todos ellos delgados, escuchimizados, frioleros hasta el extremo de que cuando sopla el menor viento, incluso en el mes de agosto, no se exponen a él más que envueltos hasta las cejas en una capa grande paño. Las inteligencias de los hombres de este país están limitadas por una infinidad de prejuicios; las de las mujeres son en general bastante más desenvueltas; y los unos y las otras se hallan sujetos a unas pasiones y unos deseos tan vivos como el aire que respiran. Todos ellos son enemigos de lo extranjero; y no se encuentran en condiciones de dar una buena razón para ello, porque su enemistad no procede más que de su odio innato; añadid a este odio un desprecio que sólo puede nacer de que lo extranjero no es español. […]

Capítulo sexto [Vol. 11, cap. IV]
 Como había dado mi palabra al marqués de Mora y al coronel Rojas de ir a verlos a Zaragoza, he querido mantenerla. He llegado completamente solo a primeros de septiembre y he pasado allí quince días. He observado las costumbres de los aragoneses. Las leyes del conde de Aranda no tienen vigencia en aquella ciudad; encontraba en la calle, de día y de noche, hombres con un gran sombrero de ala ancha y una capa negra que les llegaba a los talones; eran verdaderas máscaras, porque la misma capa les envolvía el rostro hasta los ojos. No se veía nada. Debajo de la capa, la máscara tenía el espadín, que era una espada la mitad más larga que la ordinaria que los hombres de bien llevan en Francia, en Italia y en Alemania. Estas máscaras eran muy respetadas. Las más de las veces eran unos tunantes, pero podían ser grandes señores. He observado en Zaragoza la gran devoción que se tenía a Nuestra Señora del Pilar. He visto procesiones en las que llevaban estatuas de madera gigantescas. Me llevaron a reuniones en las que he encontrado frailes. Me presentaron a una señora muy gruesa, a la que me anunciaron como sobrina del bienaventurado Palafox, esperando verme transportado de veneración, y he conocido a un canónigo Pignatelli que presidía la Inquisición y que todas las mañanas hacía meter en la cárcel a la alc… que le había dado de cenar el día de antes con una p…(4) que había pasado la noche con él. Se levantaba y, después de esta ejecución, iba a confesarse, decía misa, comía después, el demonio de la carne se apoderaba de él, le buscaban otra mujerzuela, la gozaba y al día siguiente por la mañana hacía lo que había hecho el precedente; y todos los días era igual. Siempre luchando entre Dios y el diablo, este canónigo era durante la velada el más feliz y por la mañana el más desgraciado de los hombres.
 Los combates de toros en Zaragoza eran más bonitos que en Madrid; no sujetaban a los toros con sogas, iban libremente por la liza y las carnicerías eran mayores. El marqués de Mora y el conde de Rojas me dieron muy buenas comidas. Este marqués de Mora era con toda seguridad el más amable de todos los españoles; ha muerto muy joven, dos años después. Me hicieron ver a unas cortesanas, pero con la imagen de doña Ignacia, que me seguía a todas partes, era imposible que encontrase una mujer agradable. La gran iglesia de Nuestra Señora del Pilar estaba junto a las murallas de la ciudad. Consideraban a este baluarte como inexpugnable; están más que seguros de que, en el caso de un sitio, puede que los enemigos entrasen por todas partes pero nunca por allí.»

(1) Es decir, sin la tira de tela con la que se tapa la bragueta.
(2) “Con la boca redonda.” Horacio, Ars poetica, 323.
(3) “Quien ama a las ranas se imagina que Diana es una rana.”

(4) Alcahueta… puta.

  [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Ediciones Áltera,  2011, en traducción de Ángel Crespo. ISBN: 84-89779-25-2.]
 

jueves, 26 de julio de 2018

La guerra sin fin. El terrorismo en el siglo XXI.- Walter Laqueur (1921)


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4.-Terrorismo suicida

«Del mismo modo que existen diferentes tipos de terrorismo, la naturaleza y la motivación de los terroristas suicidas diverge entre un país y otro. Tan sólo unos pocos de los que poseen una profunda motivación política o religiosa están dispuestos a entregar sus vidas. En otras palabras, el adoctrinamiento es fundamental, pero también tiene que exigir una predisposición psicológica. Sin embargo, como quiera que los candidatos para estas misiones raramente pasan pruebas o charlan sobre sus motivos (es posible incluso que ni siquiera sean plenamente conscientes de ellos), la cuestión seguirá siendo, en gran medida, terreno abonado para la especulación.
 El tema del adoctrinamiento (o del lavado de cerebro) ha ocupado un lugar importante en las actividades de algunos de los nuevos cultos religiosos y sectas europeas y norteamericanas. En diversos países de la Europa occidental el lavado de cerebro se ha tipificado como delito, y se han inventado no pocos esfuerzos en dar con métodos eficaces para “desprogramar” a las víctimas. La Asociación Psicológica Americana se ha referido al control mental; los cultos y las sectas afectadas han protestado airadamente contra cualquier tentativa de restringir lo que ellos consideran libertad de culto. Algunas de estas sectas han inducido a sus miembros a cometer suicidios colectivos. Si es posible convencer a centenares de personas para que se suiciden, entra dentro de la lógica conseguir que se embarquen, con la misma facilidad, en el terrorismo suicida.
 Los grupos terroristas musulmanes, así como otros que han llevado a cabo acciones de terrorismo suicida, afirman que el adoctrinamiento carece de importancia, que la yihad es una obligación religiosa y que hay más voluntarios listos para entrar en acción de los que pueden usar para ese tipo de misiones. Sin embargo, las pruebas revelan que, allá donde se produce un atentado suicida, los predicadores (o los propagandistas nacionalistas) han desempeñado un papel crucial en la creación de un clima propicio para la acción. En cuanto a la predisposición psicológica, en las entrevistas concedidas por los terroristas suicidas que fueron arrestados o que fracasaron en sus misiones, preguntados por sus motivos, han repetido, en ocasiones al pie de la letra, lo que les habían inculcado sus guías espirituales. Evidentemente, es inútil buscar a alguien con espíritu crítico o a un librepensador entre sus filas.
 El terrorismo suicida ha parecido un fenómeno incomprensible para quienes viven en sociedades seculares en las que, por lo general, la pasión ideológica era una fuerza en decadencia y el fanatismo una característica restringida a grupos marginales. No sólo parecía algo misterioso, sino también invencible, pues ¿de qué modo se puede luchar contra un enemigo que está dispuesto a sacrificar su vida? El terrorismo suicida puede propagar el pánico, cuando menos momentáneamente, entre el “enemigo” y, como en el caso de Israel, puede provocar unos daños materiales considerables.
 Esta variante del terrorismo es, también, una herramienta útil en la lucha por influir en la opinión pública fuera de las fronteras del país implicado. Todo esto ha propiciado que exista una tendencia a sobrevalorar la importancia del terrorismo suicida. Una docena de países han sido escenario de sus acciones y, en la mayoría, los atentados han sido discontinuos, incluso los perpetrados por la Hezbolá libanesa o los Tigres Tamiles, los terroristas suicidas más destacados en su tiempo. El daño económico no ha sido irreparable. Un puñado de directores generales de multinacionales estadounidenses han infligido más daño a los mercados bursátiles y a la reputación del sistema capitalista que todos los terroristas juntos.
[…]
 El terrorismo suicida es el arte de la guerra asimétrica por excelencia: no conoce reglas. Los mártires pueden utilizar incluso las armas más mortíferas o concentrar sus ataques contra los civiles pues parecen gente movida por la desesperación, una vez perdida toda esperanza. El Estado, sin embargo, no puede responder de manera eficaz y tiene que ceñirse a las normas y a las convenciones. Es curioso que los analistas occidentales hayan insistido tanto en la desesperación y en la falta de esperanza. Es posible que fueran motivos importantes en algún caso, pero no en todos. Los jóvenes saudíes que el 11 de septiembre secuestraron los aviones, por poner un ejemplo, no estaban desesperados y, en cualquier caso, quienes se mueven siguiendo el dictado de sus creencias religiosas entrarán en el paraíso después de haberse hecho volar por los aires. En otras palabras: más que desesperados, si algo les sobra, es esperanza.
 Sobre la cuestión de la invencibilidad de los terroristas suicidas, podemos referirnos a las palabras de Tertuliano (160-225), que afirmaba que la sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia*. Un mártir cristiano de los primeros años de la tradición pacifista, sin embargo, no es comparable a un creyente en la yihad, y desde una perspectiva histórica, la expansión del Islam se debió a sus campañas militares, no porque se hubieran dedicado a poner la otra mejilla.
 El terrorismo suicida no es un fenómeno esporádico. Precisa de gente dispuesta a convertirse en mártires y de organizadores y coordinadores. Y es éste el talón de Aquiles del terrorismo y cabe la duda de que exista una cantera inagotable de candidatos para este tipo de misiones. El terrorismo suicida ha sido un arma mucho más eficaz que cualquier otra estrategia terrorista pero únicamente cuando los objetivos han adoptado las contramedidas políticas y militares erróneas.
 El entusiasmo por erigirse en un mártir pervivirá mientras haya una posibilidad razonable de que sea el camino que ha de conducir a la victoria. El sacrificio debe tener un propósito. Puede impedir la reconciliación e incluso desencadenar una guerra. Pero, ¿qué sucederá si, después de años de misiones y de centenares de mártires, los terroristas suicidas y sus ideólogos advirtieran que aún están lejos de su objetivo? ¿O si los militantes perseveraran en su campaña, como hicieron en la guerra entre Argelia y Francia, y el sistema político que naciera fuera diametralmente opuesto al que esperaban? Prabhakaran, el gran gurú de los Tigres Tamiles, dijo en una ocasión que su grupo étnico alcanzaría, inevitablemente, la independencia en cien años, pero que con el terrorismo el proceso se acortaría. Con una tozudez y una ingenuidad remarcables, los Tigres Tamiles se enzarzaron en una campaña terrorista que duró casi veinte años, de unos logros escasos y que dejó un panorama desolador. Del mismo modo, entre los círculos palestinos, los intelectuales empezaron a plantearse, en el verano de 2002, no tanto la moralidad de las acciones suicidas dentro de las fronteras de Israel sino su eficacia. La mayoría de palestinos aún creían que era el arma más eficaz. ¿Cómo se puede, sin embargo, mantener durante un período prolongado de tiempo ese ímpetu? Éste es el dilema al que tendrán que enfrentarse, tarde o temprano, las campañas basadas en las acciones suicidas.»  
 
*La cita exacta es plures efficimus quoties metimur a vobis, semen est sanguis Christianorum, “cuanto más nos siegan, más creceremos; la semilla es la sangre de los Cristianos”.   
  
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2003, en traducción de Ferrán Esteve. ISBN: 84-233-3559-3.]