Capítulo XXII: Cómo prosiguiendo su
camino don Quijote con toda su compañía, toparon una estraña y peligrosa
aventura en un bosque, la cual Sancho quiso ir a probar como buen escudero
«Yendo nuestro buen hidalgo caminando con
toda su compañía y platicando de lo dicho, ya que llegaban un cuarto de legua
del pueblo do habían de hacer noche, oyeron en un pinar, a la mano derecha, una
voz como de mujer afligida; y parándose todos, volvieron a escuchar lo que
sería. Sintieron la misma voz lamentable, que decía:
-¡Ay de mí, la más desdichada mujer de cuantas
hasta agora han nacido! ¿Y no habrá quien me socorra en esta tribulación, en
que la fortuna por mis grandes pecados me ha puesto? ¡Ay de mí que, sin duda,
habré de perecer aquí esta noche, entre dientes, garras y colmillos de alguna
de las muchas fieras que semejantes soledades suelen poblar! ¡Oh, traidor
perverso! ¿Y por qué me dejaste con vida, pues me fuera harto mejor que con los
filos de tu cruel espada me cortaras el cuello, que no haberme dejado desta
suerte con tanta inhumanidad? ¡Ay de mí!
Don Quijote, que semejantes razones oyó sin
ver quién las decía, dijo a los compañeros:
-Señores, ésta es una de las más estrañas y
peligrosas aventuras que jamás he visto ni probado desde que recebí el orden de
caballería; porque este pinar es un bosque encantado, donde no se puede entrar
sin grandísima dificultad, en medio del cual tiene el sabio Frestón, mi
contrario antiguo, una cueva, y en ella muchos y muy noblísimos caballeros y
doncellas encantadas, entre los cuales, por saber que en ello me hace singular
agravio y sinsabor, ha traído presa a mi íntima amiga la sabia Urganda la
desconocida, y la tiene llena de cadenas, atada a una rueda de molino de
aceite, la cual voltean dos ferocísimos demonios; y cada vez que la pobre sabia
llega abajo, y la coge la piedra por el cuerpo, da aquellas terribles voces.
Por tanto, ¡oh, clementísimos señores!, atended, que sola a mi persona atañe y
de juro pertenece probar esta insólita aventura y libertar a la afligida sabia
o morir en la demanda.
Cuando el ermitaño y Bracamonte oyeron
semejantes dislates a don Quijote y ponderaron los visajes y afectos con que lo
decía, le tuvieron totalmente por loco; pero con todo, disimulando este conceto
que dél tenían, le dijeron:
-Mire vuesa merced, señor don Quijote, que por
esta tierra no se usan encantamientos ni este pinar está encantado ni puede
haber cosa de las que vuesa merced dice; y sólo se puede buenamente colegir de
las voces que se oyen, que algunos salteadores habrán robado alguna mujer y
dádola de puñaladas, la habrán dejado en medio deste pinar y desto se debe de
lamentar.
-A
pesar de cuantos lo contradicen –replicó don Quijote-, son las voces de la
persona y por las causas que dicho tengo.
Viendo Sancho Panza lo que altercaban sobre
decernir quién y por qué razón pronunciaba los confusos lamentos que oían, se
llegó a su amo, muy repolludo en el rucio, y quitándose la caperuza, puesto en
su presencia, le dijo:
-Ya los días pasados vio vuesa merced, mi
señor don Quijote, saliendo de Zaragoza, cómo me las tuve tiesas con el señor
Bracamonte, que está presente; y que si no fuera por vuesa merced y por el
respeto que tuve a la venerable presencia deste señor ermitaño, no dejara de
dar cima, tronco o como diablos lo llaman los caballeros andantes, a la
aventura o batalla que con él tuve, pero batalla que se me dio por vencido; y
así, para que merezca venir a ser por mis pulgares, andando los tiempos, tenido
por esos mundos, ínsulas y penínsulas por caballero andante, como vuesa merced
lo es, y haga a cuantos topare tuertos y cojos, le pido desencarecidamente se
esté aquí con estos señores; que yo iré quedito, subido en mi rucio, sin
permitirle diga en el camino palabra buena ni mala, a ver si es la que ahí
dentro se queja la sabia Urganda o como se llama; y si cojo descuidado el
bellaconazo del sabio que vuesa merced dice, verá cómo, después de haberle dado
media docena de gentiles mojicones, se le traigo aquí agarrado de los cabezones.
Pero si acaso muriéremos en la demanda yo y mi fidelísimo jumento, suplico a
vuesa merced, por amor del señor San Julián, abogado de los cazadores, que nos
haga enterrar juntos en una sepultura; que pues en vida nos quisimos como si
fuéramos hermanos de leche, bien es que en la muerte también lo seamos; y
mándeme enterrar en los montes de Oca; y si por mi ventura fuere camino para
llevarnos a ellos al Argamesilla de la Mancha, nuestro lugar, deténganos en
ella siete días con sus noches, en honra y gloria de las siete cabrillas y de
los siete sabios de Grecia; lo cual hecho, iremos alegres nuestro camino,
habiendo empero almorzado primero lindamente.
Rióse don Quijote, diciendo:
-¡Oh, Sancho, y qué grande necio eres! Pues si
te he de llevar muerto con tu rucio, ¿cómo quieres descansar siete días con sus
noches en la Argamesilla y después almorzar para ir adelante?
-Pardiez –replicó Sancho- que tiene razón;
vuesa merced perdone, que no había caído en que iba muerto.
-Pues, Sancho –dijo entonces don Quijote-,
porque veas que deseo tu aprovechamiento en las aventuras, te doy plenaria
licencia para que vayas y pruebes ésta, y ganes la honra della que se me debía;
y me la quito para dártela con fin de que comiences a ser caballero novel,
prometiéndote que si la das, cual confío de tu brazo, a esta peligrosa hazaña
que emprendes, en llegando a la española corte, tengo de hacer con su católico
monarca que por fuerza o por grado te dé el orden de caballería, para que,
dejando el sayo y la caperuza, subas armado de todas piezas en un andaluz
caballo, y vayas a justas y torneos, matando fieros gigantes y desagraviando
opresos caballeros y tiranizadas princesas con los filos de tu espada, sin
trepidar los soberbios gigantes y fieros grifos que te hicieren resistencia.
-Señor don Quijote –dijo Sancho-, déjeme a mí;
que a cachetes haré yo más en un día que otros en una hora; y si puedo poner un
poco de tierra en medio, como haya abundancia de guijarros, quedará la vitoria
por mía, y muertos todos los gigantes, aunque tope un cahiz dellos; y con esto,
adiós; que voy a ver en qué para esta aventura; mas deme primero su bendición.
Don Quijote le santiguó, diciendo:
-Dete Dios en este trance y semejante lides la
aventura y acierto que tuvieron Josué, Gedeón, Sansón, David y el santo Macabeo
contra sus contrarios, por serlo de Dios y de su pueblo.
Comenzó luego Sancho a caminar; y andados
cuatro pasos, volvió a su amo, diciendo:
-Mire, vuesa merced, señor, que si acaso diere
voces, viéndome en algún peligro, que acuda luego y no demos de reír al mal
ladrón pues podría vuesa merced llegar tan tarde que ya Sancho hubiese llevado,
cuando llegase, media docena de mazadas de gigantes.
-Anda, Sancho –dijo don Quijote-, y no tengas miedo;
que yo acudiré a tiempo.
Con esto se fue; y apenas hubo andado otros
seis pasos, cuando volvió diciendo:
-Y
mire vuesa merced, tome esto para seña de que me va mal con este sabio, que
encomendado sea a las furias infernales; que cuando yo diga dos veces ¡ay, ay!
venga como un pensamiento; porque será señal infalible de que ya me tiene en
tierra atado de pies y manos para quitarme el pellejo como un San Bartolomé.
-No harás cosa buena –dijo don Quijote-, pues
tanto temor tienes.
-Pues, ¡pesia la madre que me parió! –dijo
Sancho-, estáse vuesa merced arrellanado en su caballo y esotros dos señores
riéndose, como si fuese cosa de burla el irme yo triste a meter solo entre
millones de gigantes más grandes que la torre de Babilonia ¡y no quiere que tema!
Yo le aseguro que si alguno de sus mercedes viniera, hiciera peor: ¡cuerpo non
de Dios con ellos, y aun con la puta perra que me hizo pedir tal licencia, ni
tratar de meterme en estos ruidos y buscar perro con cencerro!
Tras esto se entró al pinar adentro y habiendo
andando medrosísimo cosa de veinte pasos, comenzó a dar gritos en seco,
diciendo:
-¡Ay, ay, que me matan!
Apretó las espuelas don Quijote a Rocinante en
oyendo las voces y tras él el ermitaño y soldado; y llegando todos a Sancho,
que estaba caballero en su asno, le dijo su amo:
-¿Qué es o qué has habido, mi fiel escudero?,
que aquí estoy.
-¡Eso sí! –dijo Sancho-: no he visto aún nada
y sólo he gritado por ver si acudirían al primer repiquete de broquel.
Volvieron atrás todos riendo y Sancho se
emboscó; pero a poco trecho oyó cómo no muy lejos dél se quejaban y decían:
-¡Ay, Madre de Dios! ¿Y es posible que no haya
en el mundo quien me socorra?
Sancho, que iba con más miedo que vergüenza,
alargando el cuello acá y acullá, oyó de nuevo cerca de sí la mesma voz, que
entre unos árboles le decía:
-¡Ah, hermano labrador!, por amor de Dios,
quitadme de aquí.
Volviendo en esto, turbado, la cabeza, Sancho
vio una mujer en camisa, atada de pies y manos, a un pino; y apenas la hubo
visto, cuando, dando una gran voz, se arrojó del asno abajo, y volviéndose a
pie, corriendo y tropezando, por donde había venido, iba diciendo a voces:
-¡Socorro, socorro, señor don Quijote; que
matan a Sancho Panza!»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Castalia, 1988, en edición de Fernando García Salinero. ISBN: 84-7039-035-X. ]